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Pilar abre el bolso (dos cremalleras para guardar una vida) y lo vacía mientras hace recuento de sus posesiones. Una botella de agua, unos clínex, un botecito de colonia («huele muy bien»). No hay monedero. Tampoco tarjeta de crédito. Sí la sanitaria y otra con el bonobús («la tengo vacía, pero por si acaso»). Muestra un móvil de prepago, con los botones gigantes y el saldo en mínimos. También una bolsa de plástico transparente.
Y dentro de la bolsa del bolso, el medidor del azúcar y un papelito blanco, con un logo antiguo de Sanidad, donde anota unos niveles disparados, alarmantes para cualquier diabético. 435 por la mañana. 562 a mediodía. «Y ya está. Esto es todo», dice mientras lo guarda de nuevo (el agua, los clínex, el botecito de colonia) en este bolso marrón que lleva colgado en bandolera. «No tengo nada más».
Y entonces pasan tres segundos, como si hiciera recuento, como si algo se le hubiera olvidado.
«Bueno, sí, claro». Abre de nuevo el bolso y saca el DNI. María del Pilar Salazar. Nacida en Madrid en 1970. ¿Domicilio? «Eso que pone ahí no vale para nada. Casa no tengo. Ni siquiera una habitación para mí».
Pilar es una de las 573 personas que, según datos de la concejalía de Mayores, Familia y Servicios Sociales, a lo largo de este año han encontrado en algún momento en el albergue municipal un lugar donde dormir, unas sábanas con las que taparse, un techo al que mirar por la noche y que ahí arriba no estén solo las estrellas.
Pilar Valladolid
«Mi mayor miedo es quedarme en la calle otra vez. Con la edad que tengo. Con la diabetes… Para mí la calle es fatal. Te pilla en verano y puedes estar en cualquier sitio. Pero en invierno, con el reúma… La calle no es para quedarse. La calle es para salir, dar un paseo y luego tener un sitio al que volver».
Una casa. Una habitación propia. Una puerta con su cerradura y en el bolso, una llave. Esa llave que Pilar no tiene.
Tampoco Simón. «Una llave te da independencia. En la calle somos personas, pero en tu casa eres tú. Tu casa, tu castillo». Aunque hoy todo es foso en la fortaleza de Simón. Sin torre del homenaje, con las almenas mordidas por los mil cañonazos de la mala vida. También las suyas sus noches en el albergue municipal. También sin casa. También sin hogar.
¿Y qué pasó?
«Yo soy peluquero de profesión», comienza su relato Simón. Cuenta que a los 16 años ya le daba a las tijeras «de modo familiar». Que a los 17 se formó en uno de los mejores salones de su Málaga natal, «a 1.500 pesetas de entonces el corte de pelo». Que con 19 montó su primera peluquería. Y que hasta cinco veces cambió de local. «Me cansaba de ver siempre el mismo árbol por el cristal. En un mismo sitio no he estado más que tres años, que es lo que dicen que dura el amor». Cerraba. Y buscaba un nuevo lugar donde empezar. «Disciplina he tenido muy poca. Cuando no me encontraba a mi rollo, me marchaba a otro lugar. Siempre pensando que nunca se acabaría». Y se acaba. «Vaya que si se acaba». «El cero no me da miedo, pero es que ahora estoy en números negativos».
Ser «culillo de mal asiento» no fue una buena estrategia para Simón. «La profesión me ha tratado mejor que yo a ella. Tuve éxito y lo tiré. Repetidas veces. En el momento en el que llegaba la estabilidad al negocio, lo mandaba al carajo. Muchas veces. A mí siempre me ha agobiado el 'mañana otra vez lo mismo'», cuenta.
Pero el problema es cuando no hay nada mañana. Tampoco para hoy.
