Verdades y mentiras de un sanguinario inmortal
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Verdades y mentiras de un sanguinario inmortal
Surgió de entre las sombras de una pesadilla, en una noche de sueño pesado por culpa de una cena demasiado copiosa. Primero fue una imagen inquietante; luego, una idea vaga que tomó cuerpo sobre un papel: «Una de las jóvenes intenta besarlo, no en los labios, sino sobre la garganta. El viejo conde se interpone. Ira y furor diabólico: 'Este hombre me pertenece, lo quiero para mí'». La idea inicial creció en noches insomnes, hasta convertirse en una novela, en la mejor historia de vampiros de todos los tiempos. Su autor, la víctima de aquel banquete de marisco en mal estado, fue Bram Stoker. La fecha, 1897.
Pero el rey de los vampiros no surgió de la nada. El mundo de las tinieblas ya estaba de moda, y era uno de los temas más explotados en el tramo final del siglo XIX. El terror gótico del romanticismo, con sus castillos siniestros, sus criptas cubiertas de telarañas y sus doncellas perseguidas por seres diabólicos, llevaba años floreciendo bajo la pálida luz de la Luna llena. El castillo de Otranto, de Horace Walpole; Melmoth el errabundo, de Charles Maturin; El corazón delator, de Edgar Allan Poe; Otra vuelta de tuerca, de Henry James... Obras de teatro, folletines, novelas y espectáculos circenses retomaban una y otra vez el miedo y lo reelaboraban, incluyendo elementos de terror psicológico y jugando con la fascinación de un inconsciente recién descubierto.
Aquella pesadilla sólo removió una imaginación que ya estaba poblada por seres oscuros desde que la madre de Stoker le contara historias de fantasmas cuando era un niño. Este irlandés, nacido en 1847, funcionario primero y crítico y empresario teatral después, noctámbulo empedernido, visitante habitual de los barrios bajos y los locales más turbios, empezó publicando relatos de misterio en la revista popular Shamrock. Luego se le apareció un anciano vampiro y le reclamó que contara su historia.
El primer nombre de aquel viejo vampiro fue Conde Wampyr, un chupasangre más de una larga serie. Quizá no habría pasado de esa categoría de no haber sido por Arminius Vambery, un húngaro experto en temas orientales que residía en Londres allá por 1890, cuando Bram Stoker le estaba dando las primeras vueltas a su idea. Fue Vambery quien le habló de las historias de vampiros de Hungría y Transilvania. De esta forma, Stoker ya tenía el escenario para su historia. El escritor irlandés pasó los años siguientes reuniendo información sobre los Cárpatos. Así dio con un libro acerca de la historia de Valaquia y Moldavia, dos antiguos principados en la actual Rumanía y con un nombre que le llamó la atención al instante: el del voivoda (título a medio camino entre príncipe y caudillo) Drácula.
El nombre venía acompañado por una nota a pie de página: «Drácula, en valaco, significa 'diablo'. Los valacos tenían por costumbre dar ese sobrenombre a todas las personas que se distinguen por su coraje, sus acciones crueles o su habilidad». El conde Wampyr se convirtió así en el conde Drácula. Sonaba mucho mejor y le daba un trasfondo histórico real a su relato. Perfecto. A Stoker sólo le quedaba documentarse sobre el mundo de los vampiros balcánicos. Quizá se le fue la mano: El capitán vampiro, de la belga Marie Nizet, publicada 18 años antes que Drácula, pudo ser algo más que una fuente de inspiración: sus tramas son idénticas y hoy no habría dudas a la hora de plantear, siquiera plantear, una demanda por plagio. Pero eran otros tiempos. Además, una de las novelas es desconocida y la otra, ya una de las más leídas de la historia.
El salto cualitativo que media entre el conde Wampyr y el conde Drácula pudo ser la base del éxito de la novela. Un sanguinario noble rumano del siglo XV que se pasea por el Londres del XIX es un buen punto de partida. Si su nombre aparece en los archivos históricos, mejor que mejor. Y si sus propios súbditos lo llamaban «diablo»... Pero, ¿lo era? ¿Quién demonios era este Drácula?
Europa Oriental, siglo XV. Tierra de nadie entre el reino católico de Hungría y un Imperio otomano en expansión. Luchas dinásticas y religiosas. Reinos que surgen y desaparecen. Expediciones de castigo o conquista. Aquí vivió Vlad II, voivoda del pequeño territorio de Valaquia, a quien el emperador alemán Segismundo I le otorgó la Orden del Dragón por su valor contra los turcos infieles. De 'dragón' pasó al húngaro 'drac', y de ahí al rumano 'dracul', un buen sobrenombre familiar para una dinastía que luchaba por aferrarse al poder y mantener la independencia de su pequeño país atrapado entre gigantes. Sin embargo, el más famoso de los miembros de esta dinastía fue Vlad III Draculea (hijo de Dracul), más conocido por otro apodo: el Empalador. Esta fea costumbre le granjeó una mala reputación, reforzada por los caprichos de las palabras. En el folclore rumano no existen los dragones, y el término 'dracul' se empleaba como sinónimo de 'diablo'. Así que Vlad III se convirtió en diablo por varios motivos, entre ellos, su crueldad con los enemigos.
En la Valaquia de la época, el trono era una silla muy caliente. La esperanza de vida de un voivoda era corta. Siempre había un noble poderoso o un segundón dispuesto a ascender. El propio Vlad tuvo que luchar para recuperar el trono de su padre.
