A punto de la coronación Sus obsesiones, excentricidades, relaciones sentimentales... Así es el rey Carlos en la intimidad: hablan amigos, empleados... y no siempre bien
Falta menos de un mes para la coronación de Carlos de Inglaterra. Pero ¿qué clase de rey será? ¿Bondadoso, trabajador y felizmente casado? ¿O inseguro, melancólico e irascible, capaz de montar un numerito porque la estilográfica no funciona? Depende de a quién se lo preguntes. Amigos, empleados, periodistas... hablan del monarca más íntimo.
Todas estas cosas tienen algo en común: la medicina alternativa, el Museo Nacional británico, los agricultores ingleses, las cabañas en la Antártida y el mero chileno. ¿Qué es? Respuesta: el rey de Inglaterra en algún momento ha expresado una taxativa opinión al respecto. El listado, de hecho, es mucho más largo, incluye casi toda la arquitectura habida y por haber, la agricultura en su totalidad, las ardillas rojas, los tejones y el Teatro Nacional, edificio que Carlos describió como «un taimado pretexto para la construcción de una central nuclear en pleno centro de Londres».
El perpetuo heredero al trono por fin ha comprobado lo mullido que es. Pero ¿va a estar a la altura del cargo? Un amigo describe al soberano como «un hombre con empuje, que se ha propuesto aprovechar el tiempo que le queda de reinado para cambiar algunas cosas y dejar su impronta personal».
Hace unos años, cuando le preguntaron si una vez coronado seguiría expresando sus opiniones de forma tan clara y pública, su respuesta fue cortante: «No soy tan imbécil. Tengo claro que hay un antes y un después de acceder al trono». De hecho, Isabel II apenas articuló palabra en público sin un guion de por medio y, desde luego, se fue a la tumba sin dar su parecer sobre los tejones. A su hijo mayor quizá le resulte más difícil, por cuestión de carácter.
«Carlos ansiaba la aprobación de su madre, pero sabía que nunca iba a obtenerla. A ella le disgustaban su dependencia emocional, su sensiblería, su natural alambicado, la obsesión consigo mismo...»
Algunas de sus amistades comparan al monarca con el asno Ígor de Winnie the Pooh, proclive a la melancolía y la autoconmiseración, por no hablar de la irritabilidad perceptible el día de la proclamación y la famosa estilográfica que no funcionaba bien. La reina, Camila, enseguida se la cambió por otra. De hecho, se considera que es la persona que mejor se maneja con él, la que lo anima, lo mima, lo insta a actuar si se muestra indeciso y, sobre todo, sabe cómo convencerlo del curso que debe seguir después de que el séquito real lo haya intentado sin éxito.
Un secretario de prensa la describe como «el tribunal de apelación final, el último recurso». El diseñador Robert Kime, que ha decorado varias de las casas de Carlos, compara al rey con un faro: brillante pero efímero e intermitente, pues pronto pasa a centrarse en otra cosa. El fallecido escritor James Lees-Milne se mostró más severo tras compartir una cena con él: «El problema, ¡ay!, es que también es ignorante. Por mucho que se esfuerce, a veces no alcanza a comprender según qué cosas».
Tina Brown, autora del libro The palace papers ('Los papeles de palacio'), cita a un conocido que lo tiene claro: el problema de Carlos es que siempre ansiaba obtener la aprobación de su madre, «pero a la vez sabía que nunca iba a obtenerla. Porque a su madre le disgustaban ciertos aspectos de su persona: su dependencia emocional, su sensiblería, su natural alambicado, la obsesión consigo mismo. Carlos se interesaba por las artes, defendía determinadas causas con sinceridad y no por obligación protocolaria... Cosas que a ella le repateaban».
«Parece un bizcocho»
Isabel tenía 22 años cuando Carlos vino al mundo por cesárea en el palacio de Buckingham, el 14 de noviembre de 1948. El padre comentó con su desparpajo acostumbrado: «Parece un bizcocho». Al 'bizcocho' lo criaron las ayas y niñeras. Carlos contó a su biógrafo, Jonathan Dimbleby, que fueron ellas, y no sus padres, las que jugaron con él y le leyeron cuentos mientras la reina se ocupaba de sus labores reales o del jardín. Las ayas lo llevaban a ver a su madre a las nueve de la mañana en punto y luego un rato por las tardes... pero no todas. «Si la reina hubiera dedicado a sus hijos la mitad del tiempo que a sus caballos, la familia real habría salido menos disfuncional», observó un secretario privado.
