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Patente de corso

Una historia de Europa (CII)

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 21 de Marzo 2025, 10:21h

Tiempo de lectura: 3 min

A estas alturas del asunto, con el siglo XX a punto de romper aguas (y sangre), es injusto dejar atrás el anterior sin hablar de otras revoluciones de las que esa centuria fue cauce, testigo y protagonista. No todo fueron guerras, nacionalismos y política, y la palabra cultura es capital para considerarlo. Resultaba inevitable que tanto progreso industrial y científico, los usos democráticos que se habían ido imponiendo en Europa, tuviera consecuencias culturales. La más notable fue que las masas rurales emigradas a las ciudades perdían su carácter original, folklore y tradiciones, para convertirse en carne de cañón urbana; de manera que, huérfana de raíces, esa gente necesitaba a qué agarrarse. Las canciones, la música, resultaron ser un buen recurso (por esa época Clément compuso la maravillosa Le temps des cerises y Pottier el texto de La Internacional) y los cabarets, los bailes de merendero y los cafés cantantes aparecieron en París (capital de la modernidad cultural cosmopolita) siendo imitados en Viena, Londres y Berlín. Los empresarios, con buen ojo, comprendieron que los ciudadanos eran un gran mercado potencial, y la moda y ciertos objetos de lujo, antes exclusivos de las clases altas, inundaron bazares, galerías comerciales y grandes almacenes (inventados en Francia en tiempos de Napoleón III). Nacía así la moderna sociedad de consumo, acicateada por la publicidad: técnica comercial que se benefició de la aparición de una prensa popular agresiva y sensacionalista que, a diferencia de la respetable, no pretendía influir en las élites, sino divertir y manipular a las masas. Por lo demás, en cuanto a tendencias literarias y artísticas, si la primera mitad del siglo vio la bronca entre clasicismo y romanticismo, los abusos, cursiladas y pijoterías de este último (lean el hilarante relato sobre su sobrino romántico escrito por Mesonero Romanos) dieron lugar a la reacción contraria: un nuevo realismo en pintura, escultura, novela y teatro procuró una descripción minuciosa, casi científica, de las realidades sociales por crudas y amargas que fueran. Eso afectó a las artes plásticas (Los picapedreros de Courbet, pintado en 1849, fue el pistoletazo de salida), aunque la madre del cordero fue la literatura de masas, la novela popular, que puso la cultura antes reservada a la élite a tiro de una muchedumbre ávida de conocimientos y diversión, y que gracias a la educación pública estaba aprendiendo a leer. Y junto a los excelentes folletines y novelas de Dumas, Balzac, Dickens, Tolstoi, Verne o Conan Doyle, devorados por millones de lectores, una literatura realista de mayor pretensión intelectual y conciencia social se abrió camino, y el éxito de Madame Bovary de Flaubert precedió a las novelas de Zola, Thackeray, Dostoievski, Turgueniev y el español Benito Pérez Galdós, así como, en registro más académico, a los imponentes libros de Historia de los innovadores Michelet, Mommsen y Fustel de Coulanges. Pero siempre hay algún pelo en la sopa, y a menudo la novedad no era bien acogida: a Wagner le habían silbado el estreno de Tannhaüser y a Eiffel le dijeron de todo menos guapo por su hoy famosa torre de París. También el formal cientificismo, tendencia oficial, fue puesto patas arriba por subjetivistas tocapelotas (la moral del superhombre y otras variedades del yo, mi, me, conmigo, etcétera) como el alemán Nietzsche, el italiano D’Annunzio y el francés Gide. Las artes plásticas finolis tampoco se fueron de rositas, y la segunda mitad del siglo presenció la mayor gamberrada artística en la historia de la pintura: tras los pasos del gabacho Manet, un grupo de jóvenes artistas (Degas, Monet, Renoir, Cézanne y otros) rompió con el arte oficial en plan chicos malos, se ciscó en la jeta del clasicismo formal admitido por exposiciones, museos y gente con pasta, y emprendió una aventura pictórica espectacular llamada  impresionismo. La verdad es que hacían falta muchas pelotas para enfrentarse, como ellos hicieron (nadie compraba sus cuadros y vivieron casi todos en la miseria), a la doble incomprensión del público y la crítica; pero siguieron adelante, destrozando lo establecido. El movimiento impresionista se disgregó y evolucionó con el tiempo, pero el trabajo estaba hecho y en su huella pisarían muy pronto grandes precursores del arte moderno como Gauguin y Van Gogh (un infeliz tiñalpa que, paradojas de la época, no vendió un cuadro en su puta vida). Y de ese modo, lo mismo en artes plásticas que en lo demás, aquellas novedades filosóficas, estéticas y literarias, salidas de las entrañas del siglo que agonizaba, abonaron el paisaje para las asombrosas revoluciones culturales que, junto a las grandes tragedias colectivas, conocería el inminente siglo XX.

[Continuará].