Deslumbró a los 23 años con Nada, su primera novela, una obra valiente y rompedora. Luego vino el silencio, la enfermedad, la lucha... Cuando se cumplen cien años del nacimiento de Carmen Laforet, su hijo Agustín nos desvela cómo era una de las grandes autoras españolas del siglo XX, con muchos tesoros aún por descubrir.
Miércoles, 01 de Septiembre 2021, 12:59h
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Desde que el 6 de enero de 1945 Carmen Laforet ganó el Premio Nadal ha estado presente en la memoria de todos. En este año del centenario de su nacimiento (6 de septiembre de 1921), he pasado un buen tiempo trabajando con sus viejos papeles y su obra.
Desde que el 6 de enero de 1945 Carmen Laforet ganó el Premio Nadal ha estado presente en la memoria de todos. En este año del centenario de su nacimiento (6 de septiembre de 1921), he pasado un buen tiempo trabajando con sus viejos papeles y su obra. Confieso que a veces me ha angustiado un poco la responsabilidad que implica. Mi madre murió hace tan solo ocho años. Muchas veces piensas que puedes hablar, que estás hablando con ella. Tenía una personalidad muy marcada, su escala de valores era muy firme, sus gustos, sus ideas, y es fácil imaginar sus reacciones –incluyendo las imprevisibles– ante lo que va pasando en el día a día.
Nunca en nuestra casa revolvíamos los cajones de los demás. Reinaba una confianza y una seguridad plena en la intimidad de cada uno. Ahora he tenido que leer cartas, apuntes, anotaciones. No me daba miedo, pero sí respeto. No me ha sorprendido comprobar, al tropezar aquí y allá con un papel perdido, al releer sus libros, qué constante y coherente fue a lo largo de toda su vida y de su obra, que en el caso de la novela abarca un periodo de treinta y tantos años, y en el de los artículos muchos más.
Recuerdo que, tras su muerte, mi hermano Manuel y yo pasamos una tarde en la que abundaron las risas. Quizá fuera una forma de sedar el dolor, pero lo cierto es que nos reíamos sincera, espontáneamente, según nos asaltaban los recuerdos. Ha vuelto a ocurrirme ahora algo parecido. Cuántas cosas me han hecho sonreír, y a veces, soltar la carcajada. Mamá era muy humorista. Un humor muy especial, nunca ofensivo, sagaz y tierno a la vez, que resaltaba los perfiles tragicómicos de la existencia. Yo no sería capaz de reproducirlo. Manuel sí, era más parecido a ella en este sentido.
Carmen Laforet era muy humorista porque era muy valiente, y entendía que la fragilidad humana, la suya propia y también la de los demás, merecía algún consuelo. Amaba la vida de una forma intensa y contagiosa, rebelde y franca. Siempre fue así. Sufrió mucho, porque sentía mucho. Sufrió desde la infancia, con la orfandad, con las asechanzas de una 'madrastra de cuento', con el desastre de la guerra y de la posguerra, esa posguerra que recoge en su obra de forma tan delicada, tan metida por dentro de las almas de los personajes. Y sufrió, en su madurez y en su vejez, con una enfermedad neuronal que nadie sabía ni podía diagnosticarle, porque ni siquiera estaba descrita. Pero siempre, hasta el último día, cuando no podía ya ni hablar, tuvo un brillo en los ojos, una sonrisa en la boca y una caricia en las manos, y se las arreglaba para amar y ser amada, para admirar y celebrar, y comunicar sus sentimientos y sus pensamientos. Era un poco bruja, y telepática, aunque no creyera en las brujas. Tampoco creía en los duendes, pero admitía su existencia... Y también podía ser muy seria, y hasta antipática: si alguien no le gustaba, no perdía un minuto con esa persona. Con razón o sin ella, ni para bien ni para mal.
Fue, es un genio de la literatura. Lo digo a título personal, aunque no lo piense solo yo. He leído lo suficiente para confiar en mi criterio. Recordaba Savater en un artículo reciente el aforismo de Chesterton, según el cual un clásico es un rey del que se puede desertar, pero al que no se puede destronar. Y así es: años y años apartada del mundo, sin presencia alguna en los medios, y su obra, silenciosamente, seguía leyéndose, siempre, como sigue leyéndose, de lector a lector, abriendo en cada uno nuevas perspectivas. En lo que a mí respecta, me ocurre con sus libros que, cuando vuelvo a ellos, descubro una obra nueva, fresca, que aún no conocía.
