Sábado, 02 de Abril 2022, 01:15h
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La primera vez que vi al autor de este libro, en el bar Zig Zag, no puedo decir que sintiera una corriente de simpatía inmediata hacia él. Fue mutuo: nos caímos como el culo. En aquel momento, yo era, aún más que ahora, una persona que difícilmente soportaba las situaciones sociales. Para mí, ir a un bar y hablar con personas era un esfuerzo titánico que escondía bajo una capa de altivez y adustez a partes iguales: en resumidas cuentas, me sentía tan fuera de lugar que lo único que sabía hacer era mostrarme borde con ganas.
Esa noche de mediados de los ochenta, me presentaron a Ramón de España y, tras un intercambio de bufidos, se nos quitaron las ganas de hablar y no lo hicimos de nuevo hasta años después, cuando se ennovió con una amiga mía y descubrí que el tipo al que yo creía un sobrado y un repelente era alguien muy decente, muy listo, muy divertido, muy generoso, muy melancólico y muy valiente, alguien con el que se puede contar para lo bueno, para lo malo y para comentar burradas como el último ranking de traseros en el Daily Mail.
Ramón de España es un escritor consumado y esta ciudad tiene una deuda con él, que como bien él sabe, mejor que nadie, esta ciudad nunca le pagará
Hemos sido paño de lágrimas el uno del otro, hemos discutido, hemos vivido cosas de todo pelaje juntos y le he pegado unos broncazos tremendos cuando deja las colillas a rebosar en el cenicero. Siempre he admirado su radicalidad y su valentía: el España está en las antípodas del escritor bienqueda, sin ideas propias que recolecta premios y elogios. Créanme, no hay casi nadie en esta ciudad que haya pagado un precio tan alto por decir lo que pensaba, sé de lo que hablo.
Ramón acaba de publicar un libro fascinante (con prólogo de Javier Cercas) en la editorial Vegueta: Barcelona fantasma. Es un libro que habla de una ciudad que ya no existe: una ciudad que todavía no estaba pasteurizada, una ciudad excesiva, divertida, en ebullición constante. Una ciudad viva, gamberra, con ganas de crear y divertirse y trasnochar y no pedir disculpas por nada. Yo no viví ese momento más que desde la barrera, pero gracias a las páginas de este libro siento que lo viví. Que estuve en el bar Hawaii pidiendo Amer Picon; que me emborraché en Bocaccio (yo, que nunca lo pisé); que estuve en el cine Oriente viendo Horizontes perdidos; que me crucé con El Fargas, con Sisa, con el fotógrafo Salvador Costa, con Isabel Núñez, con tantos personajes que han dejado su huella en esta ciudad, por más que la autoridad (in)competente haga como que no existieron.
Este es un libro agridulce, lleno del encanto fúnebre de los fantasmas amables. Es, en realidad, un libro de viajes en el tiempo a una ciudad que es hoy una vaga sombra de lo que fue y que, gracias a este libro, podemos casi recorrer y hasta oler.
Ramón de España es un escritor consumado y esta ciudad tiene una deuda con él, que como bien él sabe, mejor que nadie, esta ciudad nunca le pagará. Corren tiempos de santurronería, bobería y cinismo. De 'observatorios' (¿y quién observa a los 'observatorios'?) y politólogos y asesores y coaches y demás fauna impresentable.
La gran virtud de Ramón es que, pese a tener sobrados motivos para escribir con amargura, consigue escribir con ternura y con humor hasta de cosas que no le gustan. Como su epitafio, que ya tiene escrito: «No negaré que ha habido buenos momentos, pero la verdad es que no os habéis matado».
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