CINELANDIAS 'Terciopelo azul', aberraciones indescifrables
Nadie puede seguir sin creer en el averno después de haber visitado el apartamento del personaje que interpreta Isabella Rosselini en esta película sobrecogedora y desquiciante. Es una de las que más miedo me ha infundido en toda mi vida. Me sigue suceciendo cada vez que la veo.
Miércoles, 26 de Abril 2023
Tiempo de lectura: 4 min
Muchos pondrán en duda la adscripción genérica de Terciopelo azul (1986) al terror; pero la vida puede sobre las adscripciones, y debo confesar que esta sobrecogedora y desquiciante película de David Lynch es una de las que más miedo me ha infundido en toda mi vida (y me lo sigue infundiendo, cada vez que vuelvo a verla).
A simple vista, Terciopelo azul parece una película de intriga, una suerte de thriller psicológico con sus ribetes de perversidad, pues nada de lo que en ella sucede parece contrariar las leyes naturales. Pero si reparamos en los detalles de su trama, observaremos que su lógica narrativa adolece de incongruencias y constantes concesiones a la irracionalidad: no entendemos cuál es la razón por la que han sido secuestrados el marido y el hijo de Dorothy Vallens (Isabella Rossellini); tampoco parece verosímil que alguien que ha sido asesinado de un tiro permanezca de pie (como ocurre en la matanza final con el hombre del traje amarillo); ni se explica cuáles son los misterios que acechan ese “mundo extraño” en el que se desenvuelve la película. Por no hablar de la indescifrable rareza de los comportamientos de la mayor parte de los personajes, que lindan con el friquismo o la demencia más desaforada. Y es que Terciopelo azul está narrada como si fuese un sueño (o pesadilla), un sueño si se quiere bipolar, en el que Sandy (Laura Dern) representa la tibieza acogedora de un mundo matinal y soleado; y donde Dorothy encarna el acecho de un mundo sombrío y abismal, sórdido… y muy dolorosamente atractivo.
Lynch nos muestra desde un principio una tensión pendular entre estos dos mundos (que podrían interpretarse como capas de la psique humana, al modo freudiano): frente al sosiego bobalicón de una pequeña ciudad americana, con tulipanes restallantes en los jardines y cielos azules que parecen esmaltados, las faunas menudas y abyectas que menudean y se despedazan a ras de tierra.
Lynch fotografía la desnudez ajada y cruda de Isabella Rossellini mostrándonos una belleza a la vez espléndida y decrépita
Después de que su padre sufra una crisis cardíaca, el protagonista Jeffrey (Kyle MacLachlan) se encuentra en un solar invadido por la maleza con una oreja humana, sajada de forma violenta y merodeada por la pudrición y las hormigas. Cuando la cámara, en un plano imposible, se adentre en las circunvoluciones de esa oreja, sabemos como espectadores que estamos a punto de zambullirnos en un mundo ominoso, pululante de aberraciones indescifrables.
Jeffrey se enamora de Sandy, la hija del detective Williams (George Dickerson), encargado de dilucidar o embrollar el caso de la oreja cortada; pero a la vez siente una oscura pulsión por Dorothy, desde el preciso instante en que la ve cantar la canción que da título a la película, cuyo apartamento allanará con la intención de proseguir clandestinamente sus pesquisas… o tal vez con otro fin menos confesable.
La larga secuencia en la que Jeffrey, escondido en un armario, espía a Dorothy y contempla con horror (el mismo horror que embarga al espectador), como si mirase de frente a la Gorgona, la irrupción de Frank Booth (Dennis Hopper), es uno de lo momentos más brutalmente terroríficos de la historia del cine. Isabella Rossellini tal vez sea una actriz muy limitada, pero el personaje de Dorothy, que compone con una mezcla de sonambulismo y aflicción, es inolvidable por traumático: Lynch fotografía su desnudez ajada y cruda con inmensa sabiduría, mostrándonos una belleza a la vez espléndida y decrépita, como una flor venenosa que abre carnalmente su corola, hasta despojarse de sus pétalos, sobre el telón de fondo de unas paredes que tienen el color amoratado de la disnea.
Y cuando aparece Dennis Hopper, uno desea que lo trague la tierra: no sólo por las sevicias que inflige sádicamente a Dorothy, sino también –y sobre todo— por su forma de hablar (siempre con gritos, mezclados con aspavientos feroces), por su expresión crispada y retorcida; así hasta que extrae la mascarilla que esconde en la chaqueta y oímos el silboteo del oxígeno acariciando sus bronquios… Es un momento radicalmente infiernado, en el que el espectador siente el beso de una llama gélida penetrando en la médula de sus huesos, calcinando su alma desprevenida, llenando de oscuridad su corazón. Terciopelo azul seguirá aún por un largo trecho, acunada por los compases de Angelo Badalamenti, pero la secuencia que acabamos de describir sigue palpitando en nuestras retinas, como una úlcera irrestañable.
Nadie puede permanecer el mismo después de ver esa secuencia, nadie puede seguir sin creer en el averno después de haber visitado el apartamento de Dorothy Vallens. Quien lo probó lo sabe.
-
1 ¿Cómo han convertido las adolescentes la medicina estética en algo tan habitual como ir a la peluquería?
-
2 Tres propuestas para que tu dieta antiinflamatoria sea, además de saludable, sabrosa
-
3 Pódcast | Drogas, abortos, abusos... el dolor de Maria Callas en el rostro de Angelina Jolie
-
4 Cada vez más cerca del otro planeta 'habitado': así trabaja el telescopio Tess
-
5 Transnistria, un lugar atrapado en el tiempo (y muy apreciado por Putin)