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Víctimas de la radiación Los 500 soldados malditos de Fukushima

El portaviones estadounidense USS Reagan ayudó a la población japonesa tras el “tsunami” y la explosión de la central de Fukushima. 500 militares que participaron en aquella misión humanitaria están gravemente enfermos por la radiación. Nadie los avisó del peligro. Olvidados por el Ejército, reclamaron justicia y pusieron a la Marina y al sector nuclear contra las cuerdas.

Jueves, 24 de Agosto 2023, 12:56h

Tiempo de lectura: 11 min

El 11 de marzo de 2011, el portaviones USS Ronald Reagan recibió la orden de dirigirse a la costa oriental de Japón. La zona acababa de ser devastada por un ‘tsunami’. El capitán, Thom Burke, cambió el rumbo. La misión recibió el nombre de ‘operación Tomodachi’. ‘Tomodachi’ significa ‘amigos’.

Tres años y medio más tarde, la oficial Leticia Morales vive atiborrada a pastillas. Ha pasado por oncólogos, radiólogos, especialistas en sangre, en riñones, en glándulas linfáticas. Hace un año y medio empezó a entender. Fue el endocrino quien le puso sobre la pista. «¿Estuvo usted en el Reagan? ¿Durante la Tomodachi?», le dijo.

Los militares de cubierta notaron algo raro. Un sabor metálico en la boca. Ahora creen que justo en ese instante atravesaron la nube atómica que liberó Fukushima

«Sí», contestó Morales. «¿Por qué?».

El médico respondió: «Porque en los últimos meses ya le he extirpado la tiroides a seis miembros de la tripulación que participó en la operación». En ese momento, Morales relacionó por primera vez todos sus males con el mayor desastre en la historia de la energía atómica de uso civil.

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El único que fue al tribunal. El teniente Simmons exige saber qué le ha dejado postrado en la silla. Es el único militar que acudió a la vista preliminar. «Nos llaman antipatriotas,» se lamenta. A la sesión llevó una pegatina con el lema «A nadie se le deja atrás».

La oficial Morales lleva en la Marina desde los 19 años. Es responsable de la cubierta del Reagan desde 2008 y tiene a cientos de personas a sus órdenes. El Reagan, un buque con capacidad para un centenar de aviones, es una verdadera ciudad flotante. Con él, Leticia ha recorrido los mares del mundo. Su misión: extender las fronteras de los Estados Unidos sobre las aguas del planeta.

El 2 de febrero de 2011, el Reagan partió desde San Diego. Se encontraban de camino a Corea del Sur cuando el capitán Burke se dirigió a la tripulación por megafonía. Su mensaje: un importante tsunami había afectado a Japón y tenían que dirigirse hacia allí para prestar ayuda humanitaria.

Morales no había notado nada. Si estás en mar abierto, dice, la ola te pasa por debajo como si fuera un pez. Las misiones humanitarias tampoco eran algo nuevo para ella. Cuando un tifón golpeó las Filipinas, también los mandaron allí. «Eso es lo que hacemos, ayudar», dice. Ese día, Morales todavía no sabía que habían explotado los reactores de Fukushima. Pero durante el trayecto notó algo raro, un sabor metálico en la boca. Todos lo percibieron. Ahora cree que fue en ese instante cuando atravesaron la nube atómica que Fukushima liberó sobre el Pacífico.

La llegada al epicentro del horror

El USS Reagan alcanzó la costa japonesa el 13 de marzo. La devastación era indescriptible. Casas, coches y cadáveres flotaban a su alrededor. El recuerdo de aquellos días le llena los ojos de lágrimas. No fueron en balde. Hicieron mucho bien.

A esas alturas ya sabían de las explosiones en la central nuclear. El capitán Burke los tranquilizó. No estaban en peligro, los niveles de radiactividad no eran preocupantes. Sus familiares en casa sí estaban inquietos. El padre de Leticia Morales le escribió varios correos electrónicos para avisar del peligro. Había trabajado en una central nuclear. «No salgas a la cubierta», le pedía su padre.

