La Tierra ha ventilado durante casi tres meses sus conflictos magmáticos a través de un volcán en La Palma. Y sus efectos han transformado para siempre la vida de al menos 7.000 de sus habitantes. De forma paralela a la salida ... de las cenizas y la lava, esos seres humanos están viviendo también su propia «ventilación emocional».
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Es la expresión que repiten una y otra vez Carmen Martín y Belén Medina, dos voluntarias de Cruz Roja que han estado los nueve primeros días de diciembre trabajando en los Equipos de Respuesta Inmediata y Emergencia (ERIE) de Cruz Roja en la isla.
Desde Valladolid han formado parte del contingente de 400 personas que se han ido turnando para cubrir las necesidades de los palmeros. Las eligieron por sus currículum, acostumbradas a escuchar a los vulnerables. Entre las dos suman experiencias en Tanzania, Honduras, Haití, Bolivia, Gambia, Colombia...
Belén aún tiene fresca su estancia en el campamento de refugiados afganos en Torrejón de Ardoz. «No dudé ni un momento en acudir a La Palma. La ventilación emocional de víctimas e intervinientes es la base de la pirámide para prevenir el avance de los problemas mentales».
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Son prestaciones de alto perfil humano, que van más allá de las más de 100.000 raciones de comida, los miles de kits de higiene y limpieza o la logística movilizada por la organización. Ante el paisaje humano que iban a encontrarse recibieron «nuevos talleres de formación para actuar en casos de alta tensión emocional en colectivos y familias», señalan Carmen y Belén.
Acudieron en la fase más dañina, cuando el Cumbre Vieja llevaba dos meses y medio escupiendo ceniza, los daños aumentaban y no había un horizonte final de la pesadilla. Su lugar era estar en el punto más caliente de la 'erupción' humana. «Nuestra labor era estar en las lanzaderas, donde están los puntos de exclusión. Nadie cruzaba desde allí sin premiso», resumen Carmen.
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Eso las convirtió en los confidentes más cercanos de todas las personas que miraban con recelo diario el avance de la mancha negra y su lluvia destructora en lo que había sido el esfuerzo de toda una vida.
«El nivel de hartazgo era comprensible -explican Carmen y Belén-. Llevaba así 75 días. Les costaba aceptar los controles, asumir que los niveles de gases les impedían pasar». Los historias aún rebotan en sus recuerdos. Las de la gente en la cola «esperando poder pasar a las zonas aún no afectadas para alimentar a sus animales». Los que recibían permiso para entrar un rato en sus casas. «Se te quedan grabadas. Como una máquina de escribir rodeada de ceniza o una maleta semiabierta con ropa íntima dentro». Y el silencio, la vida detenida, que se imponía a la 'palpitación' periódica y amenazante del volcán, al que llaman «el monstruo», o «el bicho».
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¿Qué tengo? ¿Con qué cuento a partir de ahora? ¿Qué ayuda nos llegará? ¿Cuándo podré rehacer mi vida? Las preguntas sin respuesta les llegaban de forma continua. «Les resultaba más fácil desahogarse ante un chaleco de la Cruz Roja que con un guardia civil», admite Belén Medina.
Por su experiencia saben que los vecinos de La Palma «viven un proceso de duelo y cada uno lo hace a su manera». Con las vivencias ya asentadas, coinciden en que, lo que une a los isleños, es «su coraje, a pesar de los gestos de desesperación, y cómo han gestionado el día a día».
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Tres semanas después siguen en contacto ya que «en 9 días da tiempo a relaciones muy intensas». Y ambas están dispuestas a regresar a una isla en la que el volcán ha callado. Saben que ahora son las personas y su futuro, quienes necesitan más escucha que nunca. «Necesitan mucho apoyo y lo reclaman de forma inmediata. Todos sabían que, una vez apagado el volcán, sus problemas no se habrán acabado».
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