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El secreto mejor guardado de Edgar Degas, el pintor que espiaba a las mujeres

Bailarinas, costureras, prostitutas...

El secreto mejor guardado de Edgar Degas, el pintor que espiaba a las mujeres

Sus bailarinas y su percepción de la mujer en todas sus facetas abrieron el arte decimonónico a la mirada moderna. Enseñamos la obra menos conocida del más contradictorio y amargo de los impresionistas: las esculturas en las que trabajó durante toda su vida y que solo tras su muerte descubrieron sus amigos.

Miércoles, 15 de Enero 2025, 13:00h

Tiempo de lectura: 9 min

Si hay un artista que encarne —y, a la vez, acierte a retratar— el «heroísmo de la vida moderna» del que habló Baudelaire, fue sin duda Edgar Degas. El impresionista que odiaba la naturaleza y el aire libre («la pintura no es un deporte»); el enamorado del arte clásico que dinamitó el ideal académico; el millonario que dedicó su vida a pintar la soledad, la aspereza y la inasible fugacidad de las relaciones y la gente en el París de fin de siglo. La mirada despiadada y escéptica que derribó a la femineidad de su falso pedestal. Lúcido y osado como ninguno de los grandes pintores de su época, parecía destinado a ser lo contrario de lo que fue.

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La trastienda. Las bailarinas Denise Bourgeois y Claude Bessy toman un respiro frente a un fondo de Degas. El genio francés solía hacer bocetos de instantes casuales de la gente para crear obras que revelasen una naturalidad desconocida.

Nació en una familia aristocrática, de banqueros cultos con negocios en Italia, América y Francia. Desde pequeño, su padre le permitió tener un taller para practicar su afición a la pintura. Cuando se matricula en Derecho, ya era un experto dibujante y un notable conoseur, habituado al diálogo con toda clase de obras maestras, al cabo de mil visitas al Louvre y a las colecciones privadas de sus familiares. Aguantó apenas dos años el estudio de las leyes. Cuando en 1855 conoce al sumo pontífice del academicismo francés, el admirado Ingres, su suerte estaba echada. Iba a ser el desgarrado testigo entre dos mundos: uno, muy gastado y a punto de desaparecer; otro, radicalmente nuevo y deslumbrante que muy pocos se atrevían a ver y que él captó antes que nadie.

Dinamitó el ideal académico. Su mirada escéptica y despiadada derribó a la femineidad de su falso pedestal

«Un cuadro debe pintarse con el mismo sentimiento con el que un criminal comete un crimen», decía, en clara alusión al doloroso arrojo con que él lesionó, desde sus primeras obras, las más intocables convenciones de la tradición pictórica, con todo lo que él la amaba.

La pequeña bailarina de 14 años (1881).

El 'shock' de la 'Ratita': nace la modernidad

El escándalo que causó la pequeña bailarina de 14 años, su escultura favorita y la única que expuso en vida, confirma la ruptura de Degas con el arte precedente. Era el retrato de una de las adolescentes que aparecían en los espectáculos de París, conocidas como ‘Ratitas’. De las muchas que esculpió, esta es la única identificada. Se llamaba Maria von... Leer más

Sus inicios, tras un viaje a Italia y Estados Unidos, lo consagraron como un brillante retratista, aunque perversamente indigesto para su público objetivo, la flor y nata de la sociedad. Desplaza a los protagonistas hacia los bordes del cuadro; descubre en las actitudes y el juego de miradas una inquietud interior nada acorde con los halagos del retrato burgués...

Sin embargo, se desliza hacia la modernidad muy poco a poco. Coincide en eso con Manet, al que conoce casualmente en el Louvre, donde los dos copiaban cuadros clásicos. De su mano empieza a frecuentar las tertulias de arte y se hace famoso enseguida por su misoginia y su mordacidad. «¿Por qué no me he casado? Siempre he temido que mi mujer pudiera mirar uno de mis cuadros y dijera con un precioso mohín: 'Hum..., qué bonito'. Aquí estaría el amor; allí, la pintura. Y solo tenemos un corazón». El suyo se mantuvo siempre fiel a un único compromiso, el arte, tal y como su radical exigencia lo soñaba. Sin compartir estilos ni escuelas, porque, aunque participó en casi todas las exposiciones de los impresionistas, nunca se consideró uno de ellos. «Me bastan una sopa de hierbas y tres pinceles viejos mojados en ella para pintar todos los paisajes del mundo».

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Bailarina en reposo, 1879. «Es como si mirara por el agujero de una cerradura», decía el pintor.