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El accidente. Como consecuencia del tsunami, se produjo el colapso de la central nuclear de Fukushima el mismo día 11 de marzo de 2011. La falta de refrigeración condujo a tres fusiones de núcleo, tres explosiones de hidrógeno y la liberación de contaminación radiactiva entre el 12 y el 15 de marzo.

Pero cuando solicitaron voluntarios para salir a cubierta y cargar los helicópteros de salvamento, ella se presentó sin dudarlo. También se ofrecieron otros de su equipo. No estaban preocupados, solo inquietos. Pasadas un par de jornadas, los altavoces escupieron un aviso urgente: «¡No bebáis agua del grifo! ¡No os duchéis!». Al día siguiente el capitán anuló la alarma, los niveles eran otra vez normales. Morales volvió a subir a cubierta con su equipo. «No creo que el capitán nos pusiera en peligro de forma consciente. Nadie en la Marina haría algo así. Ellos no sabían lo que estaba pasando», dice.

En un informe de la Secretaría de Defensa dirigido al Congreso de los Estados Unidos se afirmó después que el buque nunca estuvo a menos de cien millas náuticas de la costa. «Pero eso es absurdo», comenta Morales. Estuvieron más cerca, mucho más, afirma. En abril continuaron hacia Sasebo, en Japón. De allí navegaron a Tailandia y luego hasta Bahréin. Morales volvió a casa el 10 de julio de 2011. Dos semanas después fue ascendida, con una subida de sueldo de 400 dólares.

Tres años más tarde empezó a sentir ataques de náuseas. Se le hinchó el brazo. Empezó a tener problemas de visión. Le hicieron escáneres cerebrales, de sangre... Su médica le dijo: «A ti te pasa algo. Y es serio».

Poco después le encontraron un tumor en el hígado. Morales empezó a investigar por su cuenta. Sus síntomas coincidían con las secuelas de la radiactividad. «Me lo confirmaron algunos de los médicos –dice–. Pero no podían asegurarme que la hubiera recibido a bordo del Reagan. No podían o no

querían. No lo sé».

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El primer muerto. La primera víctima mortal del caso falleció de un extraño tipo de cáncer. Su nombre: Theodor Holcomb. El hombre de la imagen es su amigo, el exsoldado Leslie, que posa con sus cenizas.

Durante el verano de 2014 empezó a sufrir arritmias. En otoño le localizaron una metástasis en el pecho. Entretanto, la Secretaría de Defensa presentó al Congreso un estudio sobre la actividad de la Marina durante la Operación Tomodachi. En él se afirmaba que la marinería no había estado expuesta a niveles de radiación peligrosos.

Una demanda millonaria

Eso fue todo. A Leticia Morales solo le quedaba un voluminoso informe médico y las historias de un par de compañeros, también enfermos.

Entonces supo de la demanda conjunta que estaban preparando dos abogados. Querían demandar a Tepco, la propietaria de la central de Fukushima, en nombre de los 70.000 militares norteamericanos que estuvieron cerca. Morales se puso en contacto con los letrados. Para ella, era importante que la demanda no se dirigiera contra la Marina. Leticia es soldado. Y leal. Había perdido su salud, pero no sus principios.

Los abogados le explicaron que en los Estados Unidos no se puede demandar a las Fuerzas Armadas. Los militares no pueden responsabilizar al Estado por pérdida de vidas o salud. Así que Morales sumó su nombre a la lista. Otros compañeros enfermos siguieron su ejemplo.

Enfermos como Brett Bingham. Brett dona sangre dos veces al año. El año pasado recibió un aviso del banco de sangre. Debía presentarse allí inmediatamente. Tenía una hepatitis severa. Un médico le comentó que podía tratarse de la llamada 'hepatitis por radiación'. Es algo que va y viene. Le realizaron dos exploraciones. Y luego una tercera. Todo está bien, le aseguraron. Pero ya no puede volver a donar sangre.