Cuando Vlad III alcanzó finalmente el trono de su padre, se empleó a fondo para poner orden en su Estado porque sabía que para los enemigos exteriores un reino débil es una presa fácil. Primero, eliminó a los nobles más peligrosos. Después, obligó a las ciudades rebeldes a acatar su autoridad. El temor fue su aliado y la mejor forma de asegurarse la obediencia. Fue implacable, pero logró el objetivo: pacificar el país durante unos años. El segundo paso fue contener la amenaza turca y convencer a sus vecinos húngaros, de quienes era vasallo, de que la existencia de un Estado tapón entre ellos y los otomanos era la mejor opción.
Tras unos años de juegos a dos bandas, Vlad vio el momento de jugarse el todo por el todo: en un momento en el que el Ejército turco se había puesto en marcha para atacar los reinos cristianos, y los húngaros parecían decididos a lanzarse a la cruzada contra los otomanos decretada por el Papado, el voivoda llamó a las armas a todos los hombres mayores de 12 años y los condujo en una campaña de castigo por la frontera turca. Con las miles de víctimas, musulmanes y rebeldes cristianos por igual, levantó un verdadero bosque de empalados en la frontera. Cruel, sin duda, pero efectivo, porque el gran Ejército turco, comandado por el propio sultán Mehmet II, se dio la vuelta, aterrorizado, cuando vio el macabro espectáculo.
Mehmet II se vengó saqueando Valaquia poco después y poniendo en el trono a Radu el Bello, hermano de Drácula. Vlad buscó refugio en Hungría. Primero vivió encarcelado en Budapest; luego, en libertad como un refugiado más. Fue en estas circunstancias cuando Vlad el Empalador se convirtió en el mayor demonio de todos los tiempos. En parte porque en esos años aparecieron numerosos relatos y poemas sobre las maldades de Vlad que tuvieron una enorme difusión en los territorios húngaros y alemanes. Sus crueldades fueron amplificadas; el número de sus víctimas, multiplicado, y las anécdotas, adornadas hasta el extremo. Así surgió la imagen que Occidente heredó de él. Por el contrario, en la Europa oriental se lo considera un héroe de la lucha por la independencia de lo que en el futuro sería Rumanía. Como siempre, héroe o tirano según el cristal con el que se mire.
Al final, la muerte de Vlad –porque Drácula murió, no lo duden– fue un reflejo de su vida. Volvió a Valaquia con un poco de apoyo húngaro decidido a recuperar su trono, ocupado ahora por Basarab III. El intento le costó la vida. Murió atravesado por una lanza y su cabeza fue paseada por todo el Imperio otomano, otra costumbre típica de la época. Año de Nuestro Señor de 1476.
Aquel príncipe valaco, astuto y cruel, se había ganado su fama mucho antes de que Stoker hiciera de él su conde vampiro. Lo que sí le regaló fue una inmortalidad a prueba de estacas. Al irlandés, por su parte, Drácula no lo hizo famoso en vida ni le dio demasiado dinero, al menos no tanto como el que años después sí acumularía su viuda y albacea, Florence Balcombe, que exigió y cobró derechos de autor por todas las impresiones, adaptaciones teatrales y cinematográficas que se hicieran, llegando al punto de lograr parar incluso el rodaje de Nosferatu, de Murnau, en 1922. Apenas una década atrás, Stoker moría en la bancarrota y enfermo, dicen, de neurosífilis, quemando su correspondencia de los últimos años, «quizá por miedo a lo que había en ella –comenta el editor Antonio Sanz Egea–, ya que tuvo muy estrecha amistad, y hay quien sostiene que incluso una relación de cariz sentimental, con el actor Henry Irving, una de las superestrellas de su tiempo, y con el escritor Oscar Wilde». Se cuenta también que, durante sus últimos días, previos al accidente cerebrovascular del que murió el 20 de abril de 1912, se lo oía gritar que un espectro lo acechaba. Él, como Vlad, tampoco conservó la cabeza en su sitio.
Según la tradición rumana, los strigoi [o muertos vivos] actuaban sobre todo entre diciembre y abril. En esos meses, el número de personas que amanecía en sus camas con síntomas de debilidad y el rostro demacrado aumentaba considerablemente. La causa de su avitaminosis o de su pelagra, según los científicos, no era el ataque de los ladrones de energía vital, sino los largos periodos de ayuno que establecía, hasta el final de la Semana Santa, la Iglesia ortodoxa, y que los campesinos rumanos seguían a rajatabla.
El miedo a que un enfermo se convirtiera en strigoi movía a sus familiares a sepultarlos lo antes posible. Los científicos del siglo XIX registraron muchos casos de entierros prematuros. Personas desvanecidas, catalépticas o en el llamado 'estado de muerte aparente' eran enterradas vivas. Los gritos que se escuchaban en los cementerios y la tierra revuelta sobre algunas sepulturas no se debían a muertos que querían volver a la vida, sino a vivos que no querían morir.
Existe una enfermedad poco común llamada porfiria, causada por unas sustancias, las porfirinas, que se acumulan en la piel, los huesos y los dientes y, al recibir la luz, sufren una reacción química que acaba destruyendo los tejidos, cubriendo la piel de ampollas, mutilando parte de las orejas y la nariz, retrayendo las encías y haciendo que los dientes parezcan más largos y provocando una fuerte anemia. Los afectados necesitan a menudo transfusiones de sangre y deben evitar la luz. ¿Os suena?