Simón en el Paseo del Cauce
Simón en la calle Cigüeña
Pilar en Pajarillos
Pilar en el Paseo del Cauce
Ha sido autónomo y asalariado. Ha tenido tiendas y escuelas de peluquería. Ha trabajado para «marcas potentes» en Madrid. No siempre cotizando, muchas veces en B. «Eso fue un fallo». La crisis del 2008 trajo el primer gran golpe. Simón remontaba, cambiaba de vida, se caía, se volvía a levantar. Hasta que hace año y medio… «El gran vuelco que tengo ahora llegó por un problema familiar, por discutir con la pareja de mi hermana. Por intentar que saliera de una relación tóxica. Pero como tengo un currículum que no es bueno, eso acaba con todo tipo de credibilidad que puedas tener. He tirado tantas veces a la basura las oportunidades que me han llegado que el entorno se cansa. Y encima me metí en un charco que no era el mío. Ahora estoy pagando las consecuencias».
Simón salió de Andalucía. Encontró un trabajo como cuidador en Bilbao. «Allí me dio un rollo mental muy fuerte. Estaba un hombre dependiente. Él no tiene la culpa. Pero 24 horas, durante 44 días. Brrr. Acabé hospitalizado en Bermeo». Cuando recibió el alta, le hablaron de una asociación evangélica donde podría hallar cobijo y compañía. «Me contaron una película y allí fui. Pero aquello era un rollo, una secta. Mucho golpe de Biblia, pero con un montón de gente currando por la cara». Así que Simón cogió la mochila, se montó en el primer autobús y hace un par de meses llegó a Valladolid. «Sin nada».
Aquella primera noche fue «terrible». A la intemperie. «Una putada de día. Horroroso. No por estar en la calle… Yo he pasado muchas noches en la calle. Pero de otra manera, claro». En bares, con amigos, de fiesta hasta el amanecer. Ahora los neones se cambiaron por los tubos fluorescentes del albergue municipal.
Simón Valladolid
«No me quiero acostumbrar a esto, pero podría estar peor».
¿Peor? Estar peor es ni siquiera saber si estás.
«Yo he sido una persona que he tenido adicciones. Muchas adicciones, mucha noche y mucho carricoche. He consumido cocaína durante un montón de tiempo. Eso lo dejé hace siete, ocho años. Pero se quedó el alcohol. He tenido sus momentos lejos de él, pero cuando he vuelto ha sido terrible. A lo mejor he consumido durante tres, cuatro, cinco semanas, pero esas semanas fueron de destrucción social». Así que, sí, podría ser peor. «Ahora estoy medianamente estable. Yo digo que estoy dormido. Lo mismo que con la cocaína te digo que si me la ponen delante, pego un soplón, con el alcohol no estoy tan seguro. No me fío de mí», dice.
Por las mañanas, Simón acude a un curso de cocina impartido por Intras. Por la tarde, hace «manchas». «Es un atrevimiento decir pintar, pero mancho papeles para evitar el agobio y el aburrimiento». Por la noche, comparte habitación con otras personas en el albergue. Por eso dice, añora su independencia, su propia cuarto. Su llave.
¿Esto es un paréntesis? Y entonces Simón, que hasta ahora ha hablado pausado, sereno, sin dejar de lado el buen humor, siente un calambrazo. La pregunta ha tocado algo que duele. Y a trompicones, con la garganta seca y los ojos húmedos, empieza a responder. «Hace un año y pico yo me quería ir. Y casi lo consigo. ¿Sabes por qué? Yo no creo que nadie se merezca un vuelco en la vida tan duro. Nadie. Pero yo he apuntado maneras para llegar aquí. Tengo 57 años. Si esto me pilla con unos pocos menos, le pego un zapatazo a la vida. Pero ahora mismo no me encuentro con fuerzas para mandar al carajo todo». Dice que no quiere mirar al pasado porque es jodidísimo y duele. Que el futuro es hoy incierto como un folio en blanco. Y que el presente…
Simón Valladolid
«El presente es un problema que ha llegado y ahora no sé cómo quitármelo. Mi miedo más grande es que esto se prolongue. Porque las posibilidades que tengo de retomar la vida de antes, ¿cuánto pueden ser? ¿el 20%? Yo no puedo regresar a Málaga. Por respeto. Mi hijo tiene una situación buena. Mi hija también. Mi familia es normal. Y no se lo merecen. Se han cansado de mí».