Enfermos como Ron Wright. El viaje a Japón fue su primera misión en el extranjero. Y la última. Recuerda haber estado en cubierta junto con Morales, se acuerda del frío, pero también de la ropa protectora que le dieron a los pocos días: pantalones, chaqueta y fundas para las botas. Cuando terminaba su turno, lo escaneaban y entregaba las cosas contaminadas. Las quemaban y luego arrojaban los restos al mar, cree Wright. «Siempre nos repetían que estábamos seguros», añade.

Un mes más tarde, los testículos se le inflamaron. Los dolores eran insoportables. El barco navegaba por el mar del Japón, y un médico de a bordo recomendó la evacuación por aire del joven marinero. La petición fue rechazada. Wright tuvo que conformarse con reposo y fármacos.

«Cuando pregunté si podía tener algo que ver con la radiación, mi médico contestó un ‘no’ muy brusco», afirma el soldado. «Me enseñó un informe de la Secretaría de Defensa que lo corroboraba. Pero los dolores no remitían. Me han operado siete veces. Siempre en hospitales militares. No tengo diagnóstico, solo un montón de pastillas».

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Jugarse la piel. Agentes de policía japoneses vestidos con trajes contra la radiación buscan cuerpos de las víctimas del terremoto y el tsunami entre los escombros un mes después de la explosión nuclear.

El único miembro del equipo de Morales que ha recibido un diagnóstico claro es Theodore Holcomb. Cáncer de la glándula paratiroides. Murió en abril de 2014. Es el primer fallecido de la Operación humanitaria Tomodachi.

Theodore Holcomb murió en Reno en los brazos de su mejor amigo, Manuel Leslie. Se conocían desde sexto curso, se alistaron juntos en la Marina. Ambos estaban separados. Poco antes de las Navidades de 2013, Holcomb empezó a notar que se quedaba sin aire. En enero, los médicos le dijeron que era cáncer de timo. Un cáncer muy poco habitual, a no ser que hayas estado expuesto a radiactividad. Holcomb tenía 35 años. Perdió diez kilos en un mes. No quiso que ni su exmujer ni su hija fueran a verlo. Prefería que lo recordaran como un hombre fuerte. Su último deseo fue felicitar a su hija por su quinto cumpleaños. Leslie sostuvo el teléfono.

La niña dijo: «Pero, papi, faltan días para mi cumple». «Lo sé», dijo Holcomb. Murió esa noche. Leslie estaba a los pies de su cama. Hoy es el administrador de la herencia de su amigo. En realidad, solo hay dos cosas que administrar: mantener el contacto con la hija de Holcomb y demandar en su nombre a varias empresas. Leslie va a ir al juicio. Su nombre figura en la lista que maneja Paul Garner, el abogado que quiere demandar a Tepco, pero también a Toshiba, Hitachi, Ebasco y General Electric, las empresas que construyeron los reactores de la central nuclear de Fukushima.

Dos abogados, contra los poderosos

El abogado Paul Garner se ha pasado la vida peleando contra las empresas que vulneran los derechos de los ciudadanos. Es un hombre de casi 70 años. A nuestra cita llega con una hora de retraso. Su viejo Mercedes no arrancaba, dice. No parece un hombre que esté trabajando en una demanda con indemnizaciones multimillonarias. Pero fue el primero en abrir fuego, junto con su socio Charles Bonner. Su lema: «Jodemos a la gente que jode a la gente».

Cáncer, derrames, espasmos... son algunos de los males que los soldados sufren. Un médico llegó a decirle a uno de ellos: «Es mejor que no sepa qué tiene»

Garner saca una gruesa cartera. En su interior están todos los casos que llevan. Han escrito a más de 500 marineros que enfermaron tras la misión; 250 han respondido. La intención es presentarse ante los tribunales con todos ellos. Por ejemplo, la marinera que dio a luz a un niño enfermo; o el mecánico que sufre una atrofia muscular inexplicable...

