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Losacio, la 'zona cero' del incendio forestal más grave de la historia reciente de España, es hoy un pueblo aliviado. ¿Contradicción? No. La ruleta ... de la fortuna, marcada por la dirección del viento. «Solo tuvimos suerte y nos tocó la lotería. El viento decidió soplar para el otro lado. Pero nos tocará la próxima vez». A sus 81 años, el alcalde, Santiago Campo, se acerca por primera vez hasta el origen del voraz incendio después de cuatro días con los accesos al pueblo bloqueados.
Desde que se inició a media tarde del pasado domingo, ha arrasado 31.473 hectáreas de la comarca de Tábara, se ha llevado las vidas de un bombero forestal y un ganadero, y deja otras 15 personas heridas, tres de ellas con quemaduras. Vecinos de 34 localidades tuvieron que ser desalojados durante estos días.
Todo comenzó en la peña El Cueto, a unos tres kilómetros de Losacio. El rayo impactó junto a una torre de alta tensión. «Pasamos mucho miedo -relata Santiago-. El fuego rebotaba de un lado para otro. Parecía que tenía vida propia. La línea del tren hizo de cortafuego. Solo así se explica que 'volara' hasta Tábara, que está a 18 kilómetros».
También fue clave la intervención de los vecinos. Otra historia de arrojo y valentía para defender sus pueblos por encima de las órdenes de los responsables de extinción. «Doce residentes del pueblo cortaron con sus máquinas. Si no, se mete más para aquí», continúa Manuel Fernández, yerno de Santiago y concejal, reunido con otros vecinos en el único bar del pueblo.
«Cogí mi tractor y fui hacia el fuego. 90.000 euros directos a las llamas -explica José Antonio Crespo, uno de los dos ganaderos de vacuno que quedan en Losacio-. Me la jugué pero si no voy yo a salvar a mi ganado, nadie lo hará. Porque el lunes se reactivó y ¡no vino nadie a ayudarnos! ¡Decían que valía más la subestación de Iberdrola que el pueblo!».
Es jueves, el primer día en que se ha abierto el tráfico en la zona después de cuatro jornadas sofocando los distintos fuegos. En el bar, los vecinos dan rienda suelta a la pesadilla que han vivido. «El viento lo llevó hacia las laderas que miran hacia Tábara. Pero en diez minutos recorrió una gran distancia. Nunca vimos nada igual», resume José Ferrero, el tercer y último edil de este pueblecito de apenas 90 habitantes.
Si se analiza la historia reciente de Losacio, sinónimo ya de la devastación forestal, se entiende lo que está pasando en Zamora y el resto de la España rural.
Con 62.000 hectáreas calcinadas en apenas un mes (Sierra de La Culebra y ahora la comarca de Tábara), Zamora no solo encabeza la siniestralidad forestal. Es la provincia más envejecida de España y la que más población pierde. Hace 20 años aún rozaba los 200.000 habitantes. Se desangra a un ritmo de un casi 1% anual y ahora apenas supera los 165.000.
Ahora encabeza las estadísticas de tierras perdidas. En la provincia, en la que hay un fuerte movimiento social contra la despoblación (y ha habido dos manifestaciones por los incendios), ya se consideran «capital de la España vaciada y calcinada».
El octogenario alcalde de Losacio recuerda sus años de juventud, cuando en los años 50 y 60 del siglo pasado «había en Losacio 4.000 ovejas y cabras, cientos de vacas. No había ni una sola jara ni un matojo en los montes de alrededor». Entonces tenían hasta parada de tren, cuyos restos y naves ha calcinado el fuego. La vía, reutilizada para el AVE a Galicia, ve pasar de largo trenes de última generación. De alguna forma, la modernidad que les ha dejado al margen también ha hecho de cortafuego para evitar que les borraran definitivamente del mapa.
Hoy apenas quedan dos ganaderos, con menos de 200 cabezas. Y uno de ellos, José Antonio Crespo, busca algún claro no calcinado en el que meter sus reses. «Me ha quemado 80 hectáreas de pasto. Deben quedar menos de la mitad. Estoy metiéndolas en fincas privadas. Si me dan un toque, me tendré que ir», se teme. Tras él, en un prado agostado, un par de vacas recién paridas en pleno incendio atienden a sus terneros. La vida sigue abriéndose paso. «Nos da fuerza para seguir peleando por este modo de vida».
El viaje hacia el interior de estos 360 kilómetros cuadrados convertido en hollín forestal es una sucesión de fumarolas y turberas que mantienen tensos a los equipos de extinción. El riesgo ha bajado a nivel 1 (fuera de peligro casas y bosques) pero los retenes no dejan de pasar de un lado a otro. Una visibilidad que ya querrían los vecinos cuando el fuego cercaba sus casas entre el domingo y el martes.
