El barco fantasma
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El barco fantasma
Viernes, 15 de Marzo 2024, 10:34h
Tiempo de lectura: 7 min
Las leyendas de los inuits recuerdan las espantosas figuras que sus cazadores descubrieron entre la niebla: hombres blancos, famélicos, con los rostros marcados por la enfermedad, con unas bocas que eran agujeros vacíos, sin dientes, prueba clara de escorbuto. En los relatos se habla de un grupo de hombres que, con sus últimas fuerzas, arrastraban un bote grande y un trineo por el suelo helado. En una de sus botas altas guardaban trozos de otros hombres blancos.
Los hombres blancos eran parte de la tripulación de Sir John Benjamin Franklin. En 1845, el explorador británico comandó una expedición formada por los navíos de guerra Terror y Erebus para encontrar el mítico paso del Noroeste, la ruta marítima más corta entre Europa y Asia. Sin embargo, Franklin, sus naves y sus 129 hombres desaparecieron en el hielo sin dejar rastro.
En los años siguientes se enviaron hasta 40 expediciones para descubrir qué había ocurrido. En la búsqueda del Terror y el Erebus han muerto más hombres que en la misión de los dos barcos perdidos.
El misterio finalmente quedó resuelto en 2016 cuando expertos de la organización canadiense Arctic Research Foundation encontraron el Terror en perfecto estado: como si fuera un barco fantasma, yace casi intacto en el fondo del océano helado, a solo 24 metros de profundidad, recto, apoyado sobre su quilla. Los tres mástiles están rotos, pero descansan sobre la cubierta. Incluso las ventanas de cristal del camarote del capitán han resistido los embates mar y el tiempo. Según el jefe de operaciones de la organización, Adrian Schimmowski: «Si pudiéramos sacar el barco a la superficie y achicar el agua, flotaría sin problemas».
El Erebus lo encontraron –mucho más deteriorado–dos años antes. La posición de ambos barcos apunta a una historia heroica y terrible. Unos pocos hombres de la tripulación debieron aventurarse a saltar a tierra, en un último combate por la supervivencia.
Los restos del Terror se localizaron gracias a un golpe de suerte. Un marinero inuit le contó al jefe de la expedición, Adrian Schimmowski, una anécdota que desencadenó el hallazgo. Le comentó cómo un día que salió a pescar vio a los lejos un enorme trozo de madera sobresaliendo del hielo en la costa occidental de la isla del Rey Guillermo. Parecía un mástil. El jefe de la expedición decidió probar suerte y dar un rodeo por aquella bahía. Cuando ya viraban para regresar, una forma extraña apareció en la pantalla del sónar. Era la silueta de un barco muy grande.
Inmediatamente, el equipo envió un robot submarino a las profundidades: empezaron a aparecer planchas de madera, una rueda de timón, un casco, un enorme bauprés, hasta la campana de un barco. Una gruesa ancla salía de su escobén, como si alguien hubiese fondeado tranquilamente antes de que el navío se hundiera. Además, de la cubierta asomaba una chimenea, objeto muy poco habitual en los veleros de aquella época, pero con el que sí contaba el Terror.
El robot entró por un agujero abierto en el casco del buque y grabó unas botellas de vino, unas latas de conservas en un estante, camarotes, una especie de escritorio con los cajones abiertos. El Terror y el Erebus fueron equipados con todo lo que la tecnología de la época podía ofrecer. Llevaban un daguerrotipo, el precursor de las cámaras fotográficas; víveres y suministros para tres años, incluidas miles de latas de conservas; y unas máquinas de vapor de varias toneladas de peso para esquivar la amenaza del hielo flotante. Como las máquinas consumían cantidades ingentes de agua dulce, se montaron unas desalinizadoras alimentadas con carbón, que también producían agua potable. Nadie podía prever que probablemente las desalinizadoras y las conservas causaron el envenenamiento de la tripulación.
