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Nunca hay silencio. No hay tregua ni horas buenas. No hay apoyos ni respiro. No hay paz en la vida de Inmaculada de Prado Gutiérrez. Ni la va a haber.
Su hogar se ha convertido en un espacio de rehabilitación y cuidados, con los cuchillos, ... tijeras y objetos punzantes escondidos bajo llave, los alimentos –solo bajos en calorías y muy medidos– a buen recaudo y el sobresalto permanente. Un grito, una rabieta, unas patadas, chillidos... incontrolables, difíciles de apaciguar y de distraer. Un poco de agua de la lluvia sobre la ropa y hay que volver a casa. Una contrariedad arbitraria, imprevisible, infundada, y descoloca el día, los planes. Por eso, la vida es un encierro, solo el colegio –de inclusión– regala algunas horas de sosiego para dedicarlas a la limpieza de la casa, la ropa, la compra o la comida «si no llaman para que lo recojas porque no pueden con él». Entre las paredes de la casa pasan los años.
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Sobre la mesa, doce citas en hospitales y con distintas especialidades todas para este mes de noviembre. Es lo más habitual. «Le tienen que volver a operar». Una manchita en la ropa y hay que cambiarse. Y siempre ruido, mucho ruido, sin remansos de tranquilidad. Por eso, el regalo de cumpleaños de esta madre es que alguien se ocupe de Alejandro un par de horas: «Entonces me siento en una habitación y no hago nada. Solo disfruto del silencio, de no oir nada», explica Inma.
Alejandro tiene 10 años y desde que nació ha sido un niño enfermo –lo diagnosticaron pronto, a los ocho meses–, con visitas continuas a médicos y terapeutas y con problemas graves. Pero los momentos más difíciles los trajo el tiempo cuando dejó de ser un bebé y junto a sus carencias físicas –paladar abierto, problemas de mandíbula– se asomaron las intelectuales. El día a día de su madre, y de su hermana Jimena de 16 años, son de una gran dureza. De lucha física y emocional sin descanso.
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El pequeño tiene el Síndrome Prader Willy (SPW), una rara enfermedad, sin cura, genética y que requiere logopedia, ejercicio diario, fisioterapia y estimulación además de apoyos ortopédicos y de aparataje para respirar de noche, otro para extraer mucosidades, pulsiómetro, nebulizadores «que hay que aprender a manejar, que asustan algunos al principio porque tienes que introducir un tubo hasta sus pulmones para sacarle los mocos, que requiere preparación y solo te muestran una vez cómo manejarlo. ¡Y dicen que no somos cuidadores profesionales!», explica Inma.
Pero nada de esto es lo peor. Ni el alto coste económico de pagar, aunque haya subvenciones son escasas (pensión no contributiva para el futuro) y cada muchos meses, el aparataje o el corsé. Ni haber tenido que dejar el trabajo para entregar la vida, todas sus horas, al cuidado de un hijo. Ni un divorcio cuando el pequeño tenía tan solo dos años y siete su hermana. Ni la falta de ayudas sociales –escasa la de la dependencia, insuficientes las sanitarias y ninguna para un respiro del cuidador–, tan solo el apoyo mutuo de las familias de la Asociación de Dependencia y Enfermedades Raras. Inma, además, cuida al hijo con discapacidad de otra madre cuando no tiene con quien dejarlo y tiene que trabajar.
«El hipotálamo no le funciona, y provoca que sienta la necesidad de comer siempre, no tiene freno y estos niños tienden a engordar muchísimo. Por eso la cinta de andar y la bicicleta estática para hacer ejercicio diario, la diete supestricta, sin excepciones, con cinco comidas al día y controlada, en plato y bol pequeños para que le parezca más. Estos niños pueden llegar a comerse pintura o cremas, no pueden evitarlo. Son pura ansiedad. El cuerpo les pide comer y comer», describe su madre.
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Pero tampoco esto es lo peor. Ni no poder tener en casa dulces o polvorones ni turrones en Navidad ni comer en familia porque no puede ver las comidas de su hermana «que requiere la alimentación contraria además porque está muy delgada». Además sufre disfagia y a veces se atraganta por lo que, aunque come solo, hay que estar vigilándolo; ya hemos tenido que ir varias veces a urgencias por atragantos». «Solo en las fiestas de Navidad comemos juntos los tres, pero la comida de Alejandro tiene que ser, nada especial. No podemos».
Nada de esto es lo peor. Lo que aterroriza a Inma es el futuro incierto y los trastornos comportamentales. Es lo que más atormenta a esta familia. La agresividad contra ella, a la que pega, pincha, araña... o contra otras personas«lo que me altera mucho más». Alejandro lleva tres años de tratamiento psiquiátrico.
Así día tras día. Además, Alejandro es un niño que físicamente no muestra signos de su enfermedad ni discapacidad. «Por eso cuando empieza, como me ha pasado, en el autobús a chillar, a querer pegar a los viajeros, a patalear, lo paso fatal. La gente me decía: ¡Señora un par de azotes, un poco de educación!'. Te juzgan, se meten contigo. A veces me dan ganas de colgarme un cartelito que diga que es discapacitado. Menos mal que el conductor me atendió y paró el autobús fuera de la parada para que nos pudiéramos bajar».
Alejandro habla con deficiencias similar a un tartamudeo y no sabe leer ni escribir; pero su mundo, su pensamiento se vuelca en la pintura. La adora. Y los cuadros de la casa son casi todos de él; incluido un retrato de Frida Kahlo, totalmente reconocible. Su madre le busca historias de personas que tuvieron logros pese a sus dolencias físicas. Por eso conoce a la artista mexicana.
Inmaculada lamenta que «tanta dedicación al pequeño y tantos problemas puedan perjudicar a su hija mayor. Es buenísima, responsable, estudiosa y procuro darle su espacio físico y de tiempo. No quiero, aunque me ayuda, que esto sea su problema. Y ya le he dicho que si me pasa algo a mí, su hermano debe ir a una residencia, no es su responsabilidad. Este es mi gran miedo, mi terror. ¿Qué pasará si me ocurre algo a mí? Tengo 51 años y puedo faltar, ¿Quién se va a ocupar de Alejandro? Me tortura la idea. Y tengo que soportar que la gente me diga que vivo bien, que así cuaquiera sin trabajar. Ojalá pudiera limpiar escaleras».
Inmaculada, una palentina de Guardo que vive en Valladolid desde hace muchos años, tiene el pelo canoso –«mi madre me riñe; pero lleva dos horas teñirse»– y una mirada triste, agotada. Repasa su día a día en un intento de conversación pausada y frena el mar de lágrimas que se asoma al borde de unos ojos limpios, siempre conteniéndose y habla de «mi tesoro» para entregarse a un pequeño que, sabe, «va a ir a peor porque la adolescencia, ya me lo han dicho, lo revuelve todo. Lo alterará».
Y no puede más; pero «tengo que poder. No hay opción».
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