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Animales de compañía

Demasiado parecido al infierno

Juan Manuel de Prada

Viernes, 24 de Enero 2025, 09:49h

Tiempo de lectura: 3 min

En alguna ocasión anterior hemos escrito sobre las dificultades que ofrece nuestra época para desarrollar cualquier anhelo espiritual. La principal magia (magia negra, se entiende) de la revolución capitalista no consiste tanto en una transformación de los modos de producción como en una transformación en el género de vida, cuya finalidad última es cegar las inquietudes de los seres humanos sobre su destino sobrenatural.

En la magnífica novela de Borja Vilallonga, el trágico Adrià no logra encontrar asidero

Pero como nuestro destino sobrenatural forma parte de nuestra naturaleza, las sociedades capitalistas han generado a la postre un malestar o desquiciamiento crecientes, que se trata de disimular mediante placebos hedonistas o lenitivos ideológicos fanatizantes. Así se ha creado una 'nueva normalidad' demente, en la que la persona 'anormal', condenada al ostracismo y la soledad, es la que mantiene vivos sus anhelos espirituales. Pues, entretanto, las instituciones que acogían y encauzaban dichos anhelos se han asimilado al espíritu del mundo, han asumido sus presupuestos, se han dejado gangrenar por los placebos hedonistas y lenitivos ideológicos imperantes; y la persona con anhelos espirituales no encuentra acomodo en ellas, se siente reprobado y expulsado; y así aumenta su conciencia de orfandad.

De todo esto trata una novela escrita en un primoroso catalán que acabo de leer, El tigre, de Borja Vilallonga (Empúries), donde se nos narra el periplo de un joven llamado Adrià, aborrecedor del mundo moderno, que trata desesperadamente de hallar un refugio donde su vocación religiosa sea acogida. Adrià vive en una ciudad imaginaria llamada Yoke, allá por los años setenta del pasado siglo; pero estas referencias temporales y espaciales son subterfugios del escritor para contar una peripecia espiritual propia de nuestra época. Primeramente Adrià prueba a saciar sus anhelos espirituales en el seminario de la archidiócesis de Yoke, donde se tropezará con las delicuescencias vaticanosegundonas al uso, coronadas con un clima de desenfreno sexual que en la novela adquiere tintes visionarios y caricaturescos (pero la caricatura es, con frecuencia, la expresión exagerada de verdades demasiado dolorosas). Después lo veremos pegando tumbos como visitante de un seminario tradicionalista, como aprendiz de masón (y asistiremos a su ingreso en una logia, en una ceremonia descrita con alucinado realismo), como parroquiano de una iglesia presbiteriana, como miembro de una comunidad carismática donde se expulsan los demonios… y también de una comuna hippie donde se les acogen. De todas estas experiencias sale Adrià trasquilado, sin encontrar nunca lo que busca; y cada vez más magullado interiormente, hasta que finalmente se quiebra y da con sus huesos en un manicomio, donde entre tratamientos de choque aflorarán sus traumas más íntimos y familiares; y cuando ya parece que se ha convertido en un despojo, florecerá de nuevo, buscando a sus inquietudes espirituales una solución que ya no será comunitaria, sino individual. El tramo final de la novela, donde se produce la transformación del protagonista, trascurre nada inocentemente en Sils Maria, el pueblecito donde Nietzsche escribió Así habló Zaratustra. Después de fracasar mil veces en su peregrinaje en pos de una comunidad que sacie sus necesidades espirituales, el protagonista resuelve encomendarse a una fuerza espiritual interior que lo hace sentir fuerte e indestructible.

Pero ¿de veras el espíritu humano es fuerte e indestructible? La experiencia nos demuestra que los espíritus más fuertes, en su combate con el mundo, acaban devorados por las angustias que el propio espíritu engendra (el propio Nietzsche es un ejemplo paradigmático). A la postre, sospechamos que Adrià, el protagonista de El tigre, creyendo que ha triunfado contra el mundo materialista que quería asfixiar su vocación, ha sucumbido a él de forma paradójica, creyendo que un hombre solo puede erigirse en fortaleza frente a la hostilidad ambiental, creyendo que el individualismo es el tesoro de los fuertes. Pero esta creencia es otra argucia del mundo moderno, que haciéndonos creer superhombres nubla el sentido religioso de la vida, que fundamentalmente es un sentido de dependencia, natural y sobrenatural. Sólo quien es dependiente alcanza la fortaleza espiritual necesaria para seguir viviendo. Pero para ser dependiente uno necesita pender de algo que le brinde asidero; y ese asidero es lo que el trágico Adrià no logra encontrar en la magnífica novela de Borja Vilallonga, ese asidero es el que muchas personas con anhelos espirituales no encuentran en este mundo materialista demasiado parecido al infierno.