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Los abogados: dos expertos en derechos civiles. Los abogados Garner (izquierda) y Bonner defienden a los militares afectados. Las Fuerzas Armadas tardaron 20 años en admitir que el Agente Naranja usado en Vietnam era potencialmente letal. Esperan que esta vez no pase tanto tiempo.

El abogado quiere algo más que indemnizaciones para los marineros del Reagan, quiere desenmascarar el lobby mundial de la energía atómica. Pero va a ser difícil demostrar que sus defendidos se vieron expuestos a la radiactividad durante su misión. El objetivo último es conseguir mucho dinero, pero todo pasa por lograr que un tribunal de San Diego les permita presentar la demanda, que ya fue rechazada en primera instancia.

Garner les ha pedido a los marineros enfermos que acudan a la vista. Pero la mayoría no se atreve. Leticia Morales, que animó a sus compañeros, tampoco irá. No quiere que la fotografíen. Es soldado, dice. Los marineros no quieren estar enfermos, pero tampoco actuar contra la Marina ni contra su país. Al final, solo uno de ellos acude ante el tribunal de San Diego. Es el teniente Simmons. Va en silla de ruedas. Simmons se ha levantado a las cuatro de la mañana para presentarse puntual a la vista. Ha ido en avión desde Salt Lake City, donde vive con su mujer y sus cuatro hijos, hasta San Diego. Su billete y el de su mujer han sido casi 700 dólares. Pero es importante para él. Necesita respuestas.

Una victoria muy triste

Los problemas de salud de Simmons comenzaron al año de volver de Japón. Tenía migrañas y derrames, incontinencia y los dedos se le tiñeron de amarillo, sus valores hepáticos se deterioraron como los de un alcohólico. Y nadie sabe explicarle por qué. Un médico llegó a decirle: «Es mejor que no sepa lo que tiene».

No cree que la Marina esté detrás. No duda de su buena fe. Ha participado en dos acciones humanitarias tras el tsunami y lo haría una tercera vez si sus fuerzas se lo permitieran. Lo que le molesta es la conducta actual del capitán Burke. Su silencio, que calle por su carrera militar. Ahora está en el Pentágono y quiere ser general, afirma Simmons. «Estamos ante una combinación de intereses personales, diplomáticos y económicos», asegura. «Nos han dejado solos. Hay soldados enfermos por todas partes. Son gente humilde, con familia, gente leal. Los que alzan la voz son tachados de antipatriotas, hay que tragar mucho para seguir adelante», dice Simmons.

Los militares no pueden demandar al Ejército, pero sí a la central. Sus abogados, expertos en derechos civiles, tienen un lema: «Jodemos a la gente que jode a la gente»

Y ahora va camino de su nueva misión. Cuando entra con su silla de ruedas en la sala del tribunal, ve en un extremo a los abogados de un gran bufete de Los Ángeles y en el otro lado a Paul Garner y Charles Bonner, los defensores de los derechos civiles. Simmons nunca olvidará los rostros burlones de los abogados de Tepco, con sus trajes de 3000 dólares.

La jueza no le hizo ni una pregunta durante la vista. Pero Simmons estuvo allí. Le puso rostro al sufrimiento. Gracias a su presencia, Garner consiguió borrar la sonrisita de los rostros de los abogados de la industria.

La decisión del tribunal llegó por correo semanas más tarde. «El tribunal acepta la demanda, pueden iniciar el proceso». El escrito de acusación tiene un centenar de páginas. Incluye los nombres de 237 marineros enfermos. Se dirige contra la codicia de las empresas y contra la chapucería de los constructores, contra la política mundial y el cinismo de la humanidad. La acusación es tan completa que parece no tener un objetivo claro, casi parece como si el USS Reagan fuese el último barco de la humanidad. Un barco fantasma cargado de espectros.


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