![Freno a las agresiones racistas y homófobas en Valladolid](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2024/12/14/COMBOLGTBIBIS.jpg)
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Caminar por la calle en Valladolid no debería dar miedo. Seas quien seas, mujer, homosexual o un erasmus turco que pasea hablando en su idioma. Es una cuestión de respeto hacia la persona y hacia las leyes, empezando por la Constitución. Es algo tan ... básico como dirigirse en la vida bajo un principio ético fácil de asimilar: lo que no quiera que me hagan a mí, no debo hacérselo a los demás.
Tan sencillo y, a tenor de las noticias sobre agresiones de los últimos meses, tan disparatado. No me parece reconocer a Pucela, ciudad que me acogió laboralmente hace casi 30 años, en una información que lleva por titular 'Investigan una agresión homófoba en Valladolid: «Nuestra obsesión era no ser pateados en el suelo»'. El suceso encajaría en otra época, cuando las personas homosexuales se veían obligadas a esconderse porque podían acabar en la cárcel. Pero la noticia es del fin de semana del macropuente. Encajaría en la etapa oscura de la dictadura franquista, pero no hoy, en una ciudad de un país civilizado.
No puedo entender que se muela a golpes a nadie al grito de 'puto maricón' y que los que pegan, insultan y escupen sean chicos y chicas en el entorno de los 20 años, que parecen resucitar el fantasma del 'fachadolid' que tanto (y tan injustamente) han arrastrado esta capital y sus vecinos. Imagino a los agresores haciendo vida cotidiana. Chavales normales, incluso amables. Y me pregunto qué está pasando. Encuentro una respuesta en la novela 'Dice la sangre', del vallisoletano Rubén Abella: «No sé por qué nos odian esos chicos. Lo que si sé es que al odio le gusta simplificarlo todo. El odio detesta la complejidad, porque es diversa y uno, cuando odia, solo puede dispararle a una cosa».
Tampoco cuadra en esta ciudad otra información que recoge la paliza que ha llevado al hospital a un estudiante universitario. «Me gritó moro de mierda y fue directo a la cabeza, no recuerdo nada más», explicaba desde el Clínico esta semana un joven turco de 25 años, alumno de Filosofía y que está de erasmus en Valladolid. Iba hablando por teléfono en su lengua, cuando se cruzó en una calle del centro con el bestia que lo agredió.
Es una violencia que vivimos como un goteo y eso es algo que no se puede permitir. No podemos mirar hacia otro lado como sociedad. Ni legal ni éticamente, pero tampoco como ciudad. El principal daño lo sufren las víctimas de estas agresiones, pero hay también un perjuicio reputacional para Valladolid que mancha la marca como destino turístico y de eventos con repercusiones que no son menores.
A estas dos últimas palizas les han precedido otras, alimentadas por la intolerancia hacia quien ama diferente y con el odio como motor. En septiembre una joven acabó en el hospital. «Estaba sola, ellos eran tres y me rompieron la mandíbula después de llamarme lesbiana de mierda», relató. Avanza el juicio contra una 'manada' que en Pozaldez apalizó a un joven por su condición sexual. El 40% de las personas LGTBIQ ocultan en su trabajo que lo son por temor a represalias y despidos, según un estudio publicado por CC OO.
Esta deriva necesita un freno. Debe imponerse el respeto. Y eso exige aplicación de la ley a los agresores. También que quienes están al frente de las instituciones empaticen con las víctimas, que no se pongan de perfil. Todos podemos sufrir un robo, una agresión, pero hay colectivos que cargan con un plus por su género, su edad, su país de nacimiento, el color de su piel o por su orientación sexual.
Cuando vuelva a surgir la polémica por la bandera arcoíris sería recomendable que quien decide si se cuelga o no en el Ayuntamiento o si se iluminan las Cortes o se mantienen a oscuras, releyesen estas informaciones y la sentencia del Supremo que avala el izado. Y que donde están las víctimas, pusiesen por un momento a un hijo, un hermano o una sobrina, y actúen.
El racismo y la homofobia no deben campar por la sección de sucesos. Valladolid no puede permitírselo.
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