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Hoy tendría que ser fiesta en casa de La Portuguesa en Valladolid. Barra libre de bacalao, pulpo a la brasa para todos, brindis eterno con vinho verde, mucha risa, siempre fado y un festival de claveles que luego, cuando ya todo pasó –cuando del ... jolgorio solo quedan resaca y migajas de buenos recuerdos– ella llevaba al cementerio del Carmen para dejar en aquellas tumbas de las que nadie más se acuerda. Así era el 25 de abril en casa de La Portuguesa. Así fue hasta que el coronavirus le impidió continuar con la celebración. Así será cuando la pandemia pase y la vida sea de nuevo una revolución de abrazos y claveles. Como cada 25 de abril.
«A mí ese día me cambió la vida», cuenta Hortensia Dos Santos, lisboeta, hoy detrás de la barra de su restaurante en la calle Estación. Aquel 25 de abril de 1974 en el que Portugal vivió el fin de la dictadura de Salazar, cuando la esperanza democrática se extendía por las calles del país, Hortensia tenía 16 años y sonreía desde lo alto de un escenario. En el teatro Maxim's. En la plaza de la Alegría, «al lado de los bomberos, muy cerquita de la avenida da Liberdade». Allí Hortensia era Romy. Adoptó el nombre porque para aquella joven de 16 años, la actriz Romy Schneider era ejemplo «de belleza, talento, de todo». También porque después de una infancia de «hambre, miseria y palos» quiso crecer, como su país, «en libertad».
Aquellos, rememora, eran años de «mucha hambre y mucha miseria». Era la cuarta de ocho hermanos. La hija de Cósima, vendedora de pescado, natural de Setúbal, y de José, un pescador que muy pronto salió de sus vidas. Con 14 años, Hortensia se marchó a vivir con su abuela Diolinda. La marquesa, le llamaban. «Durante años fue la ama de llaves de una mujer muy rica, millonaria de Angola. Cuando murió, mi abuela heredó. Pero la riqueza le duró un año, hasta que mis tías se metieron. El dinero es un cáncer que destroza a las familias. Si lo tienes, porque lo tienes. Si te falta, porque te falta».
A los 15 años, Hortensia tuvo que volver a casa de su madre. «Me pidió que regresara para cuidar de mis hermanos pequeños». Pero Hortensia supo que aquello no podía durar mucho, que sus ganas de libertad le harían romper toda cadena que le atara allí. Apenas unos meses después, se marchó de casa. Con 16. «Y me metí de bailarina. Siempre fui muy curiosa. Y la curiosidad me ha llevado al conocimiento. Vi que había una academia de baile en el parque Mayer, donde estaban todos los teatros de Lisboa. A mí ya me gustaba bailar. Y pensé que por qué no. Entré, pregunté, me quedé, es el destino. Había allí muchas jóvenes como yo. Iba a clases por la mañana y por la noche a dormir donde mi abuela». Después, empezó a trabajar en la compañía de la dueña de la academia, como bailarina en el Maxim's. Y fue allí, en el escenario, como le pilló la revolución del 25 de abril de 1974.
«Estábamos representando 'La reina de Saba'. Era ya casi medianoche cuando entraron los soldados, con claveles, al grito de libertad. Y entonces me quité la ropa encima del escenario. ¿Qué mayor acto de libertad que esa, que quedarse desnuda?». Hortensia, Romy, no fue muy consciente de que en la sala había un periodista que sacó fotos. Su cuerpo terminó en la portada de la revista 'Lisboa á noite'. «'El primer 'striptease' de la revolución portuguesa', decía el titular. Con mi foto. Ese día compré todas las revistas que pude en el quiosco. ¡Qué tonta! Si estaban en todo el país. Me acojoné. Y decidí salir de Portugal». Por si la cosa se torcía, por si el fin de la dictadura no fraguaba, por si se tomaban represalias contra aquella chiquilla que salió desnuda en una revista al grito de libertad.
«Pasé una temporada en Salamanca, luego me marché a Madrid y allí estuve un par de años como bailarina de revista en la compañía de Lina Morgan. Formó parte (junto a jóvenes inglesas, holandesas, «una francesa había») del ballet Star. Un gravísimo accidente de tráfico –«estuve a punto de quedar parapléjica»– le retiró para siempre del mundo del espectáculo.
«Así que busqué otra forma de ser artista. No se puede vivir del pasado ni de los recuerdos. Hay que avanzar y encontré una nueva forma de arte». Encaminó sus pasos hacia la cocina. «Pienso que cocinar es como pintar un cuadro o bailar. Es una forma de crear. Y fue el momento en el que mi vida volvió a cambiar. Hasta los 50 yo había sufrido. Desde entonces, he empezado a vivir, a darme cuenta de que valía, de que tenía un talento para cocinar».
«Tuve otro bar primero en Santa Clara, que se llamaba 'El nido'. Luego estuve como cocinera en el hotel Mozart. Cuando salí de allí, con el dinero del paro (5.700 euros) cogí este local de la calle Estación y poco a poco lo he ido reformando». Así nació el Café Fado La Portuguesa, un restaurante –decorado con azulejos lusos, fotos lisboetas– que presume de servir el mejor bacalao de Castilla y León. «Lo sirvo de 88 formas distintas, con castañas, piñones, verduras, cremas de langosta y gambones». Hoy toca con setas y ajetes frescos o con crema a la mostaza.
«El 97% de las recetas son mías, ideadas por mí. He encontrado en la cocina una forma de expresarme», asegura quien ha convertido en manjar un plato que era fruto del ingenio frente a la pobreza en su país. «Eran años de hambre, cuando los pescadores salían durante meses a faenar y luego, cuando volvían, había que conservar el pescado. Así se hizo el bacalao famoso en mi país, porque era fácil de conservar, como las sardinas secas», explica. «En Portugal, un poco de bacalao hervido con repollo y patata es un manjar. Aquí en Valladolid sois un poco más especiales. No estáis muy acostumbrados a comerlos. Y el tema de las espinas no lo lleváis muy bien. Hay clientes que no saben comerlo, que cuando ves lo que hay en el plato piensas: qué destrozo. Tenéis destreza con el lechazo y lo aprovecháis todo. Supongo que una persona que venga de fuera no lo comerá tan bien, pero con el pescado no sois tan buenos. Hay que saber comerlo», dice.
Abrió su restaurante un 25 de abril –el mismo día, aunque de años distintos– en el que cambió su vida y su país y hoy sueña con una revolución sanitaria que ponga fin a la pandemia. «En la hostelería necesitamos trabajar. Y tenemos que vivir de nuevo». Su sueño es, con el tiempo, montar una casa de fados con música en directo en Valladolid. Su mayor aspiración, que el 25 de abril de 2022 la covid sea un mal sueño que le permita recuperar aquellas fiestas en casa de La Portuguesa, donde había barra libre de bacalao y mil brindis con vinho verde.
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