Tocó Mía Alejandra todas las puertas posibles en busca de un trabajo con el que ganarse la vida. Lo intentó todo, pero solo se abrió una: la de la prostitución. Fue un conocido el que le habló de «esa acción» y le puso en ... contacto con el proxeneta. «Estaba buscando trabajo, no encontraba y un conocido me habló de ello y me puso en contacto con el encargado del piso», recuerda esta colombiana de 35 años, que llegó a Valladolid hace dos años «por voluntad propia; nunca he sido víctima de la trata, pero al estar en una situación irregular tuve que empezar a ejercer».
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Fue una época «difícil». «Incómoda». Desconocía el terreno pantanoso en el que se estaba sumergiendo. Se dio cuenta pronto, aunque por desgracia ya era demasiado tarde y estaba inmersa en una depravada rueda de explotación sexual. Tomó consciencia de que estaba sufriendo un «abuso» cuando ni siquiera tenía la potestad de decidir cuánto cobrar por un servicio. «En aquellos lugares –como se refiere a la 'casa de citas' donde estaba sometida– pasaba de todo. No tenías dominio ni siquiera de poner un precio a lo que estás haciendo con tu propio cuerpo; la 'madame', que en este caso era un señor, el propietario del piso, controlaba el precio, el cobro, el tiempo que había que durar con las personas... Y cobraba el 50% de lo que hacía cada chica», rememora Mía, con la misma rapidez con la que proyecta recuerdos, duros y crueles.
Un «día bueno», como lo calificaba el 'chulo', podía llegar a atender «diez o doce» servicios sexuales en un solo día. Pasara lo que pasara. Con el teléfono operativo las 24 horas. «Llegaba al piso a las nueve de la mañana y me iba a las once de la noche, pero si me llamaban de madrugada tenía que estar disponible porque a un cliente no se le podía dejar ir; si lo dejas ir o te niegas a atenderlo suponía dejar marchar el dinero», cuenta Mía Alejandra. Admite que incluso teniendo el periodo tenía que 'trabajar'. «Me di cuenta de lo que estaba pasando cuando veía que tenía que hacer cosas en contra de mi voluntad; tenía el periodo, no podía y me obligaban a ir», añade.
El estado de alarma no se tradujo en un parón. «Cuando empezó el confinamiento seguíamos trabajando normal, nos exigían ir porque los clientes seguían actuando como si no pasara nada. Nunca dejaron de ir, y yo los atendía nerviosa, con miedo y arriesgándome al contagio porque no había la protección necesaria», asegura Mía, quien considera que «lo aconsejable era no hacerlo, pero no teníamos otra opción». Compartía 'casa de citas' con otras ocho chicas, la mayoría «de otras nacionalidades», además de con el proxeneta, que estaba constantemente pendiente y controlando todo lo que allí sucedía. Generaba también «rivalidad» entre ellas. «Si sonaba el timbre, había que correr y hacer una especie de pasarela para que el cliente escogiera a la chica que más le gustaba, como si fuéramos mercancía».
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Hasta que un día, hace poco más de un año, una técnico de Aclad (Asociación de ayuda al drogodependiente) llamó a su puerta. Accedió a escucharla y le salvó la vida. «Sentí desconfianza y miedo a abrirme, pero desde que conocí a aquella trabajadora mi vida ha cambiado 101 grados; Ahora tengo una casa, me ayudan con alimentos, los estudios, búsqueda de empleo y estoy saliendo adelante», sostiene. Aún a día de hoy tiene miedo. No lo oculta. Pero –dice– presta su voz para intentar ayudar a otras mujeres que estén sufriendo una explotación similar. Para mostrarles el camino y que sepan que hay una salida.
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