En el verano de 1967, Luis Mateo Díez, leonés de 25 años que preparaba oposiciones en Madrid, se prohibió escribir queriéndose prevenir de los «desvíos imaginativos» que disipaban su atención. Fue el único ayuno fabulador del último Premio Cervantes.
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«No hay estación que oriente ... la soledad con más rigor que el invierno», sostiene quien nació en el Valle de Laciana, donde se acortaban las noches frías con filandones y caloches, reuniones en las que se contaban historias. Las horas de desván, los libros de su padre y la compañía de su hermano Antón, dibujante, terminaron por disparar la imaginación de aquel «niño miedoso y adolescente desasistido, como tantos otros».
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Luis Mateo Díez (Villablino, 1942) era hijo de Florentino, secretario de ayuntamiento de esa localidad. Andando el tiempo, también él trabajaría en otro consistorio, el de Madrid, en la Casa de La Panadería, plena Plaza Mayor. Estos dos miradores al mundo tienen su correspondencia en los títulos 'Días del desván' (1997) y 'Balcón de piedra' (2001).
Escritor de apuntes en cuaderno que luego arma en la pantalla, acostumbra a culminar sus novelas y a apartarlas hasta que se enfrían. Pero sus editores, sabedores de su fecundidad, en seguida encuentran acomodo a las historias de Luis Mateo. Así tiene una bibliografía inabarcable, en constante mudanza porque las novelas cortas se reagrupan, las de Celama concurren en diferentes formatos y amigos y especialistas no dejan de hacer antologías de sus ficciones y ensayos.
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Se sabe grafómano, «escribo y publico mucho, aunque eso no sea aval de ser bueno», advierte con coquetería. Su catálogo está jalonado por dos Premios Nacionales de Narrativa y dos Premios Nacionales de la Crítica ('La fuente de la edad', 1986), 'La ruina del cielo', 1999), además del Premio Nacional de las Letras (2020).
En el año 2001 ingresa en la Real Academia Española, ocupando la 'l' que dejó vacante Claudio Rodríguez. Precisamente al poeta zamorano le pidió una colaboración para la revista 'Claraboya', donde conoció el gusanillo de dar a la imprenta los primeros frutos de su imaginación. Pronto se enfundó el traje de narrador.
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Lo que no dejó nunca fue su grupo leonés, emigrado a Madrid. Se considera «huérfano de maestros» con la excepción de sus amigos Ricardo Gullón y Sabino Ordás. De este segundo beberán también sus compañeros del 'filandón' errante que llevaron por España y con el que cruzaron el charco: Juan Pedro Aparicio y José María Merino. Sin embargo, sí reconoce el magisterio de la oralidad, aprendiz de los contadores de historias sin trasvase al papel.
A ellos dedica uno de sus primeros libros, 'Relato de Babia', en torno a los testimonios de Benigno, Cesáreo y Adelaida. El Luis Mateo antropólogo iba a dar paso al imitador y al creador. Su paisano Chema Sarmiento rodó en 1984 'Elfilandón', película en la que reunía al último Cervantes junto a Merino, Antonio Pereira, Pedro Trapiello y Julio Llamazares, alrededor del fuego donde cada uno ofrecía un relato. Luis Mateo cuenta «una historia de canónigos y grajos» titulada 'Los grajos del sochantre'.
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Victoria M. Niño
El canónigo más joven de la Catedral (de León) se estrena en el púlpito con un sermón interrumpido por un grajo que parece contestar cada uno de sus silencios hasta provocar la hilaridad de la parroquia. El religioso, humillado, maldice el ave que ha ensombrecido su debut e inicia una cacería obsesiva que terminará trágicamente. El cuento tiene el tono esperpéntico y el humor negro tan presente en buena parte de su obra.
Y aunque su vida transcurre en Madrid, su mundo literario se queda congelado en los valles leoneses, en sus gentes, y en las 'ciudades de sombra', en un 'territorio' que luego será Celama. Lo reconoce como «un gran obituario, una mirada a los cementerios rescatando la vida de los muertos».
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Para el autor de 'Las estaciones provinciales' «imaginación y memoria son la misma leña de esa hoguera que calienta la ficción». En su discurso de ingreso en la RAE matizó así lo que la literatura es para él: «A veces se responde desde la ficción lo que la vida no proporciona, de sobra sabemos que con frecuencia es en lo imaginario donde se cubren las carencias de la realidad».
Aquella conferencia se tituló 'La mano del sueño' y comenzaba confesando a los académicos un recuerdo y un sueño para pasar a desmenuzar los pormenores a los que se enfrenta como escritor para poder contarlos. Así nos enteramos que quien parece el hombre tranquilo escribe inquieto, «más nervioso que sereno», aunque no admite el «dolor» como idea ligada a la creación ya que «escribiendo se vive y añadir más vida a la vida es una consoladora conquista». No sufre cuando escribe pero «está lleno de zozobras», las que le alejan de la complacencia peligrosa.