Los juegos de la memoria
Yo creo que era muy consciente del don poético que la gobernaba, de su talento. Y a la vez, muy humilde, siempre se sentía por debajo de lo que hubiera querido dar. Todas sus novelas le costaron grandes esfuerzos. Escribía, rompía, volvía a escribir, y solo cuando, al leerla, sentía que el río de la vida fluía espontáneo, libre, la daba por terminada. En 1963 publicó La insolación, esa maravilla. Era la primera de una trilogía, Tres pasos fuera del tiempo, y anunció, para el año la siguiente, Al volver la esquina, que debía de tener muy avanzada. No obstante, pronto se encontró con dificultades. Escribía artículos, eso sí. En 1965 viajó a Estados Unidos y, basándose en su diario, envió reportajes que luego se reunieron en un libro. Pero la novela se le resistía. Lo que al principio pudo parecer normal, dadas sus experiencias anteriores, hacia 1970 ya era preocupante. En los artículos de esos primeros años setenta ya menciona su 'enmohecimiento', lo que pronto empezará a llamar 'grafofobia'. También aparecen interesantes y misteriosas reflexiones sobre los juegos de la memoria. No ceja en el esfuerzo. Tiene, además, la novela comprometida. La termina, se la envía a su pacientísimo y querido editor, entonces José Manuel Lara, pero al recibir las galeradas para dar el visto bueno final, vuelve a sentirse insatisfecha y empieza a introducir correcciones. Llega hasta la mitad. Esas galeradas son la novela que se publicó en 2004, con su autorización. No llegó a ver el libro, pues salió de la imprenta a los dos meses de su muerte.
«Siempre, hasta el último día, cuando no podía ya ni hablar, tuvo un brillo en los ojos, una sonrisa en la boca y una caricia en las manos. Era un poco bruja y telepática»
Puede que efectivamente Al volver la esquina no respondiera a las exigencias estéticas de su autora, y que alguno de sus meandros se pierda en la niebla. Pero es un libro apasionante, en sí mismo y por la relación que establece con la novela precedente y la novela que iba a seguirla, que hasta un cierto punto se deja adivinar. El proyecto de Tres pasos fuera del tiempo era de una complejidad y de una profundidad luminosas. Ahora bien, no quedó truncado por presuntas depresiones, inhibiciones o temores, tal como se deduciría de la leyenda que se ha ido tejiendo en torno a sus 'silencios'.
El síndrome de Mesulam
No podía saber ella, ni podía saber nadie, el porqué de ese 'enmohecimiento', de esa 'grafofobia' que poco a poco fue ganándola. A todos nos asombraba, y a ella la primera. Lo que al final de su vida algunos opinaron que sería alzhéimer (pero ningún médico lo diagnosticó como tal), ni lo era, ni lo parecía, ni le sobrevino de buenas a primeras. El misterio empieza a aclararse recientemente, cuando, tras contarle yo los distintos momentos del proceso, el doctor Antonio Gil-Nagel, eminente neurólogo, los relaciona de inmediato con 'el síndrome de Mesulam', o afasia progresiva primaria. Es una dolencia neuronal poco frecuente, producida por una lesión en el lóbulo frontal izquierdo, y que no fue descrita hasta los años ochenta por el doctor Mesulam. Sus inicios son insidiosos, casi indetectables, y su lento desarrollo puede alcanzar cuarenta años, como ocurrió con Carmen. Empieza con dificultades, episodios de afasia en el habla o en la escritura, y a diferencia de otras, como el alzhéimer mismo, puede afectar a los mecanismos de la memoria pero respeta la capacidad intelectiva y la capacidad afectiva.
Carmen, hasta el último momento, dejó muchas y muy lúcidas pistas sobre su dolencia, en artículos y en cartas privadas. Todo lo que escribió, incluso en los momentos de mayor dificultad, resplandece. Tiempo habrá de estudiar ese proceso y de indagar las causas, que a no dudar fueron físicas. No sabemos si a ella le habría servido de consuelo, pero al menos no habría llegado a pensar, como en algún momento hizo, contra toda la evidencia de su modo de ser, de su carácter y de su trayectoria, que no «había sido lo bastante rebelde».
«Ahora sabemos cuál era su dolencia neuronal. No sabremos si eso la habría consolado. Al menos no habría pensado, como a veces pensó, que no había sido lo bastante rebelde»
El libro de Carmen Laforet, que publicará Ediciones Destino, lo he trabajado con el propósito de dejarla hablar a ella, y me he abstenido de apreciaciones y recuerdos personales. Un amigo, estudiante de Bachillerato, me contaba que la profesora, al llegar a Carmen Laforet, les había explicado que, tras escribir Nada, la pobrecilla se había arrugado y ya no había seguido adelante... Tal como a ella le gustaba puntualizar, citando a Rilke, «la fama es una suma de malentendidos». Es un triste lugar común aquello de «después de Nada, nada». No pasa de ser eso, un lugar común que afortunadamente empieza a desvanecerse, pero la pereza mental es difícil de desarraigar. Imaginemos que, por haber escrito Madame Bovary, 'castigáramos' a Flaubert sin leer La educación sentimental... Carmen Laforet es un mundo, para muchos, aún por descubrir. Tras la cumbre de Nada se despliega toda una cordillera: cuatro novelas que son cuatro bombas de relojería, siete novelas cortas, diez cuentos, centenares de artículos que tantas veces son pura poesía y que de pronto descubrimos, tan lozanos como el primer día... Así ha ocurrido con la publicación de Puntos de vista de una mujer, que recopila sus colaboraciones entre 1948 y 1953 para la revista Destino, pero todavía queda mucho por desenterrar. Es una buena ocasión, este centenario, para empezar a ir poniendo el tesoro, en toda su amplitud, sobre la mesa.
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