Con su reivindicación del estudio como insustituible santuario de la creación, y de la reflexión como método de trabajo, estaba casi en las antípodas de su época: «No hay pintura menos espontánea que la mía. Inspiración y temperamento me son desconocidos. En el arte, nada debe parecerse al azar. Ni siquiera el movimiento». Degas, que detesta la naturaleza, está fascinado por los artificios de la vida urbana. Por la esquiva vivacidad de los bulevares, los teatruchos, los cafés concierto. Y mientras sus compañeros de tertulia huyen a los jardines y al campo aún virgen de las afueras de París, él se convierte en el flaneur que recorre, lúcido e indiferente, las calles de la ciudad. Que se encuentra tan a sus anchas en la ópera o en el burdel como el burgués entre las cuatro paredes de su casa.

Al final de su vida, solo y casi ciego, seguía fiel a su credo: el arte es el dominio del dolor por la belleza

De ese callejear nace su nueva manera de mirar y de pintar. Sus modelos no posan estudiadamente, son descubiertos en su estado natural; en su agitación, su aislamiento, su inquietud. Toma apuntes de esos momentos imprevistos para construir con ellos cuadros que revelan una naturalidad desconocida. «Está bien copiar lo que uno ve, pero es mucho mejor dibujar lo que ya no está más que en el recuerdo. Entonces, la imaginación y la memoria trabajan juntas. Solo se reproduce lo que nos afectó, es decir, lo realmente interesante, liberado de la coacción de la naturaleza».

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La clase de danza, pintado entre 1871 y 1874. Los cuadros en los que Degas retrató a bailarinas tuvieron tanto éxito que el artista llegó a pintar 600.

En 1860 empieza a pintar jockeys y caballos en un primer acercamiento al tema del movimiento. Después se interesa por las bailarinas. Los cuadros de las jovencísimas aspirantes a estrellas del ballet tuvieron tal éxito entre los coleccionistas que llegó a hacer más de 600. Su negra mirada, que –como escribió Valéry– no veía nada color de rosa, capturó toda su delicada fragilidad. Pero también la dureza, el cansancio y el hastío que vivían entre bastidores esas niñas que, según un texto de la época, «tan pronto como entraban como bailarinas de la Ópera tenían un destino fijado: serían putas de la clase alta». Degas no dejó de pintar algunas escenas celestinescas en el camerino.

Misógino y mordaz, decía: «Nunca me casé. Temí que mi mujer al ver un cuadro mío dijera: 'Hum... qué bonito'»

Experimentador incansable, mezcla las más diversas técnicas: carboncillo y pastel; óleo, témpera, gouache, grabado. Modifica encuadres con puntos de vista inusitados; corta la imagen, enfatiza la asimetría y lo inacabado, interpretando, sin rendirse a ellos, los datos descubiertos por la recién estrenada fotografía y por la estampa japonesa, entonces muy de moda. Inventa, en fin, una nueva manera de mirar. Sumamente moderna, por lo verdadera y desilusionada. Casi profética: la mirada del voyeur. Con ella espió a la mujer en todas las profesiones de la época: planchadoras, costureras, cantantes de varietés, empleadas de burdel... Las pintó en el trabajo y en su más recóndita privacidad, peinándose, bañándose, secándose.

El secreto mejor guardado de Degas

Un año después de la muerte de Edgar Degas, en 1917, sus amigos descubrieron en el insondable maremágnun de su estudio un pequeño ejército de bailarinas, caballos y bañistas realizados en plastilina, cera o arcilla.

Eran 150 esculturas que el artista realizó como ejercicio de experimentación personal. Meros estudios sobre el dinamismo de la forma en el espacio, pero... Leer más

«Mis mujeres son personas sencillas, pero sinceras. Solo se ocupan de su cuerpo. Es como si se las mirara por el agujero de la cerradura». Esos desnudos sin pretexto literario alguno, atentos solamente a la expresividad del gesto y a la encarnación de la piel, desataron todo tipo de especulaciones y burlas sobre la sexualidad del autor. Se lo tildó de misántropo, fetichista del pelo... Él, tan implacable consigo mismo como con su obra, no se molestaba en desmentirlas.

«No sé jugar al billar ni hacer la corte a las mujeres. Ni pintar la naturaleza ni ser agradable en sociedad... Seguramente he fracasado en la vida. En resumidas cuentas, he tenido menos coraje de lo que esperaba», escribe a los 50 años. Pero hasta el final de su vida, solo y prácticamente ciego, sigue callejeando sin rumbo por las calles de París. Yendo a las subastas de pintura a comprar obras de Delacroix, Van Gogh, Cézanne. Y esbozando imágenes con gruesos trazos de tiza, despreocupado ya del tema; fiel únicamente al juego de las formas. Y al credo que inspiró su obra desde el primer día: «El arte es el dominio del dolor por la belleza».