El desafío del Sahel
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El desafío del Sahel
Más de 30 millones de árboles, plantados uno a uno, a lo largo de ocho mil kilómetros que atraviesan 11 países. Pocas iniciativas en el mundo son más ambiciosas. Puede que también sea una de las más utópicas, pero el hecho es que, en la última década, esos 30 millones de árboles se han plantado. Es cierto que solo son una mínima parte del proyecto global que frenaría, de lograrse, la desertificación del Sahel. Y es cierto que entre un 20 y un 50 por ciento, dependiendo del país, son árboles que se secan de nuevo. Pero aun así, millones de árboles se levantan hoy donde hace poco solo había arena.
Es la Gran Muralla del Sahel, una iniciativa de la Unión Africana, financiada por los países implicados, el Banco Mundial, la Unión Europea y Naciones Unidas. El objetivo, cuando arrancó en 2007, era detener la expansión del Sáhara plantando una barrera de árboles al sur del desierto. Pero sus verdaderos retos son mucho mayores: transformar la vida de los habitantes de la región haciendo cultivables miles de hectáreas, dar a los jóvenes subsaharianos una perspectiva de futuro que en sus propios países les brinde otras oportunidades de vida sin necesidad de emigrar y que ese muro verde —que, de culminarse, alcanzaría el tamaño del Amazonas— sea relevante para reducir el dióxido de carbono en la atmósfera que afecta a todo el planeta.
La Gran Muralla es el sueño de mucho africanos, pero quien empezó a materializarlo fue la bióloga keniana Wangari Maathai, la primera mujer africana en recibir el Premio Nobel de la Paz, en 2004. Fue ella la que en 1977 puso en marcha el 'Movimiento del Cinturón Verde': convenció a cientos de mujeres para ir al bosque a recolectar semillas de árboles y reutilizarlas para plantar otros. Comenzaba así un proyecto que luchaba contra la deforestación, la erosión y la sequía e impulsaba el trabajo conjunto de las mujeres, reivindicando para ellas un nuevo papel en la sociedad. Maathai murió de cáncer en 2011, cuando el muro verde del Sahel apenas arrancaba. Las premuras medioambientales hoy son todavía mayores que las de entonces. Pero su 'cinturón' va camino de convertirse en una gran muralla, pese a todas las dificultades.
El más claro ejemplo de las crecientes dificultades en el África subsahariana es lo sucedido en los alrededores del lago Chad, la gran reserva de agua dulce para tres países: Níger, Chad y Nigeria. En las últimas décadas el lago, de 25.000 kilómetros cuadrados de longitud, se ha reducido en un 90 por ciento como consecuencia de las cada vez peores sequías, las lluvias erráticas y la tala de árboles, provocando que la temperatura aumente 1,5 veces más deprisa que en el resto del mundo. Todo ello dificulta la siembra, provoca subidas en los precios y, por ende, malnutrición. Cinco millones de personas se han visto forzadas a desplazarse.
A ello se suma –o de ello se deriva– que la región sea también un continuo foco de conflictos. Los gobiernos han sido doblegados por organizaciones terroristas como Boko Haram o el Estados Islámico ante la falta de perspectiva para los habitantes de esa zona del planeta. El descontrol en Malí, que podría agravarse con la retirada de las tropas francesas y la actual guerra 'de facto' en Etiopía, no auguran nada bueno en un futuro cercano.
Ante este panorama, la pregunta evidente es ¿merece la pena invertir miles de millones en plantar árboles? A juzgar por las partes implicadas, sí. Eso se decidió al menos en las dos grandes citas medioambientales internacionales celebradas el año pasado.
El proyecto de la Gran Muralla inicial fijaba 2030 como fecha límite para su finalización. Sin embargo, a nueve años de alcanzarla, aún queda mucho por hacer. Hasta el momento se han restaurado 4 millones de hectáreas de tierra de los 100 millones previstos, lo que supone únicamente un 4 por ciento del objetivo global.
