«Hace mucho comprendí que la elegancia depende de Dios, pero también del barman. Más importante que donde trabajas o con quién duermes es tener un barman que te enseñe a beber como el señor Rodríguez que ya eras pero aún no sabías»
«Madrid, en agosto, con dinero y sin familia: Baden-Baden». La frase es de Francisco Silvela, que además de ser la calle en la que descubrí que las pijas del barrio de Salamanca huelen a la misma crema que las de Simancas, fue quien presidió el Consejo de Ministros durante la regencia de María Cristina. Yo la hago mía en este Valladolid-Baden-Baden, que es tan Habsburgo como María Cristina, pero tres siglos antes.
Una cosa es estar de Rodríguez y otra serlo. Se nace Rodríguez como el que nace albino, ambidiestro o gilipollas. A los Rodríguez de nuevo cuño -a los que están- se les nota por su sobreactuación. Ahora les ha dado por dejarse ver en grupo en algunas terrazas de moda, que es justo lo contrario de lo que marca el instinto Rodríguez. Yo no estoy de Rodríguez, yo nací así y tengo el espíritu metido en los huesos, tanto que he aprendido a ser Silvela en agosto, sin María Cristina pero con Juan el de El Colmao, que tiene el mismo bigote que Alfonso XII pero con recuerdos de Jaime de Mora y Aragón. Decía Anatole France que la independencia del pensamiento es la más orgullosa aristocracia y a Juan le sobra independencia, pensamiento, aristocracia, libros de esnobismo y tratados de dandismo. Allí me consumo en el purismo ultraortodoxo del buen Rodríguez en forma de Negroni, de Torino-Milano y, en realidad, de lo que él me ponga, como dos auténticos heteropatriarcas del estilo.
Hace mucho comprendí que la elegancia depende de Dios, pero también del barman. Más importante que dónde vives o con quién duermes es contar con un barman de cabecera, que te enseñe a manejar los tempos como el señor que ya eras, pero que aún no sabías. Se trata de darle plenos poderes para ese acceso a la elegancia de los excesos contenidos y no subtitulables al español vulgar. Es Dios quien llama, pero Juan el Bautista quien quita el pecado. En realidad, también lo quita Noemí, que es sumiller, es decir, barman en movimiento y, en Trigo, adivina lo que vas a querer mirando lo que hay detrás de tus retinas. Trigo marca la línea del bien y del mal; de allí para fuera, el mundo. De ese portón para dentro, la civilización, la creatividad, la alquimia que nos separa de la vulgaridad como un foso lleno de cocodrilos. Se trata de callarse y de que Víctor y Noemí te pongan a su antojo, sin limite de imaginación, ni filias ni fobias, entregado solo al talento de la medida exacta de mi buena estrella. En la ópera no se piden canciones. Trigo es La Scala.
«Una cosa es estar de Rodríguez y otra serlo, que parece lo mismo pero que no tiene nada que ver. Se nace Rodríguez como el que nace albino, ambidiestro o gilipollas»
Una visita a Paco en el Pigiama que riegue de Spritz la prensa del día, pecar en Sinners, perdernos en El Niño Perdido, visitar a Santi en El Farolito a ver con qué vino vamos a engañar hoy a la madrugada, una visita a Machado en El Cafetín, fundar una civilización en el patio del Meliá Recoletos, navegar el Orinoco en las galeras de un Dámaso en estado de gracia o perder cien euros en el Casino por si la vida me reservara allí algo parecido a Audrey Hepburn en forma de renglón torcido, par y pasa.
El buen Rodríguez es el que lo ha perdido todo y, precisamente por eso, ya puede ser él mismo, mirando con el tamiz húmedo de la mirada malherida y pasando la vida por el velo de la experiencia para contarlo aquí con arrugas en el estilo, que no es otra cosa que Dios dando sentido a tu dolor. Por eso ese estilo es lo único sagrado y solo a él nos debemos en este agosto de contraportada, con dinero y sin familia.
Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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