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Me he perdido muchas veces en mi vida. En el sentido metafórico, alguna; en el literal, mogollón. De hecho, soy famosa por eso. Lo que no sabía es que era contagioso. Ni tampoco hasta qué punto.
En la entrada a Santiago habíamos dejado atrás a los rocieros señoritingos, y las torres de la catedral, que se levantaban con soberbia entre los tejados, nos indicaban que estábamos a punto de llegar a la meta. Todo eran alegrías, y lo hemos conseguido, y toma del frasco, Carrasco. Entonces, nos perdimos. Durante tres minutos, tres minutos preciosos y definitivos, anduvimos dando vueltas por las callejuelas estrechas de la ciudad, peleándonos con las hordas de peregrinos y con el Google Maps. Al fin, alcanzamos la Plaza del Obradoiro.
«No me lo creo. Los rocieros están ahí haciéndose un selfie. Joder. ¡JODER!», exclama Isa. Nos quedamos estupefactos. Los malditos mil veces no solo nos habían robado el triunfo, sino la felicidad de la llegada. Por tres minutos. Por tres putos minutos. Si mi vida fuera una película de Hollywood, además de estar yo buenísima, habríamos ganado. Pero no: es una película 'indie'. Y en las películas 'indies', los héroes siempre pierden.
«Que les den», digo con despecho. Y, en ese momento, miramos a nuestro alrededor y nos damos cuenta en dónde estamos. En la Plaza del Obradoiro. En el lugar al que llegan millones de peregrinos de todo el mundo, unos por devoción y otros por afición, unos sacrificándose y otros turisteando, unos porque quieren poner a prueba los límites de su fe y otros porque quieren poner a prueba los límites de su cuerpo. Pero todos quieren pisar esta ciudad solemne hecha de piedra, de sol pálido y lluvia fina, de mitos y leyendas; el mito de la aparición del Apóstol en la batalla de Clavijo para vencer a los moros, la leyenda de una tumba que impulsó a los cristianos a peregrinar hasta Santiago para unirlos frente a un enemigo común, que propició un fértil intercambio económico y cultural y que formó una Europa que «se hizo peregrinando a Compostela», según las palabras de Goethe que aparecen, en diversas lenguas, sobre las baldosas de una calle de Santiago.
A la Plaza del Obradoiro no dejan de llegar peregrinos: ciclistas con los mocos restregados por la cara, pandillas de jóvenes arios con los uniformes adecuados para invadir Polonia, amigos que se ponen camisetas del mismo color sobre las camisetas sudadas, chavalería variada y grupos con las banderas de sus países. Todos se abrazan, y se besan, y se felicitan, y se hacen fotos. Nosotros hacemos lo propio, que no te vas a recorrer a pie 113 km sin dejar testimonio gráfico. Para posar, buscamos las escaleras en las que nos fotografiamos la última vez que estuvimos todos juntos en Santiago: treinta y siete éramos. Y solo los parientes en primer grado. En el caso de mi santo, la familia nuclear es una bomba ídem.
La ciudad es un parque temático del catolicismo. De la catedral entran y salen curas vestidos de curas, monjas vestidas de monjas, frailes en sandalias. La vista se me va tras un monje altísimo y rubísimo que luce un hábito entre un atuendo de maestro Jedi y un diseño de Rick Owens. Yo me lo pondría, desde luego. Antes de que me lance sobre el tipo para preguntarle en qué orden he de ingresar para hacerme con ese modelazo, me intercepta mi santo: «Vamos a sellar la Compostelana, anda». Pues vamos.
No hay mucha cola, porque el sellado está automatizado. Sí la hay para abrazar al santo. Tres cuartos de hora. Pero quiero verlo. Quiero abrazar al abrazado por los peregrinos a través de los siglos. Quiero agradecerle que mi cadera haya aguantado. Quiero pedirle que le dé recuerdos a mis padres, a los que perdí hace treinta años, pero en los que pienso todos los días. Y quiero echármelo a la cara para decirle «Aquí estoy. Yo ya he cumplido mi parte del trato, ahora cumple tú la tuya». Apenas me da tiempo: una vigilante, con todo el aburrimiento del mundo en su voz, me interrumpe con un «el siguiente». Ni hablar con los santos tranquila puede una.
Con Santiago abrazado y la Compostelana sellada, celebramos la llegada con unas cervezas. Y comemos, claro. Así me estoy poniendo: Isa habrá recuperado la vista pero, conmigo, Santiago no ha hecho milagro alguno. Dos kilos he cogido. Que alguien me lo explique: ando como una mula y me pongo como una vaca. Si voy a 'Supervivientes', engordo.
Tras la comida, seguimos charlando. «El Camino es como la vida, te encuentras obstáculos, los superas, conoces gente, pierdes gente», dicen mis sobrinas. Además de guapas, las niñas han salido listas. Y yo que creía que solo era cuestión de andar. Pero incluso a mí, que soy agnóstica porque el mundo me hizo así, me da que el Camino se trata de algo más. De la pieza del puzle que falta y nunca encuentras. Del poster de Mulder en su despacho que decía «I want to believe». Y yo, hoy, quiero creer. Tiene que ser una plenitud rara y hermosa, algo parecido a lo que experimenté caminando bajo las bóvedas de los eucaliptos, abandonada al movimiento autómata de los pies, invadida por un extraño sosiego que nunca siento. Si es así, rocé a Dios, o a lo que fuera, con la punta de los dedos. Vale, me he puesto un pelín mística. Peor es lo de mi santo que, ahora, quiere hacer el Camino Francés. Pues nada, chato: buen Camino.
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Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
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