Así que Simón depende de sí mismo. Y de la ayuda que pueda recibir para poner orden en esta vida de expeluquero hoy despeinada. para tener de nueva la llave de una casa «y decir aquí entra el que yo quiera y el que no, se queda en la calle. Y punto pelota». Una casa, un sofá, una cena con amigos y un «barecito con música». Iván Ferreiro, Santi Balmes, Carlos Sadness, Bowie, «que es dios». «Una vida normal, vaya. Nada de lujos, ya. Cuatro cosas básicas y alguien que me cuente algo».
También Pilar piensa muchas veces en esa vida que podría ser. «Una habitación. Sin muchas cosas. Me basta con una cama en la que me pueda meter calentita por la noche». Dice que hace casi veinte años que no tiene esa sensación. Sí que hubo momentos fugaces en los que parecía que ese momento iba a llegar. «Durante un mes y medio una amiga me acogió en su casa. Yo le limpiaba, cocinaba. Lentejas y alubias pintas, que me salen muy bien». Pero cuenta que volvió la familia de su anfitriona y que tuvo que volver a una calle que durante muchas noches fue el colchón donde dormir.
¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Qué pasó? Cuenta que con siete años se quedó sin madre. «Recibió un disparo en Valencia. Dicen que entró a coger naranjas en una finca. El guarda jurado disparó a la furgoneta. Y mi madre murió». Que con trece vio a su padre morir. Que se marchó a vivir con una tía de Salamanca y que a los 16 años se casó. «Bueno, me junté». Tuvo dos hijos y un espejismo de felicidad. «No tardó mucho en darme mala vida». Y Pilar, entonces, se marchó. Por miedo, dice. Dejó todo tras de sí, hijos incluidos. Es lo que más veces ronda por su cabeza. «Lo pasé muy mal. Mi hijo me dice: 'Madre, ahora comprendo que te tuvieras que ir'. Me llama por teléfono, me pregunta qué tal estoy. Pero no puedo volver».
Pilar Valladolid
Tampoco con su hija, que vive aquí en Valladolid. «Ella es joven, tiene su vida. Yo quiero que ellos vivan bien, no amargados conmigo. Se podrían quitar de muchas cosas por mi culpa. Y por verlos felices, prefiero vivir en la calle», cuenta Pilar.
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Cuando llegó a Valladolid pasó muchas noches en la calle. «Y la calle me ha dado muy mala vida. Hice del banco mi casa, con una mantita. Algunos vecinos me bajaban un bocadillo. O me daban cinco euros para comer. Un señor mayor siempre me traía un café y yo se lo agradecía mucho». No le gusta la palabra «vagabunda», pero la dice. «Es que es lo que fui. Yo no tenía donde ir. Lo mismo dormía aquí que allí. Y por la noche, al ser mujer, con algo más de miedo. Aunque nunca me pasó nada». Como mucho, despertarse por el ruido, cuando el parque Patricia se llenaba de madrugada con chavales que hacían botellón. «No me molestaban. Pero yo prefería irme a dormir a otro lugar». Se duchaba en Cáritas. Pasaba las tardes en el local de una ONG que le servían un caldito caliente. Hasta que una trabajadora social le habló del albergue. Y ahora duerme allí. «Tengo 53 años y no sé si la vida vendrá buena o mala para mí. ¿Voy a estar siempre así? ¿Cómo me va a cambiar la vida, si no tengo nada, si hasta los recuerdos los olvido? Hay personas que se acuerdan de todo. Yo no. De algo sí, de cuando era pequeña».
-¿Por ejemplo?
-Que era feliz.
-¿Y ahora?
-Ahora soy una chica alegre, sí.
Pero de otra manera, dice. Porque la felicidad ahora, para ella, sería una llave, un techo y un trabajo, una calle para pasear, pero que por la noche pudiera cambiar por una cama con manta y sábanas calientes.
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