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Igual no se ha dado cuenta, o se ha dado cuenta ya tarde. Ha pedido menú completo en la hamburguesería, ensalada incluida para aliñar al gusto. Dos toquecitos al salero y casi arruina la lechuga. «¿Por qué le pondrán estos agujeros tan grandes al salero?», ... se pregunta molesto. La respuesta lógica es que lo hacen para que salga más sal. Y, efectivamente, es para eso. «Mi empresa se dedicaba a la fabricación de saleros de plástico y los sellábamos para que nadie pudiera romperlos. De cara a la galería, alegábamos razones de seguridad, pero en realidad queríamos evitar que los dueños de los restaurantes a los que se los vendíamos los rellenaran. De esta manera, no les quedaba más remedio que reemplazarlos por otros nuevos y nosotros vendíamos más. Un día el jefe me llamó al despacho y me mostró dos saleros: el nuestro y el de la competencia. 'Los consumidores siempre hacen el mismo gesto para echarse sal, una o dos sacudidas cortas. Si el salero echa más sal, se gastará antes y venderemos más. ¿Ves que el de la competencia echa más?'. '¡Claro! Tiene dos agujeros más que el nuestro', le dije, contándolos. 'Pues ya sabes lo que hay que hacer'. La estrategia funcionó y las ventas aumentaron. Al cabo de unos meses, mi jefe volvió a la carga y me pidió que ensanchara discretamente los agujeros para que la sal cayera más deprisa. Nadie se dio cuenta. Y mejoramos las ventas».
¿Picaresca? Un poco más que eso. «El 'food-business' es un universo despiadado», denuncia el francés Christophe Brusset. Durante veinte años trabajó en la industria alimentaria como ingeniero, broker y director de compras. En 'Y ahora ¿qué comemos?' (Ediciones Península) desvela algunas de las estrategias que emplean las compañías que pelean por engordar sus beneficios en la «selva» de la industria de la comida rápida. Trucos, rendijas abiertas en las normativas y conductas poco éticas.
Vamos, que nos la dan con queso. A él, de hecho, se la dieron con mantequilla, que no era mantequilla pero lo parecía. En el envase ponía 'Buttor Selection', tan parecido a 'butter' (mantequilla en inglés) que hasta a un experto como él se la colaron. «La auténtica mantequilla debe contener al menos el 82% de materia grasa procedente exclusivamente de la leche, pero la que compré solo tenía un 80% y procedía, en su mayoría, de aceites vegetales». Era, dice, «una margarina con un poco de mantequilla», en lo que califica de ejemplo de «trampa de un marketing engañoso».
Otras veces el truco no está en cambiar una letra al nombre, sino en algo que pasa aún más desapercibido, una etiqueta ambigua. «Mezcla de mieles originarias y no originarias de la UE», ponía en aquellos tarros que su empresa colocó en los estantes bajos de los supermercados a precio de saldo. Y aun así ganaban, ¿cómo es posible? «Importamos cientos de kilos de esa miel china que de miel solo tenía el nombre, porque era una mezcla de azúcares, colorantes, aromas, polen... La envasamos en tarros de un kilo, que las grandes superficies vendían a 5 o 6 euros el kilo. A ellas se lo vendíamos a 3 o 4 y nosotros la comprábamos a un euro». Con esa mención «opaca» en la etiqueta ocultaban a los consumidores que era una miel procedente de China. «Habría sido más justo poner: 'Mezcla de pseudomiel de todas partes y de ninguna'».
China es también el mayor exportador de tomate concentrado, «aunque el de peor calidad lo exporta a África y Oriente Medio», advierte Christophe Brusset. «Cuando comes una pizza, lo más probable es que estés consumiendo tomates que vienen de muy lejos. Ojalá en las etiquetas pusiera 'fabricado a partir de tomates franceses, o italianos, o chinos'. Al fabricante no le costaría nada y el consumidor podría elegir con conocimiento de causa».
Crema de cacao y avellanas: «Aunque en el anuncio destaquen que algunas cremas contienen leche y avellanas, se trata de productos que, básicamente, llevan aceite y azúcar. Algunas contienen un 13% de avellanas y un poco de leche en polvo».
¿Dónde está el bogavante?: «Una asociación de consumidores denunció a una empresa que vendía surimi 'supremas con sabor fresco a bogavante' y destacaba la palabra 'bogavante' con una tipografía mayor. El producto no llevaba bogavante, ni siquiera en forma de aroma, y la empresa se justificó diciendo que «se indica que tiene sabor a bogavante sin llegar a sugerir su presencia».
¿Qué es el néctar de fruta?: «Un término más 'vendedor' que 'zumo diluido', que es lo que es. El zumo de fruta es el que se obtiene exprimiendo la fruta, sin diluirla».
Que es la que nos falta en casi todo, a juzgar por lo que cuenta el autor. Desvela también que muchas veces, cuando creemos estar tomando fruta, en realidad tomamos zumo de sauco. «La razón es que es el más barato entre los zumos de frutos rojos. Además, tiene un color intenso y poco sabor, de manera que se mezcla bien con otros frutos rojos. En cremas de fruta y mermeladas, por ejemplo, el zumo de sauco sustituye a la gran parte de la fruta más cara (fresas, frambuesas, cerezas...)».
Mire bien que sea al menos un zumo de litro... «Hay tarros de mayonesa que parecen iguales pero no: según el grosor del cristal y sutiles variaciones en la forma, en lugar de un tarro de 470 gramos te venden uno de 455. Lo mismo sucede con las tabletas de chocolate de menos de 100 gramos o con los yogures que en lugar de 125 gramos tienen 115».
Aunque quizá el colmo de la picaresca sea aquel fabricante que producía «mermelada de fresas sin fresas». «Únicamente llevaba aquenios de fresa, las semillitas oscuras que se encuentran en la piel».
Coja cualquier producto del supermercado. Mírelo por delante y encontrará letras enormes, bonitas ilustraciones, colorines... Ahora dele la vuelta. Sí, aléjelo un poco, que no se lee nada. «El cuerpo de letra mínimo permitido es de 1,2 milímetros, incluso de 0,9 milímetros en envases pequeños», explica Christophe Brusset, que considera que el tamaño de las etiquetas debería agrandarse «hasta al menos los tres milímetros». Él, en sus años de trabajo en la industria alimentaria, compró muchos envases: «Lo único que me exigían mis clientes era que el código de barras se leyera bien para cobrar en caja». Los ingredientes, el origen del producto... se abigarraban en párrafos casi ilegibles «con mucha información inútil». «La normativa obliga, lógicamente, a que el etiquetado se traduzca a la lengua del país donde se vende el producto. Pero muchas multinacionales producen para múltiples países y no quieren complicarse. En Europa, dividen el continente en Europa del sur (Portugal, España, Italia y Francia) y Europa del Norte (Reino Unido, Alemania, Holanda...) y agrupan cuatro o cinco lenguas en la misma etiqueta, por eso son tan largas».
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