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Memoria y experiencia son el humus del que se nutre el narrador. En cuanto a la herramienta, «de la palabra es de lo que más me gusta hablar y de lo que más me cuesta. No hay camino en la escritura sin su hallazgo, la ficción no tiene posibilidades de llegar a buen término sin la palabra adecuada. No sirve cualquier palabra para contar cualquier historia», sostiene quien, no dominando el ritmo del baile, es capaz de seducir a cualquier auditorio con su charla cadenciosa al albur del hallazgo de cada oportuno vocablo.
Sobre sueños y recuerdos se fundamentan buena parte de sus novelas. La profesora Ángeles Encinar señala como propias de Luis Mateo la «hibridez» de géneros –cuentos que construyen novelas, ensayos que aparecen en medio de la ficción–, las «atmósferas oníricas», el «tono humorístico», el «simbolismo» de los escenarios, la importancia de la infancia y la pluralidad de voces.
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Esto último le ha llevado a contar los centenares de personajes que pasean por Celama, que a veces mira desde lejos para convertirse en protagonistas de aventuras posteriores, y que llenan su casa. Luis Mateo tiene una bodega llena de nombres sorprendentes, antiguos y a la vez sin fecha. La lista es enorme, baste citar algunos de su última novela ' Mis delitos como animal de compañía' (Galaxia): Denario, Paráclito, Polibia, Cilo... La toponimia es otra prueba de la creatividad bautismal de Díez, que confía a su personaje Ismael Cuende la ordenación en el mapa que guía el acontecer de sus soñadores. «El sueño es la experiencia más solitaria y secreta de nuestra condición», afirma. Sus personajes son antihéroes, le gusta calificarlos de perdedores, más por su falta de ambición que por carencia de triunfos. «Mis queridos amigos son los extraviados, gente que acumula muchas pérdidas, que asimila el sufrimiento con el goce, que tira para adelante y es discreta. No hacen disparates pero son disparatados», sentencia.
Unas decenas de ellos fueron elegidos por Teatro Corsario para llevar Celama al teatro. Luis Mateo y Fernando Urdiales levantaron un rico retablo en 2003 que ha sido retomado recientemente en una versión reducida, de nuevo por la compañía vallisoletana.
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Precisamente en 2022 el escritor volvió a su Territorio editorialmente con 'Celama (un recuento)' (Alfaguara) a petición de Ángeles Encinar. Entre las casi 700 páginas de 'El Reino de Celama' – formada por 'El espíritu del páramo', 'La ruina del cielo', El oscurecer' y 'Vista de Celama'–, eligió medio centenar «que conforman una armonía simbólica» y responden a la teoría de la novela compuesta.
Pero antes de Celama fue 'La fuente de la edad' y los cofrades que toman la decisión de buscarla en una merienda. Hacia la fantasía despegan las criaturas del Premio de las Letras de Castilla y León desde la realidad pedestre. «Cuento aventuras a la vuelta de la esquina. Quiero decir que mis personajes no van a cazar leones al África salvaje, es en la rutina, en la solvencia y el misterio de lo cotidiano, en ese más allá que está aquí mismo, donde les pasa todo: se destruyen o perviven sin necesitar ninguna distancia. Sus pasiones, sus quimeras, pueden tomar cuerpo apenas salen a la calle», escribe. En ese mundo intemporal le gusta jugar con sinónimos que hacen referencia a tiempos pretéritos.Así los canónigos son sotranches; los veterinarios, albéitares; los hospitales, sanatorios. Peregrinos descarriados, guardias poco rigurosos, periodistas sometidos a censura religiosa, funcionarios atentos, deambulan por esa provincia remota.
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Tras Celama, Luis Mateo Díez ha enfilado una senda de humor expresionista. «En esta fantasmagoría los personajes están en extrema fragilidad lo que da pie a lo cómico», decía al presentar 'Los ancianos siderales'.Desde 'El animal piadoso' (2009) publica en Galaxia Gutenberg. Allí ha fabulado sobre las enfermedades del alma, la precariedad a la que está abocada la juventud, la soledad acompañada en una residencia de ancianos o la relación con las mascotas, entre otras perchas sobre las que ha colgado su irónica prosa.
Contar es embaucar, eso le 'presta' a este cinéfilo que recientemente publicó con el ilustrador Emilio Urberuaga 'El limbo de los cines' (Nórdica). Uno de sus comerciantes, el que sale en el cuento 'La boca del pez', encuentra paralelismos entre su tarea y la de su autor: «Vender y comprar se parece a escribir y leer, una correa de transmisión que genera una complicidad imprescindible ya que nadie compra desconfiando y no es posible vender sin convicción».
A quien le intimide una obra tan extensa, la puerta de 'Invenciones y recuerdos' (Eolas) es un buen aperitivo que lleva a Babia, a Jauja, a Celama.
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