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La niebla, espesa y grumosa como un puré de patatas de bolsa, hace que apenas se distinga el perfil de los árboles.
Diez peregrinitos
El Camino Inglés, de Ferrol a Santiago de Compostela

Diez peregrinitos

La noche se convirtió en una novela de Agatha Christie

Jueves, 17 de agosto 2023, 00:04

Etapa 4

  • Hospital de Bruma La noche en este alojamiento bien merece un capítulo propio.

Recompuestos en cuerpo y alma por las atenciones de María del Carmen, la encargada del hostal nos recoge en Casa Avelina para llevarnos a las afueras de Hospital de Bruma, donde nos hospedamos. Es joven y se muestra amable, pero tiene un gesto adusto, serio, de vejez prematura. Intuyo que es el resultado de llevar mucho mostrador detrás, de aguantar a forasteros idiotas y parroquianos impertinentes, de tener ganas de salir de un sitio al que jamás querría volver. Cuando llego y veo el hostal, corroboro mis sospechas.

Bruma hace honor a su nombre. Apenas se distingue el perfil de los árboles y, entre una niebla espesa y grumosa como un puré de patatas de bolsa, solo destaca la luz del hostal de enfrente. Ha comenzado a llover, y la tarde es cerrada y oscura, tanto que se confunde con la noche. A pesar de estar ya a cubierto, nos invade una sensación de desamparo.

Antes de subir a las habitaciones, tomamos un café en el bar. El bar es grande, el hostal es grande, todo es grande en un lugar aislado que puede expandirse a lo largo del páramo sin encontrar límite alguno. Correcaminos se está tomando una infusión junto a la ventana. Ya ha llegado, el payo. No nos extraña; nos hemos acostumbrado en ser casi los últimos en alcanzar la meta. También está por allí una chica joven, con piernas de gacela, que hace el Camino sola, y, al final de la barra, las dos versiones de la relación paterno filial: el viejo alemán agónico con su hija la despegada y un cuarentón con la suya, una cría pequeña y encantadora a la que, durante un par de etapas, hemos visto subir cuestas letales sin quejarse.

Entramos en las habitaciones. En el baño vuelve a haber cortinilla. Contorsionándome para no rozarla, me ducho con sumo cuidado. Descansamos viendo la televisión. Bueno, la veo yo, que mi santo se ha quedado traspuesto, como es habitual en él. Me fascina y me enerva su capacidad extraordinaria para dormir en cualquier sitio y en cualquier momento. Dios le concedió ese talento. Y lo aprovecha bien.

La bruma de Bruma

Es casi la hora de cenar: nos han advertido que hay que pedir antes de las nueve porque la cocina cierra media hora después. El bar se ha llenado de gente de los alrededores que toma cañas, juega a las cartas y habla un gallego tan vertiginoso que es imposible de entender. Miramos de un lado a otro, pero no hay ni rastro de las Diésel, las sevillanas que también se alojan en este hostal y con las que habíamos quedado para tomarnos un vino. Qué raro. Tendrían que estar ya aquí.

Entramos en el restaurante. Es desangelado, enorme, con las mesas tan separadas entre sí como un matrimonio de aristócratas. Para nuestra estupefacción, una cabeza de macho cabrío con una corbata azul preside la sala. Aún nos quedamos más estupefactos cuando la camarera nos dice que veamos la carta en el móvil, especifiquemos el número de comensales, ordenemos los platos y enviemos ese mensaje a cocina. El contraste entre la decoración cinegética encorbatada y la tecnología camareril hace que me estalle la cabeza.

Las Diésel siguen sin dar señales de vida. Comenzamos a preocuparnos. O se han quedado en Casa Avelina con María del Carmen tejiendo flores de ganchillo para el altar de San Roque, o se las ha tragado la niebla, esa niebla que difumina los paisajes y envuelve a las personas, y las confunde, y las hace desaparecer.

Miro a mi alrededor. En una mesa está Correcaminos, en otra el alemán agónico con su hija y, dos mesas más allá, el cuarentón con la niña. Cerca de nosotros cuatro, cena la joven gacela. En total, diez personas. Me pregunto qué tendremos en común. El Camino de Santiago, claro, pero ¿qué nos ha llevado a hacerlo? ¿El turismo? ¿La aventura? ¿El sentimiento religioso? ¿La necesidad de expiar nuestros pecados? ¿Y si es esto último lo que nos une? ¿Y si todos los que estamos ahí cargamos con una mochila llena de plátanos y de culpa? ¿Y si, en cualquier momento, suena una voz en el restaurante que nos acusa a cada uno de los presentes de haber cometido un crimen? Eso es lo que ocurre en 'Diez negritos', la novela de Agatha Christie en la que un desconocido anfitrión acoge, en una solitaria mansión situada en una isla remota, a diez invitados que van siendo asesinados uno a uno. Solo me falta encontrarme una bandeja de cristal con diez pequeñas figuras de porcelana. Diez negritos. Diez peregrinitos.

La camarera nos sirve la cena. Será mi imaginación, pero creo que la oigo canturrear una canción mientras pone los platos sobre la mesa: «Diez negritos se fueron a cenar. / Uno de ellos se asfixió y quedaron / nueve. / Nueve negritos trasnocharon mucho. / Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron / ocho…». Es la nana que, en la novela de Christie, sirve de guion para los asesinatos. Mira, yo ya no puedo más. Ni Isa, ni Antonio. Mi santo, tranquilísimo, se echa un trozo de pan a la boca. «No sé qué prisa tenéis», nos dice. Procurando no asfixiarnos, engullimos lo más rápidamente posible y nos vamos a nuestras habitaciones.

Echo el cerrojo. Me paso toda la noche despierta, alerta, atenta a los ruidos y a las sombras, sin quitarme a las Diésel de la cabeza, pensando si, a la hora del desayuno, amaneceremos los diez peregrinitos o faltará alguno. Mi santo, en cambio, se duerme ipso facto. De verdad, qué tío. Y qué noche.

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