Jonathan Oppenheim quiere revolucionar la física
Secciones
Servicios
Destacamos
Jonathan Oppenheim quiere revolucionar la física
Imagina un aula rebosante de empollones que discuten en ausencia del profesor (el añorado don Alberto, con su simpático bigote y su canosa pelambrera). Los científicos que suben al estrado para exponer sus ideas no contentan a la mayoría: abucheos, tizas que vuelan... Este es el panorama actual de la física teórica, sumida en una crisis desde los años setenta, cuando se completó el modelo estándar que describe el universo conocido. Desde entonces, el gran parón.
De repente, los de las primeras filas se percatan de que alguien está escribiendo unas fórmulas en la pizarra. Se forma un corrillo en torno al osado que dice poder salir del atolladero. Se llama Jonathan Oppenheim, es catedrático del University College London y resume su hipótesis con un título provocador: teoría poscuántica de la gravedad clásica.
Unos murmuran, otros aplauden... ¡Incluso se hacen apuestas! Geoff Penington, líder de la teoría de cuerdas, y Carlo Rovelli, el pope de los bucles cuánticos (las dos corrientes mayoritarias), le pagarán 5000 a 1 si es capaz de demostrar su teoría. No dinero, sino bolas de colores para llenar una piscina en la que zambullirse como Sheldon Cooper, el personaje de The Big Bang theory.
¿Es el comienzo de una revolución? Los más entusiastas creen que estamos ante la primera pista fiable que nos puede hacer superar el modelo estándar; ese modelo que determina que la realidad está formada por 17 partículas elementales (electrones, fotones, cuarks, bosones...) que se relacionan entre sí mediante cuatro interacciones (gravedad, electromagnetismo y fuerzas nucleares fuerte y débil).
¿Pero qué tiene de malo el modelo estándar? Al fin y al cabo va como un tiro: gracias a él tenemos láseres, ordenadores, Internet, GPS, rayos X... Como dicen los entrenadores de fútbol: ¿para qué tocar lo que funciona? La razón es que tiene un par de carencias que llevan de cabeza a los físicos desde hace décadas. Primera: solo explica el 5 por ciento del universo; otro 20 por ciento es materia oscura; y el resto, energía oscura; y no tenemos ni idea de qué están hechas. Segunda: se basa en dos descubrimientos deslumbrantes, lo más asombroso que ha parido el cerebro humano: la teoría general de la relatividad de don Alberto (Einstein), publicada en 1915; y la mecánica cuántica, una gesta colectiva forjada entre 1900 y 1927. Pero, ¡ay!, esos dos hallazgos son incompatibles.
Como no encajan uno con otro, los físicos tuvieron que hacer un reparto a regañadientes, como en un divorcio. Lo 'grandote' (galaxias, estrellas, planetas...) se lo quedó la relatividad, donde la gravedad de los objetos masivos dobla el espacio-tiempo, como si fuera una tela, y donde hay unas bocas de alcantarilla llamadas 'agujeros negros' que se lo tragan todo, incluso la luz. Y lo pequeñajo (esas partículas subatómicas, tan raritas ellas, que se superponen y entrelazan) es coto privado de la cuántica. Nosotros pertenecemos a ambos mundos: habitamos el cosmos porque, como decía otro genio, Richard Feynman, «hay mucho sitio afuera»; pero estamos hechos, como todo lo demás, de billones de partículas «porque también hay mucho sitio al fondo».
¿Existe la energía oscura?
Hace casi un siglo se descubrió que el universo se expande. Todos los científicos estaban de acuerdo en que la expansión debería disminuir con el tiempo. En 1998 se diseñaron dos estudios para medir esta ralentización. La sorpresa fue total cuando se observó que el universo está acelerándose. Se especula que puede deberse a una energía repulsiva que llena dos tercios del cosmos.
Pues de la materia oscura… Ya ni hablamos
La mayor parte de la materia es de una variedad que ni absorbe ni emite luz. Podría ser una partícula misteriosa que actúa muy débilmente con las conocidas. El premio Nobel Frank Wilczek la bautizó ‘axión’. Nadie ha podido hallarla en cientos de experimentos.
¿Qué tiene de especial la nueva propuesta? «Va contra el dogma», responde el propio Oppenheim. «La mecánica cuántica choca con la gravedad clásica. La mayoría ha intentado crear una teoría unificada modificando la gravedad, esculpiéndola según las leyes cuánticas. Sin éxito», explica. Como afirma la física cuántica, una partícula puede estar en dos sitios a la vez y sincronizarse con otra a distancias siderales. Oppenheim se desmarca y sostiene que la gravedad no obedece esas reglas. Es fluida, no está hecha de 'cuantos' o paquetes de energía. Por tanto, no se puede meter en el mismo saco que a las otras tres fuerzas fundamentales. Más aún, como la gravedad está por todas partes, íntimamente unida al espacio-tiempo, que es la sustancia con la que está tejida nuestra realidad, tampoco hay que molestarse en buscar una partícula que la produzca, el gravitón, perseguido por miles de físicos que aspiran al Nobel. En definitiva, Oppenheim le da la razón a Einstein, al que desagradaba la incertidumbre que anida en la física cuántica. Ya sabe: mientras no abras la caja donde has metido a un gato junto a una botella de veneno, el minino está simultáneamente vivo y muerto.
