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El 5 de diciembre de 2012, a las diez de la mañana Adrián, con sus 16 meses, entraba andando en la sala de la clínica ... privada de Valladolid en la que se iba a someter a una resonancia magnética. Cuarenta y cinco minutos después –«demasiado tiempo, pensamos nosotros entonces»,– salió en coma y en una camilla con dirección urgente al Hospital Clínico. «Nos dijeron: es posible que el niño se muera hoy». Y entonces se abrió el suelo. Se apagó la luz y empezó la cuenta atrás de los primeros cuarenta días que el niño estuvo ingresado en un hospital.
Fueron jornadas llenas de dudas, de preguntas sin responder. ¿Por qué le había pasado esto al pequeño pelirrojo que hasta entonces gozaba de una buena salud?
La pregunta sigue hoy sin respuesta más allá de la negligencia que reconoce la sentencia que ocho años después ha dado la razón a Ana María Pelaz y a José Manuel Pina, los padres del pequeño, convencidos de que un error médico había sido la causa que les robó la movilidad, el habla y otras muchas cosas a su hijo cuando solo tenía un año.
Cuando el niño abandonó el Clínico –condenado para siempre a desplazarse en una silla de ruedas adaptada, consecuencia de la parálisis cardiorrespiratoria que había provocado la falta de oxígeno en el cerebro ocasionado en aquella resonancia- los padres siguieron con su búsqueda de respuestas. Llevaron al pequeño al hospital Niño Jesús de Madrid y allí les alertaron de que lo que le había pasado a Adrián «no era normal. Treinta segundos sin oxígeno durante la prueba –como les dijeron– no dejaban las secuelas que sufría el menor». Y efectivamente, así era. El niño había pasado mucho tiempo (la sentencia habla de «más de cinco minutos») sin que nadie se hubiera dado cuenta de que algo había fallado. En el centro privado desconocían quién había quedado encargado del niño como se puso de manifiesto en las «innumerables contradicciones» en las que incurrieron los tres testigos de la parte denunciada, según los padres.
Ana recuerda que unos días después de lo ocurrido encontró en casa un papel escrito a mano en el que se detallaba el compuesto que se le había aplicado al niño como anestesia. Entre los componentes se encontraba huevo, al que el menor era alérgico, y por eso se pensó que esta reacción pudo provocar la parada cerebral. «Aún así, no ha quedado demostrado que fuera así –explica– no estaba controlado y no supieron actuar», sentencian los progenitores a los que la clínica ni siquiera ha presentado sus excusas ocho años después de un proceso judicial que empezaron por la vía penal y terminó por la civil. Su primera intención fue que inhabilitaran al médico responsable «porque no era la primera vez que cometía algo así», pero el asunto terminó archivándose por la reforma del Código Penal, que había modificado los supuestos condenables. Después abrieron la vía civil y el juzgado de Primera Instancia de Madrid terminó condenando a la mutua de la clínica a indemnizarles con 600.000 euros. El juez estima en parte la demanda de los padres al defender la negligencia profesional, aunque rebaja la cantidad solicitada por los progenitores al entender que la enfermedad que años después ha desarrollado Adrián –el síndrome de Angelman, aunque no está relacionada con las secuelas de la resonancia– ocasionan gastos en el cuidado del menor que nada tienen que ver con el hecho que se juzgaba.
A los padres de Adrián la resolución judicial no les alegra, tampoco les entristece. «Nos alegramos por Adrián, porque se lo merece», dicen antes de anunciar que con esa cantidad el bienestar del menor puede ser mejor. Tienen pensado contratar una persona que les ayude en sus cuidados ya que «necesita atención las 24 horas del día». Han invertido 21.000 euros en un monovolumen al que han destinado otros 10.000 más para adaptarlo, mientras que la silla que necesita cuesta 6.000 euros. «Invertiríamos todo el dinero en curarlo y que estuviera como antes, pero ya no se puede hacer nada», se resignan. Ahora, para esta pareja de policías lo importante es que «el niño sea feliz».
Ana María y José Manuel saben que «es imposible volver atrás». Su compostura al pronunciar tal sentencia es conmovedora. Su entereza, envidiable, porque para ellos ya es una victoria no tener que pasar semanas enteras en el hospital como ocurrió continuamente durante los tres primeros años después del accidente. Han adaptado su vida a Adrián. «Ahora ya está mucho mejor. Podemos ir a comer a un restaurante, a la playa... hacer una vida normal», celebran.
El niño come a través de un botón gástrico que le pusieron para evitar que se ahogue. Y sonríe, sonríe mucho, tanto con los ojos como con la expresión del resto de la cara. Se reclina en la silla y provoca un ruido que, aunque grave, suena dulce y llama la atención de sus progenitores. Es «cariñoso, muy cariñoso», alardean orgullosos sus padres que no le sueltan la mano, le hablan con amor y le miran a los ojos en un completo ejercicio de complicidad. Su único deseo es que «Adrián estuviera como antes, pero como sabemos que eso no es posible, solo queremos que el niño esté feliz», dicen. Y lo están consiguiendo. «Adrián es feliz», sentencian. ¿Y ellos, son felices? «Sí, a pesar de todo, nosotros ahora ya también».
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