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Cerró la maleta y partió en busca de un futuro laboral fuera de España. De eso hace siete años, una marcha que, como miles de jóvenes, Helena Martín Pedruelo, ahora con 28 años, emprendió camino de Alemania primero y de Suiza después, donde talento y curriculum hallan acomodo con más facilidad.
Con su título en enfermería fue contratada en el Hospital Universitario de Basilea (Suiza). Allí se ha especializado durante dos años en cuidados intensivos y ha pasado los últimos seis trabajando, hasta que la enfermedad de su madre la llevó en diciembre de 2019 a hacer un paréntesis y volver a Valladolid para pasar tiempo con ella. «Mis jefes me dijeron que no había problema, que puedo volver cuando quiera», cuenta Helena, quien apenas tres meses después se vio metida de lleno en el epicentro de la zona cero del coronavirus, Madrid, y en uno de sus saturados hospitales, el de La Paz.
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«Veía las noticias en la casa familiar de Valladolid y todo era pavoroso: colapso, falta de enfermeras y en Madrid las UCI desbordadas..., porque sobre todo se hablaba de lo mal que estaba la capital, habían montado el hospital de Ifema y necesitaban voluntarios, así que escribí un correo electrónico, me aceptaron y al día siguiente marché para allá».
El ofrecimiento de la Paz para recalar en la UCI – «justo lo que yo sé hacer»– se impuso al que surgió poco después desde Sacyl para trabajar en planta en el Hospital de Soria. De aquellos días no se le borrará de la memoria el ambiente de caos que preludia la catástrofe: «Fue muy duro. No nos llegaba información, no sabíamos cómo ponernos el EPI (equipo de protección individual), no había ningún tipo de organización interna, nadie sabia muy bien lo que teníamos que hacer y los pacientes que llegaban estaban todos muy mal».
A la pesadilla de enfrentar el virus en primera línea se añadía la escasez de medios. «Nos ha faltado muchísimo material para los pacientes y para nuestra protección», recuerda Helena. «En cada quirófano se habilitaron tres camas de UCI y como había enfermeras sin experiencia en cuidados intensivos decidimos hacer grupos de tres, colocando al frente de ellas a quien supiera un poquito más de pacientes críticos. Cada tres enfermeras llevaban dos quirófanos, es decir seis camas, una carga de trabajo enorme».
La facilidad de contagio complicó aún más la asistencia a los enfermos. «No podías introducir mucho material en los quirófanos porque se infectaba, así que las enfermeras nos teníamos que meter de una en una, y cuando nos poníamos el 'epi' intentábamos que fuese un máximo de tres veces por turno, es decir, una vez por cada enfermera con toda la cantidad de cosas que tienes que hacer para atender a seis pacientes, así que cuando alguno de ellos empeoraba estábamos tres horas seguidas con el 'epi' puesto. Alguna compañera se llegó a desmayar por el calor; llevas el traje, mascarilla que casi no te deja respirar, gafas que se te empañan y ves todo nublado... tienes que trabajar casi a ciegas, la pantalla protectora te aprieta la cabeza... al final te duele todo».
Entre las situaciones más dolorosas a las que se ha enfrentado no olvida algunos casos. «He visto morir a gente por cosas que a lo mejor podían haberse prevenido; faltaban medicamentos, terapias que se cambiaban de un día para otro... Si la organización hubiese sido mejor, el trabajo más protocolizado... es algo que nos ha pillado a todos por sorpresa».
Otra sensación que le deja esta experiencia es la de impotencia al ver que muchos pacientes que han sobrevivido al coronavirus «tienen ahora por delante un periodo de rehabilitación larguísimo por cosas que en la UCI no hemos podido hacer por falta de capacidad».
El del desánimo por la carencia y los defectos de las mascarillas ha sido otro de los frentes. «Es un detalle de los que más nos ha cabreado a los profesionales; llamabas al supervisor y nos decía que no había mascarillas en todo el hospital, y luego las que nos dieron no estaban homologadas, y al final piensas: 'vine de voluntaria para ayudar y tengo una mascarilla que no funciona'. Así que dije: 'Me voy a coger el coronavirus, soy joven, sana, pues un catarro, qué voy a hacer. He dado negativo en las pruebas».
Relata que la falta de alguien que asumiera responsabilidades por lo que estaba pasando, la disparidad de terapias,y la descoordinación sumían al personal sanitario en el desánimo más absoluto. Solo la conversación y el desahogo entre compañeros hacían llevadera cada jornada. «He visto morir a mucha gente; eso se digiere mal. He tenido problemas para dormir. Hace un par de semanas sentía como si me doliese el pecho cada vez que tenía que volver a trabajar. De hecho pensé que fuera el virus, pero me dijeron que era estrés».
Cuando escucha el latiguillo de que tenemos la mejor sanidad del mundo no puede por menos que revolverse: «Me suena muy mal; es una atención universal, pero falta mucho por hacer. A nivel asistencial es enorme la diferencia con lo que conozco en Suiza; allí tienes acceso a más tecnologías y terapias, las especializaciones tienen más sentido. Y qué voy a decir de las contrataciones, aquí te meten en una bolsa y te llaman para cubrir una baja en la planta que sea, como si una enfermera valiese para todo, la máxima aspiración es que te den una baja para cubrirla cuatro meses, y eso desmotiva».
Otra carencia que detecta es que no exista en España la especialidad de enfermería en cuidados intensivos. «Debería tener una formación específica como la de las matronas; un paciente crítico es algo muy serio, su vida depende de un montón de maquinaria que hay que saber manipular».
En el corto plazo, la mejor sensación que ha experimentado Helena ha sido tener noticia de algunos pacientes: «Cuando les tuvimos que trasladar a otras UCI o a planta les perdí la pista con el sentimiento de que se iban a morir, y ayer me enteré de que una mujer está en su casa y otro paciente, en rehabilitación. Eso me anima».
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