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«No soy una oenegé (ONG) ni pido dinero a ninguna administración. Yo me encargo de todo y acabo regalando el material que llevo. Si ... un año no hago un proyecto solidario me falta algo». Es la explicación que se da a sí mismo el empresario Juan José Rodríguez Marcos cuando se le pregunta por su labor altruista por medio mundo. En fechas de hacer balances, el suyo de 2022 le parece satisfactorio tras un doble proyecto que le ha llevado a Burkina Faso y Camerún (África Occidental) para montar equipos autónomos de energías renovables.
Su historia plasma esa máxima de intentar dejar un mundo mejor del que se ha recibido por la vía del compromiso personal. Sin esperar a que otros le convoquen. Y, algunas veces, como en Burkina Faso, jugándose el tipo para llegar a un territorio marcado por la violencia yihadista.
Empresario de éxito, Rodríguez Marcos montó e hizo crecer dos empresas (Termoservicio y Enap Energía) en las que, después de trabajar toda la vida, vio llegado el tiempo de ir dando el relevo a otros. Amante de la aviación deportiva y los viajes, no parecía suficiente para sus ganas de hacer cosas. «Me sentí un poco vacío. Quería ayudar a los demás».
Encontró a su 'alter ego' en Carlos de la Fuente, otro vallisoletano que lleva casi medio siglo ejerciendo de autodidacta de la cooperación. Premio Nacional de Voluntariado en el año 2000, su web www.diseloacarlos.es es hoy un referente de cómo lograr que la burocracia no venza a la voluntad de ayudar. Por eso le llaman también 'El Samaritano'.
Juan José ofreció lo que sabe hacer. «Más que instalador, mis empresas nacieron para mantener equipos. Y, en muchos países del mundo la energía eléctrica va 'a cazos'. Tuve claro que lo mejor era dar autonomía a lugares donde no hay buenas infraestructuras».
La mano tendida y el modelo del 'samaritano' De la Fuente le llevaron hasta los jesuitas de Valladolid que le buscaron su primer compromiso: garantizar energía a un centro médico de mil metros cuadrados en Oruro (Bolivia). Contó con el apoyo de la Organización para el Desarrollo Integral de Bolivia y Niños del Mundo. Allá se fue solo acompañado de su mujer.
Detrás llegó la petición de unos médicos madrileños que solían acudir a operar cada año a Sierra Leona (África). Siempre el mismo problema: «no había energía. Y se la montamos nosotros», dice.
Y así fue creciendo una actividad que, en los últimos doce años, le ha llevado sobre todo por África y América Latina alumbrando la lucha por unas vidas mejores. «Todo lo que he montado, a día de hoy está operativo», resume orgulloso.
Ha aprendido que uno de los problemas logísticos de la cooperación no es llevar cosas, sino hacer que perduren. La falta de equipos, de recambios o de técnicos propios provocan a veces que todo el esfuerzo acabe en vía muerta a las primeras de cambio. «Me empeño mucho en dar cursos 'in situ' y que la gente sepa lo básico -explica el empresario-. Y busco siempre un responsable de mantenimiento local al que incluso le regalo las herramientas que llevo y que sepa atender las averías habituales».
En esta década larga, Rodríguez Marcos admite su admiración por las personas con una vocación entregada a los demás. Se acuerda de sor Rosario Martínez, a la que conoció la pasada primavera en el Centro de Formación Femenina de las religiosas de María Inmaculada en Bobo Dioulasso en Burkina Faso. «Una monja sola, en un territorio lleno de yihadistas (de Boko Haran) y… aguantando el tipo. Un compromiso propio de una heroína».
Acudió a su llamada para montar una planta fotovoltaica de 10 kilovatios, una carencia que lastraba la labor de 30 años que las religiosas realizan en la zona.
El viaje a la zona ya fue una peligrosa odisea. Burkina Faso, uno de los países más pobres de África y del mundo, encabeza las estadísticas por la actividad terrorista como capital yihadista en el Sahel Occidental. Antes de viajar, vía París, la cónsul española en este territorio ya le advirtió del riesgo de viajar a un país que, además, acababa de sufrir un golpe de estado. «Me insistió en que, ante todo, no realizara viajes por carretera», recuerda.
Después de tediosos trámites logró un pasaje aéreo para viajar desde la capital Uagadugu, hasta Bobo Dioulasso (500 kilómetros). Pero lo pudo embarcar y se la tuvo que jugar para desplazarse por tierra y poder cumplir su objetivo. «Tras dos días de tensión y condiciones penosas, logré llegar a mi destino».
En el colegio religioso de Bobo Dioulasso se dio prisa en contratar a tres operarios y ponerse a trabajar. «En cinco días montamos todo y aún me quedó tiempo para darles un curso de formación de mantenimiento de la instalación». Después se enteró de que, mientras él sudaba la gota gorda en los tejados del centro, un ataque a la cercana población de Seytega se saldó con el asesinato de 86 personas.
Al menos el viaje de regreso fue menos accidentado. Pudo coger el vuelo de vuelta hasta la capital y enlazar con París tras «diez interminables horas tirado en la calle ya que no me dejaban esperar dentro de aeropuerto».
A estas alturas nada parece asustarle y la adrenalina de la cooperación se impone a los riesgos. Este pasado diciembre, volvía al África Occidental, en este caso a Camerún, a donde acudió para montar unas bombas para suministro de agua en un orfanato con el que ya llevaba años cooperando, así como otras dos plantas fotovoltaicas de 10 kilovatios en otros hospital.
Otra vez, tuvo que sufrir los riesgos de ser un blanco que llama inevitablemente la atención. Mientras esperaba a sus colaboradores locales fuera del aeropuerto de la capital, Duala, «de unas matas salieron unos chicos que me exigieron dinero». Tras darles un billete, «volvieron y me reclamaron más». Con flema y sangre fría, acabó reclamándoles lo que les había dado y «mandarles a paseo». Por suerte, el rescate llegó cuando empezaba a temer males mayores.
Nada de esto arredra ya a este cooperante vocacional que ha logrado reconocimiento a nivel nacional e incluso la agenda se le llena de peticiones de un país y de otro. «Cada vez me mueve más la profunda admiración y respeto por esas monjas misioneras que pasan su vida fuera y se exponen a graves peligros», dice.
A la hora de decidir dónde actuar, tiene una prioridad clara. «La clave es que, lo que deje, perdure para el futuro, para que sean autónomos. Hasta ahora lo hemos conseguido», concluye. Es su particular conjugación de otra máxima de la cooperación: 'no dar peces al beneficiario, sino enseñarle a pescarlos por sí mismo'.
Juan José aún tiene fresca la peripecia vivida en el aeropuerto de Uagadugu. Se puso a la cola para que le dieran su tarjeta de embarque al destino final en Bobo Dioulasso. Era 20 de marzo y noche cerrada. «De repente empezó una serie de peleas y altercados que incluyeron tiros al aire para lograr un asiento», rememora. «Era el único extranjero en todo el aeropuerto y sentí lo que era la vulnerabilidad». El avión acabó despegando y él se sintió como el personaje de Humphrey Bogart en la escena final de 'Casablanca': no pudo subir a bordo. Nadie le dio explicaciones, ni ofreció ayuda.
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