En San Martín de Tábara, a 7 kilómetros de Losacio. La negrura lame las tapias del cementerio, las paredes del depósito de agua, las puertas de un almacén y el campo de fútbol, en pleno centro de pueblo. Al menos, la fuente situada junto a una portería mana fresca y abundante agua. Es el improvisado centro de reunión de vecinos.
«Lo que peor llevo es que dejarán entrar las llamas hasta aquí», protesta Otis Lorenzo, que a sus 85 años, sigue pastoreando unas pocas vacas y ovejas, a las que «no les ha quedado ni un 'pradito' para comer». Porque en San Martín se ha quemado el 100% del término. «Tenemos casi 3.500 hectáreas y no ha quedado ninguna sana, salvo el propio pueblo», informa Ethan, un chaval de 15 años muy hábil en redes sociales.
Exhibe en su móvil el mapa del sistema Copérnico europeo de medición. «Ahora mismo tenemos el aire más contaminado de España». En la pantalla muestra un manchurrón negro sobre Tábara. Ethan es una anomalía humana en esta tierra de mayores. No teme al desastre. «En cuanto acabe la Secundaria me vengo para el pueblo a trabajar ¿Cuánta gente conoce usted que quiera hacer eso?», reta el adolescente.
A su lado, el alcalde pedáneo, Miguel Río, otro político en tiempo de prolongación vital, revive un fuego que «era muy malo y no lo podía apagar nadie». Y, a pesar de ello, «por San Martín no ha pasado ni un solo helicóptero. ¿No le dará vergüenza a Mañueco?», se pregunta bajando la voz como si pudiera escucharle el presidente de la Junta de Castilla y León.
Río, lo es todo en San Miguel. Político, agricultor y ganadero. Su casa es una de dos viviendas afectadas por el fuego.
Por todos los pueblos se recogen relatos que hablan de un fuego que «parecía tener vida propia, capaz de acelerar, avanzar y frenar como si fuera un pelotón ciclista». No solo es el mayor de la historia reciente. También es el más agresivo.
«Nunca he visto crecer tanto un fuego en tan poco tiempo», resume el ingeniero forestal, miembro de la red Copérnico y divulgador de la nueva realidad climática en su cuenta de Twitter Educación Forestal, Celso Coco. En 81 años, Santiago Campo ha visto de todo. «Pero nunca un fuego que, en 10 minutos de reloj, recorrió kilómetros».
Apenas un mes después, este fuego ha desbancando en dimensiones y violencia al de la vecina Sierra de La Culebra (24.737 hectáreas arrasadas). Se dijo que fue el más rápido de la historia. Pero no hay precedentes de una bola de fuego tan cambiante, con vida propia, capaz de devorar 11.000 hectáreas en solo cuatro horas.
Solo así se explica, las escenas del juego del 'gato y el ratón' que las llamas han dramatizado con personas como Àngel Martín, cuya imagen ardiendo tras saltar de un tractor cerca de Tábara han dado la vuelta al mundo. Ahora se recupera en el hospital Río Hortega de Valladolid de las quemaduras en el 80% de su piel.
Los vecinos de esta zona parecen cortados por un espartano patrón de resistencia. «Lo que se ha perdido por la fuerza, lo vamos a recuperar por la fuerza», se anima Unai García. Este joven agricultor de apenas 18 años y su familia regentan una finca a las puertas de Tábara, cabecera de la zona (750 habitantes) donde se logró vencer al fuego.
Las llamas se quedaron «a un metro» de la montaña de alpacas a la entrada de la finca para alimentar a sus ovejas. Se suma al coro general de la descoordinación y las quejas de los servicios de extinción, sean públicos, privados o militares. «Si llegar a caer una chispa arde todo. Estaban aquí los de la UME (Unidad Militar de Emergencias) y miraban mientras nosotros apagábamos».
La llamada de la tierra ha devuelto a la comarca a algunos de los jóvenes que emigraron a las capitales. Es el caso de Clara Río, que trabaja de técnica de prevención en Madrid y contempla impotente cómo el fuego abrazó la casa familiar de San Martín de Tábara. «Está empezando a llegar la solidaridad de mucha gente que nos ofrece comida para los animales. Pero cuesta canalizarla porque aquí la gente no se maneja en redes sociales. Nos falla hasta la cobertura».
El fuego se ha tragado parte de las traseras y cobertizos. Adiós al pan casero que su familia elaboraba en un horno de piedra tradicional y usando leña de la zona, sobre todo jaras para darle un horneado único. «Da dolor ver la casa de la abuela quemada -se emociona Clara-. No solo es lo de ahora, es ver cómo se pierde por completo una forma de vida».
En Tábara, cerca del mando único de Extinción, dos miembros de los retenes de extinción, exhaustos y decepcionados, mascullan su cansancio y desolación en la terraza del restaurante El Roble. «El monte es nuestro, siempre estuvo ahí. No lo puso la Junta. Pero habrá próxima vez. Y ya no quedará nada que quemar», lamenta José Ferrero.
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