Antes de profundizar, conviene hacer un poco de historia. Y viajar (en el espacio y en el tiempo) a Bruselas en 1927. Se celebra el quinto congreso Solvay. Ahí están todos los gigantes de la física del siglo XX. Los padres de la cuántica: Max Planck, Werner Heisenberg, Erwin Schrödinger (el del gato), Paul Dirac, Niels Bohr... Y, aislado en un rincón, Einstein, que un año antes había pronunciado su famoso: «¡Pero Dios no juega a los dados!», disconforme porque las leyes de la naturaleza no deberían ser aleatorias, por mucho que las ecuaciones se empeñen... En Solvay, Bohr le replicará: Antes de profundizar, conviene hacer un poco de historia. Y viajar (en el espacio y en el tiempo) a Bruselas en 1927. Se celebra el quinto congreso Solvay. Ahí están todos los gigantes de la física del siglo XX. Los padres de la cuántica: Max Planck, Werner Heisenberg, Erwin Schrödinger (el del gato), Paul Dirac, Niels Bohr... Y, aislado en un rincón, Einstein, que un año antes había pronunciado su famoso: «¡Pero Dios no juega a los dados!», disconforme porque las leyes de la naturaleza no deberían ser aleatorias, por mucho que las ecuaciones se empeñen... En Solvay, Bohr le replicará: «Deja de decirle a Dios lo que tiene que hacer». Años más tarde, Einstein le escribiría a un amigo: «Me he convertido en un viejo solitario al que se conoce sobre todo por que no lleva calcetines y al que exhiben como una curiosidad en ocasiones especiales».
Einstein nunca arrojó la toalla, pero murió sin conseguir que la física aportara certezas. Tampoco los partidarios de la cuántica han conseguido 'domar' a la gravedad. Los teóricos de cuerdas describen un universo en el que las partículas son hilos que vibran; y los que defienden la teoría de bucles aseguran que es una trama de lazos. Las matemáticas de unos y otros son consistentes. Pero no bastan; describen el mundo real, pero también pueden acabar dibujando uno inventado. Por ejemplo, nuestra realidad tiene en apariencia cuatro dimensiones: las tres espaciales (alto, ancho y largo) más el tiempo. Pero las ecuaciones de cuerdas solo se cumplen con 10, 11, 26...Algunos físicos teóricos se lamentan de que su disciplina se parezca cada vez más a una religión primitiva: postula sobre universos paralelos, viajes en el tiempo, eternos retornos... Otras veces parece ciencia ficción: ¿vivimos en una simulación, como en Matrix? Si usted lo dice, ¿pero cómo lo demuestra?
Oppenheim ha publicado dos artículos, donde concluye que el espacio-tiempo es clásico, es decir, continuo, aunque no tanto como le hubiera gustado a Einstein, pues experimenta una especie de bamboleo. A continuación, propone un experimento. Estas oscilaciones implican que el peso de los objetos varía de un instante a otro. Solo hay que medirlo con mucha precisión. Tanta que puede que hagan falta veinte años para tener una 'báscula' a punto. La teoría de Oppenheim es híbrida porque acepta la física cuántica sin renegar de la clásica. «No hay que poner todos los huevos en la misma cesta», resume.
La crisis de la física se agudizó después de su gran victoria: el hallazgo del bosón de Higgs (2012). La comunidad científica pudo exclamar un enorme «ya te lo dije». Pero muchos esperaban que el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) de Ginebra encontrase algo más. Porque el bosón solo era la última pieza del puzle del modelo estándar. Quizá Oppenheim ha encontrado el hilo para salir del laberinto. Lo difícil viene ahora: probarlo. Hagan sus apuestas.
Oppenheim está convencido de que su propuesta revolucionará la física. Pero los líderes de las teorías actuales más aceptadas (la de cuerdas y la de bucles) discrepan. Creen que no podrá demostrar su teoría.
Según Einstein, el espacio y el tiempo forman una especie de tela que la gravedad puede estirar o encoger. Oppenheim propone que esa tela también flamea de manera impredecible, como si fuera una bandera al viento. Si esas ondulaciones son muy pequeñas, la gravedad encajaría con la mecánica cuántica. Pero a partir de cierto tamaño deberían estar provocadas por la misma curvatura del espacio-tiempo, y entonces la gravedad es clásica.
El experimento para medir esas ondulaciones se inspira en el trabajo diario de la Oficina Internacional de Pesas y Medidas, en Francia, que pesa rutinariamente una masa de un kilo para comprobar que… sigue pesando un kilo. Habría que poner en estado cuántico un objeto del mundo ‘real’ (no vale una partícula subatómica) todo el tiempo que se pueda (una fracción de segundo). Y pesarlo antes, durante y después.
Los científicos del University College London aspiran a pesar una molécula grande, como la del carbono 60. O, mejor, átomos con gran densidad, como los del oro. Para ponerlos en ese ‘trance’ cuántico, hay que aislarlos y eliminar cualquier interferencia. Si el peso fluctúa y, además, lo hace más allá de cierto margen, habrían ganado.