Carlos creció «emocionalmente distanciado» de sus padres y, claro está, emocionalmente reprimido. Aunque es muy posible que Carlos considere que reprimir los sentimientos es algo positivo, una muestra de entereza. Enrique, el duque de Sussex, ha escrito en su libro En la sombra que, el día de la muerte de su madre, Carlos se limitó a sentarse junto a su «muchacho tan querido» y a palmearle la rodilla, un poco, sin llegar a fundirse en un abrazo.
Carlos se presentó a más de una cena llevando el martini ya preparado a su gusto. Y, cuando iba a pasar el fin de semana en el casoplón de algún amigo, hacía instalar la cama y el mobiliario reales, con cuadros y todo
El escritor Lees-Milne, como hemos visto, pensaba que Carlos no era un titán intelectual, pero no se puede achacar a la educación que recibió, pues es el primer monarca británico con título universitario. Un informe del colegio lo describe como «voluntarioso. Más inteligente que el promedio». Su tutor opinaba que «tiene mucho empuje y gran valor físico. Es un muchacho hecho y derecho».
En 1962, al muchacho hecho y derecho lo despacharon a Gordonstoun, un internado de régimen espartano. Allí pasó cinco años malos. Uno de sus compañeros reconoció que «había alumnos que se ensañaban con él. Carlos estaba muy solo. Había un par que alardeaba de 'sacudirle el polvo' al principito: en los partidos de rugby le retorcían las orejas y lo cubrían a mamporros». En una misiva privada describió el colegio como «un absoluto infierno».
A la vuelta, su padre decidió que el chaval tenía que encallecerse aún más y lo despachó a Australia. Valentine Low, un periodista de The Times, cuenta que Carlos pasó seis meses talando árboles y haciendo lo posible por dominar el arte del bumerán. A continuación, se matriculó en el Trinity College de Cambridge para estudiar Arqueología y Antropología, aunque luego se pasó a la Historia. Se licenció en 1970 con unas notas del montón.
Durante su época de estudiante fue proclamado príncipe de Gales en el castillo de Caernarfon. Tras el último curso en Cambridge, el futuro marido de Diana se entrenó como piloto de aviones de combate y de helicópteros. En 1976 dejó las fuerzas armadas. Y llegaron los problemas. «El gran problema en mi existencia –explicó ese mismo año– es que no sé cuál es mi papel en la vida. Ahora no tengo ninguno. Y debo encontrar uno, sea como sea». Así que el heredero creó una fundación... y se lanzó a decir lo que pensaba sobre esto o aquello: desde los perjuicios de los plásticos a la arquitectura moderna...
«Es un jefe muy exigente»
El rey siempre empieza la jornada igual. Se levanta antes de las siete de la mañana y lee los periódicos que le han dejado en una bandeja. Bebe té en una porcelana china, con la radio conectada a la BBC. En ropa interior como está, a veces hace algún ejercicio gimnástico: el pino, por ejemplo, que es bueno para la columna. Se viste: traje a medida de su sastre de Savile Row, camisa a medida de su camisero en Jermyn Street, zapatos a medida del zapatero real. Se aplica colonia Eau Sauvage y desayuna fruta, semillas y yogur. A las ocho se pone con los papeles en su escritorio. Comienza el trabajo.
Atiende los compromisos hasta las cinco, momento en que hace un alto para tomar un sándwich y una porción de pastel. En su momento declaró: «Si almuerzo, ya no funciono». Toma un poco de té y sigue trabajando hasta la cena, que le sirven a las ocho y media en punto. Y continúa trabajando desde las diez hasta la medianoche.
Cada medio año le hacen entrega de su agenda para los próximos seis meses, elaborada con precisión militar, compuesta de invitaciones de patronazgos y organizaciones benéficas y eventos como el Día de los Veteranos o la apertura del curso parlamentario. «Es un jefe exigente porque se exige mucho a sí mismo», explicó un colaborador a Valentine Low.
Esta fuente agregaba que a veces podía hacer gala de un temperamento volcánico y ponerse a patear el mobiliario con rabia. No le gustaban las críticas y se rodeaba de personas que nunca lo contradecían. En paralelo, a Carlos le encanta hacer de conciliador y junta a personalidades muy diversas en aras de alguna causa de su interés.
En su día se ponía muy nervioso antes de pronunciar un discurso sobre una cuestión polémica, y después era frecuente que se arrepintiese de lo dicho. «Ojalá pudiera llevar una vida tranquila, todo sería más fácil», escribió en una carta fechada en 1989.