La pista la han proporcionado los cadáveres perfectamente conservados de tres marineros que encontró un equipo de científicos canadienses. Parece que Franklin echó el ancla frente a una pequeña isla llamada Beechey para pasar el primer invierno. Allí murieron aquellos tres hombres. Fueron enterrados en el permafrost. El verano siguiente, los barcos siguieron avanzando a buen ritmo, pero el hielo sorprendió a la expedición al oeste de la isla del Rey Guillermo. Murieron 9 oficiales y 15 marineros. Lo peor es que el hielo siguió impidiendo avanzar a los barcos durante todo el verano hasta enlazar con el siguiente invierno.
Mientras, en marzo de 1848, ante la falta de noticias, la Armada envió al Ártico varias misiones de búsqueda. Sin éxito. Siguieron sucesivas expediciones con el mismo resultado. Cuatro años más tarde circularon por Londres los informes del científico escocés John Rae, que había conversado con los inuits de la costa norte de Canadá. El anciano In-Nook-Poo-Zhe-Jook le habló de aquellos hombres blancos medio muertos que intentaban arrastrar un bote sobre el hielo de la isla del Rey Guillermo. Otros le contaron que los blancos se habían convertido en caníbales
La mujer de Franklin, Lady Jane, no quiso creerlo. El escritor Charles Dickens se puso de su parte y descalificó a Rae. En las décadas siguientes, los científicos confirmaron que los inuits tenían razón. En muchos lugares se encontraron huesos de integrantes de la expedición con las marcas inconfundibles de cuchillos de metal, algo de lo que los inuits carecían en aquella época.
Lady Jane envió su propia expedición a la isla del Rey Guillermo. Hallaron un extraño montículo de piedras. A su alrededor, restos de la equipación de Franklin: un sextante, un maletín médico, la tapa de una caja para transportar armas... En medio del montículo había guardado un pequeño cilindro con un mensaje de los desesperados hombres de la expedición.
Los barcos estaban atrapados en el hielo, decía la misiva, y añadía que Franklin había muerto en junio de 1847. Comunicaban que habían decidido abandonar los barcos y que intentarían alcanzar a pie un lugar llamado Back’s Fish River, ya en el continente, a muchos cientos de kilómetros al sur. Pasado ese río había un puesto comercial. No tenían ninguna posibilidad de éxito. Poco más adelante, Lady Jane y sus expedicionarios hallaron un bote cubierto por la nieve. En el interior reposaba el esqueleto de un hombre corpulento, tapado con pieles y mantas. Era uno de los oficiales. También hallaron huesos de un hombre de pequeña estatura. Además, en el interior del bote había relojes de oro, cubiertos de plata, libros religiosos, botones de la Armada pipas, tabaco… en absoluto el tipo de cosas que uno lleva cuando pretende arrastrar un bote por el hielo durante cientos de kilómetros.
¿Por qué los hombres dejaron el refugio que ofrecían los barcos? ¿Y por qué, a pesar de todos sus suministros, estaban tan enfermos? En 1984, el antropólogo Owen Beattie viajó con otros expertos a la isla de Beechey para estudiar los cadáveres rodeados de hielo de los únicos muertos de la expedición que fueron sepultados convenientemente. Certificaron que tenían altas concentraciones de plomo, lo que podría explicar su desorientación y debilidad. El plomo estaba en las latas de conservas que llevaban a bordo. Poco después, otro científico completó la teoría: también eran de plomo las tuberías de las máquinas con las que la expedición se abastecía de agua potable.
Otro misterio es que ninguno de los buques ha aparecido donde deberían haber estado. Acabaron más al sur de lo que se esperaba. «Es poco probable que los arrastrara el hielo», dice John Geiger, director de la Real Sociedad Geográfica Canadiense. Puede que algunos hombres regresaran a los barcos después de la expedición mortal por el hielo, los volvieran a dejar en condiciones de navegar y fueran con ellos hacia el sur en busca de la salvación. Si fue así, los últimos hombres con vida de la expedición fueron también los primeros en encontrar el paso del Noroeste: el paso desconocido se encontraba a espaldas de los barcos. A los muertos les corresponde el honor del descubrimiento.