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CINELANDIAS 'El sexto sentido': terror sin fanfarrias

M. Night Shyamalan recupera el magisterio de las viejas películas de terror, maneja  los deselances pasmosos y desdeña las pirotecnias efectistas, los sobresaltos facilones y las fanfarrias truculentas. El sexto sentido es sugerente y original y contiene reflexiones en sordina sobre el amor, la culpa y la expiación.

Viernes, 21 de Abril 2023, 11:49h

Tiempo de lectura: 4 min

Tras estrenarse con un par de películas convencionales y más bien ineptas, el realizador indio criado en Philadelphia M. Night Shyamalan (n. 1970) sorprendió al mundo con El sexto sentido (1999), una insólita ghost-story cuya intriga se sustentaba sobre la utilización a rajatabla del subjetivismo, rematada con un colofón descolocante que obligaba al espectador a reconsiderar todo lo que hasta ese momento había visto.

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El tirón del final. Sus finales sorprendentes despistan sobre lo que verdaderamente importa en el cine de M. Night Shyamalan: su manejo de los tiempos muertos y su preferencia por el terror sugerido.

A raíz de este éxito inesperado, Night Shyamalan realizó una serie de películas (algunas sobresalientes, como El protegido o El bosque) que repetían la fórmula que lo había conducido a la fama, incorporando hacia su desenlace una revelación pasmosa que alteraba drásticamente la perspectiva de la narración.

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Los fantasmas de Shyamalan.Shyamalan ha logrado ser original a partir de un material tan resobado como las historias de fantasmas. Aquí, el director en un cameo de la película: hace de médico para homenajear a los médicos de su familia.

Siempre pensé que mientras Shyamalan no lograra liberarse de esta suerte de “impuesto revolucionario” demandado por el público, corría el riesgo de convertirse en una caricatura de sí mismo; pero lo cierto es que cuando se liberó de él empezó a perpetrar películas bodriosas tales como Airbender, el último guerrero (2010) o After Earth (2013), en las que resulta casi imposible rastrear la huella de aquel cineasta que parecía llamado a suceder a Alfred Hitchcock como maestro del suspense. Ahora añoramos al Shyamalan que corría el riesgo de convertir su genialidad en caricatura.

Candidato a sucesor de Hitchcock

Y es que, desde que Hitchcock estableciese los preceptos canónicos del suspense moderno, todos los realizadores de valía que se habían aproximado a los géneros de intriga y terror no habían hecho sino repetir hasta el agotamiento las fórmulas urdidas por el maestro inglés; contra esta tendencia cansina y epigónica se alzó Shyamalan en El sexto sentido, en donde patentó un estilo distintivo (y casi invisible) que mantenía en vilo a las audiencias y nada tenía que ver con el del maestro inglés. Donde Hitchcock se servía, con cinismo y crueldad, del efecto hipnótico que generaban sus apabullantes artefactos visuales, Shyamalan se servía de la identificación del espectador con unos personajes, un poco esquivos y un poco pusilánimes, que se mueven en territorios inconcretos de desvalimiento y zozobra y asumen (por lo general a disgusto, o siquiera renuentemente) misiones que rebasan su comprensión y ponen a prueba su fe. Tal vez la fe sea el asunto más recurrente y medular del cine de Shyamalan, no sólo en su aspecto estrictamente religioso, sino ampliamente vital.

Shyamalan consiguió mezclar en una alquimia perturbadora elementos tan dispares como la parapsicología new age y las clásicas enseñanzas teológicas sobre el purgatorio

El sexto sentido sorprendió al mundo porque desdeñaba las pirotecnias efectistas tan habituales en el contemporáneo cine de terror, recuperando el magisterio de aquellas viejas películas de Val Lewton, en las que la explicitud –sobresaltos, efectos especiales abracadabrantes y excesos hemoglobínicos– era sustituida por la capacidad de sugerencia. Su originalidad se lograba a partir de un material tan resobado por la literatura y el cine como las “historias de fantasmas” (y lo mismo podría decirse de algunas de sus entregas posteriores: el mito de Caperucita Roja en El bosque, los tebeos de superhéroes en El protegido, etcétera); pero que, tocado por la varita mágica de Shyamalan, adquirió una novedad prístina. Y, debajo de su fachada convencional, El sexto sentido incorporaba un venero subterráneo de reflexiones en sordina sobre el amor, la culpa y la expiación en donde se alternaban las aprensiones más sombrías y los más discretos milagros. Sin sobresaltos facilones ni fanfarrias truculentas, Shyamalan consiguió mezclar en una alquimia perturbadora elementos tan dispares como la parapsicología new age y las clásicas enseñanzas teológicas sobre el purgatorio. Todo ello rodado (contemplado, casi) en un estilo parsimonioso y despojado –casi abstracto en su vocación de despojamiento radical–, que refutaba las tendencias epilépticas del cine por entonces en boga.

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La madre. Los personajes son un poco esquivos y pusilánimes, se sienten desvalidos y rebasados y el espectador se identifica con ellos. En la foto, Toni Collete, y Haley Joel Osment, ambos fueron nominados al Oscar por sus papeles en esta película.

Naturalmente, no diremos ni una sola palabra sobre la trama de El sexto sentido, pues presumimos que nuestros lectores la conocen sobradamente; y así no se la desgraciaremos al que todavía no se haya asomado a ella. Con aquella película tan a contracorriente, tan aparentemente sencilla y “convencional”, Shyamalan encontró el tono que se amoldaba a su muy particular manera de ver la quebradiza naturaleza humana, siempre en contacto con fuerzas sobrenaturales que los ojos no distinguen; y su tour de force final sería desde entonces plagiado hasta la náusea por cineastas de todos los pelajes y latitudes. Pero tal vez esta revelación final que tanto encandiló a los espectadores de El sexto sentido los despistó de lo que verdaderamente importa en el cine de M. Night Shyamalan: su sabio empleo de los tiempos muertos, su preferencia por el terror sugerido, por la espeleología de esos estados del alma que median entre el desconcierto y el desasosiego, entre la zozobra y la aceptación liberadora del misterio.