Ella «lo comprende en el plano sexual»
El príncipe conoció a Camila Parker Bowles en 1971, y hay dos versiones sobre el asunto: en la primera, Camila se le insinuó en un juego de polo; en la segunda, los presentó Lucia Santa Cruz, una amiga mutua que conoció a Carlos en Cambridge (aprovechando para desvirgarlo) y que era vecina de Camila. Salieron juntos, pero Camila estaba prendada de Andrew Parker Bowles. Y acabó casándose con él.
Tina Brown asegura que Camila fue «muy astuta» y logró que la sombra de Carlos siguiera proyectándose sobre su matrimonio con el adúltero Parker Bowles al conseguir que fuese padrino de su primer hijo y que siguiera viva la chispa sexual entre ambos, con derecho a veto sobre novias, en función de la amenaza que pudieran suponer sobre la propia Camila. Corre la leyenda de que, en un baile al que Carlos acudió con una acompañante que no era del gusto de Camila, esta se besuqueó apasionadamente con el príncipe en plena pista. «A su majestad le gusta mucho mi señora –observó lacónico Parker Bowles– y a mi señora le gusta mucho él, o eso parece».
Para Carlos, Camila nunca ha sido algo negociable. Tina Brown la describe como «la que mejor lo comprende en el plano sexual y emocional».
Tras la muerte de Diana, Camila no suponía peligro para la monarquía, pero Carlos seguía sin casarse con ella. La gota que colmó el vaso fue el lugar que iba a ocupar en un banquete de bodas. Carlos era el invitado de honor, pero Camila se enteró de que a ella iba a tocarle no ya un asiento algo lejano, sino el equivalente a un destierro en Siberia. Y se plantó. Carlos tendría que ir sin ella o abstenerse de asistir.
Camila es la única que sabe convencerlo cuando el séquito real lo ha intentado sin éxito. Un secretario de prensa la describe como «el tribunal de apelación final, el último recurso»
Carlos se abstuvo, claro. En paralelo, el padre de Camila, que tenía 87 años, apretó las tuercas al príncipe y le espetó que ya estaba bien de jugar con su hija. Y la reina Isabel terminó por concluir que, ya que Camila no iba a desaparecer, lo mejor sería aceptarla. Rodilla en tierra, Carlos pidió su mano en Balmoral, y la boda tuvo lugar en Windsor en 2005. La reina pronunció un discursito muy sentido y pasó el resto de la velada mirando las carreras de caballos por televisión.
Ahora que es monarca, Carlos tendrá que vigilar su punto débil: su insistencia en estar a bien con los que su padre llamaba «esos extranjeros babosos», muchos de ellos del golfo Pérsico, siempre dispuestos a donar fondos para sus proyectos benéficos.
Carlos tomó en préstamo una fortuna para adquirir Dumfries House, una imponente mansión en Escocia, lo que provocó un escándalo porque se supo que el dinero, en parte, se obtuvo mediante la dispensa de honores a individuos dudosos. Detrás del tejemaneje se encontraba el 'fontanero' real Michael Fawcett, quien presentó la dimisión.
Carlos también puede ser descortés con sus amigos: se presentó a más de una cena trayendo el martini ya preparado a su gusto. En The palace papers se cuenta que, cuando iba a pasar el fin de semana en el casoplón de algún amigo, era frecuente que un camión se presentase la víspera y que unos operarios instalasen en el cuarto de invitados la cama y mobiliario reales, con sus cuadros en las paredes y todo.
El mencionado 'fontanero' Fawcett supervisaba la disposición de los cuadros y, a continuación, indicaba a la señora de la casa qué era lo que su alteza tenía ganas de comer. Llegada la hora del condumio, el guardaespaldas real hacía entrega del martini real al mayordomo para que lo vertiera en la copa del príncipe.
La reina era conocida por su espíritu ahorrativo: la estufa eléctrica a baja potencia y túpers para las sobras. La vida doméstica de Carlos recuerda más a la de su bisabuela, que a la hora de las comidas convocaba al servicio con una campanilla de Fabergé cubierta de perlas. Como pasaba en el hogar de la abuela, las residencias de Carlos están atestadas de cosas, y un amigo llega a considerar que el monarca sufre del síndrome de Diógenes. Las mansiones de Clarence House y de Birkhall son un caos de alfombras, cojines, cortinas, porcelanas, libros y fotografías con marco de plata.
Carlos ha conseguido el trabajo de su vida bastante después de la edad habitual de jubilación, pero como dijo en un discurso hace 50 años: «Lo fundamental es perseverar. Aunque te estrelles diez o veinte veces. Lo que no siempre es fácil, pues hace falta esfuerzo, voluntad y disciplina». Y una pluma estilográfica que funcione.
© The Sunday Times Magazine
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