El proyecto necesita un impulso inversor. Desde sus inicios se han logrado reunir unos 1.100 millones de dólares de inversión conjunta entre los países de la Unión Africana y la ayuda extranjera. Y, aunque es casi milagroso implicar a 20 países africanos en un proyecto ambiental conjunto, el dinero es insuficiente. Se calcula que el coste total de la intervención rondaría los 35.000 millones de dólares.
La buena noticia: siguen llegando inversores. En la cumbre ‘One Planet’ celebrada hace un año en París, el presidente francés, Emmanuel Macron, y otros líderes mundiales anunciaban la creación del Acelerador de la Gran Muralla Verde con una recaudación inicial de 14.300 millones para impulsar el proyecto. Desde entonces, otras organizaciones se han sumado llegando a los 19.000 millones.
Además, en la cumbre de Glasgow COP26 en noviembre pasado no se olvidaron de la muralla africana: la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, prometió reforzar las ayudas europeas para el proyecto africano, con 700 millones de euros anuales.
Los beneficios de la Gran Muralla ya han comenzado a materializarse; hasta el año 2019 se crearon, gracias al proyecto, alrededor de 335.000 nuevos trabajos en las actividades de reforestación y comercio de materias primas derivadas de las mismas. Además, 11 millones de familias pudieron cultivar los alimentos necesarios para sobrevivir cada año, sin verse obligados a migrar. Solo en Níger, según la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación, se producen 500.000 toneladas más de cereales al año gracias a la reforestación.
Aunque es Senegal el país que más ha avanzado en esta iniciativa. Allí, centenares de trabajadoras plantan árboles cada año durante seis semanas, en la estación favorecida por las lluvias. Durante esas semanas ganan 96 dólares, lo que es mucho para la región. Pero según cuentan ellas mismas no es solo el salario puntual lo que las motiva. El mayor logro es que, al conseguir que los árboles crezcan y favorezcan los cultivos, no tienen que pastorear con la ganado y moverse de un lugar a otro con sus familias y eso permite la escolarización de sus hijos. Que puedan establecerse y llevar a sus niños al colegio es la mejor consecuencia de plantar un árbol.
Todo ello es un logro incluso desde el 'egoísta' punto de vista del Primer Mundo. En el Sahel viven unos 150 millones de personas; dos tercios, menores de 25 años. La región tiene el índice de natalidad más alto del mundo. Y la sequía y al deforestación les fuerzan a emigrar. El Banco Mundial predice que el cambio climático hará que unos 85 millones de subsaharianos intenten llegar a Occidente en los próximos años. Solo darles soluciones en sus propios países evitará que intenten cruzar a otros. La muralla verde pretende ser esa solución. Solo requiere pensar a largo plazo. Y apostar por los pequeños gestos. Es «la estrategia del colibrí», que promovía Wangari Maathai.
Contó Maathai en una conferencia internacional en 2006 un cuento convertido en metáfora de quienes, como ella, no están dispuestos a rendirse por abrumador que sea el desafío. En el bosque se desata un gran incendio y todos los animales huyen. Todos, menos el colibrí que, viendo cómo arde su hogar, va y viene dejando caer cada vez una pequeña gota de agua con su pico sobre las enormes llamas. Los otros animales se burlan de él: «¿Qué haces? no puedes apagar un incendio con gotas de agua». Jadeante, el colibrí, responde: «Yo estoy haciendo todo lo que que está en mi poder». Maathai lo tenía claro: «Puedo ser insignificante, pero yo no quiero quedarme mirando cómo el planeta se va al carajo. Yo seré un colibrí».
El 50 por ciento del territorio de Israel es desierto. Cuando se fundó el estado en 1948 había apenas 20 millones de árboles en todo el territorio y hoy hay 300 millones. No solo eso, a pesar de la carencia de agua, produce alimentos suficientes para abastecer a su población. El 'milagro' pudo hacerse realidad gracias a los recursos económicos que se destinaron al desarrollo de nueva tecnología para aprovechar al máximo sus limitados recursos naturales. Hoy viven de la agricultura incluso en las regiones que limitan con el desierto del Néguev, al sur del país. Los responsables de ese desarrollo, que se cuentan entra las 1200 empresas israelíes dedicadas a combatir el cambio climático, lo tienen claro: «Tenemos tecnología para revivir los desiertos de todo el mundo».