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Podría bautizarse, quién sabe, como el síndrome de Facebook. O, tal vez, por ejemplo, como el mal del Youtube. «Nos pasa a veces, ¿verdad? Que vemos un vídeo y nos enoja, no enternece, nos motiva... Pero resulta que lo que vivimos físicamente, en la ... vida real, no nos provoca los mismos sentimientos. Estamos tan metidos en nosotros mismos que no prestamos atención. Nos emocionamos por un vídeo de alguien a miles de kilómetros de distancia y no por la persona que tenemos al lado», dice la voz nerviosa de Sophia Gómez durante la jornada sobre convivencia intercultural celebrada en el Patio Herreriano. Así que, para evitar los sentimientos narcotizados, Sophia propone más empatía, «observar más, prestar atención», saber que «cada persona es única», aunque todos seamos iguales. Y a la vez diferentes. Abrazar lo que en común tenemos a pesar de la diversidad.
Es un mensaje, dice, que aprendió muy pequeña, en Acapulco de Juárez, la ciudad mexicana en la que nació: con microtia, una malformación en la oreja, problemas de audición. «Mi madre buscó durante toda su vida una curación para mí. Aprendí que todas las personas tenemos capacidades especiales. Y también que hay parte de la sociedad que me veía como una fracasada». Porque muchas veces, cuenta Sophia, «no somos escuchados». Lo dice, curiosamente, alguien que presentó dificultades hasta los 16 años. «Ahora, gracias a un cirujano plástico, tengo oreja». Y también muchas ganas de echar una mano a personas que, como ella, llegaron a un país extranjero y sintieron la necesidad de ayuda y compañía en su integración. «Todos, alguna vez en la vida, nos volvemos inmigrantes, incluso cuando viajamos, y vamos a requerir de algún tipo de auxilio», defiende.
Lo sabe bien Ghizlane Darkaoui, marroquí con 22 años de estancia en España. «No digo rechazo, tampoco discriminación, pero los que hemos venido de otros países nos encontramos con dificultades al llegar». En muchos casos, el idioma. En otros, la burocracia. El desconocimiento de los recursos. La ausencia de redes familiares o sociales. El temor a los estereotipos.
«A veces, el primer paso suele ser el rechazo. Por desconocimiento. Y eso que los medios de comunicación han roto muchas barreras. Ahora, cuando llegas a un país, ya sabes algo más sobre él y su cultura». Las noticias, las películas y series dan muchas pistas. «Pero no es lo mismo eso que cuando pisas la realidad», cuenta Ghizlane, quien trabaja como mediadora cultural. «Mi labor es tender puentes, acompañar a las personas inmigrantes (en mi caso, sobre todo árabes y musulmanas) ante esas primeras dificultades que se encuentran al llegar».
Por ejemplo, citas con la administración (solicitud de papeles, de ayudas, consultas médicas). O integración cultural. «Valladolid es una ciudad de convivencia. Lo ha demostrado. No hay que rechazar a ninguna persona de entrada. El que llega se tiene que adaptar a la cultura de aquí, pero tiene que mantener también la suya. Por ejemplo, hay niños que a lo mejor tienen problemas en el colegio y los profesores piden a los padres que hablen en casa con ellos en castellano. Yo estoy en contra». Defiende Ghizlane que hay otras formas de aprender el idioma (clases de refuerzo, con amigos, la tele), pero que es bueno que no pierdan su lengua materna. Eso es diversidad y enriquecimiento. «Al final, el objetivo es favorecer la educación en igualdad y el respeto de la diversidad, promover cambios sociales que rechacen la discriminación e impulsar la empatía como vía de resolución de conflictos».
«La clave está en que tolerancia no es permisividad ni concesión ante lo injusto. La tolerancia es respeto, aprecio y aceptación de la diversidad humana, con la dignidad como principio de todo», defiende Esteban Ibarra, presidente de Movimiento contra la Intolerancia, quien califica los delitos de odio como «ataques contra la universalidad de los derechos humanos». «Los seres humanos tenemos el vicio de catalogar a las personas (blancas, negras, homosexuales, inmigrantes...) cuando el foco no habría que ponerlo en la identidad, sino en la persona misma», asegura.
«No se trata de competir, sino de convertirnos, todos, en instrumentos para vivir en paz, con empatía, sin discriminar a los demás, sino colaborando en lo que sea posible», evidencia Soledad Fuentes. Nacida «en una pequeña ciudad al sur de Perú», llegó a España gracias al impulso de un misionero español que le animó a completar aquí sus estudios como profesora de EducaciónPrimaria. «Llegué en 2001. Comencé a trabajar en un restaurante. Tuve tres hijos aquí. Pero llegó la crisis de 2008 y volví a mi país». Al regresar a Perú, se encontró con que su marido decidió «seguir su vida él solo» y Soledad se vio «obligada a luchar». «Dejé a mis hijos en Perú y regresé a España para trabajar hasta que los pude traer. Aquí me volví a casar. Empecé a trabajar de nuevo y llegó la pandemia. Tuve que pedir alimentos en Cruz Roja. Luego conseguí un empleo en una residencia, me he sacado el título de atención sociosanitaria. No hay milagros. Mi marido dice: 'Dios proveerá'. Y yo soy creyente, pero esa no es la idea. Lo importante es la actitud, la perseverancia», cuenta, en una jornada que reivindicó –también con la participación de Estrella Mendoza, de la asociación de mujeres gitanas feministas, y de Josué Jiménez, de la Fundación Secretariado Gitano– el «poder de la empatía» para derribar prejuicios.
Mendoza subrayó que «lo importante es conocer a la persona. Cada uno tenemos nuestra vida, una historia y una lucha. Y a veces no se entiende desde fuera. Te ponen un sello, una etiqueta, y es difícil quitársela». «Yo no logré lo que me propuse en la vida. Me huibiera gustado ser psicóloga, pero no me salió. Por eso, he ayudado todo lo que he podido para que mis hijas lo consigan. La mayor estudió dramaturgia y escenografía, ha escrito un libro. Otra hha terminado Anatomía Patológica y en septiembre comienza las prácticas en el Clínico», dice Mendoza. «Todavía hay prejuicios. Pero si te lo propones, puedes acabar con ellos. Tu ímpetu, tus ganas y tu lucha es lo imoprtante», concluye.
Josué Jiménez, 34 años, también apela a la voluntad para conseguir objetivos. «Yo vengo de una familia humilde, el menor de cuatro hermanos, que se dedicaba a la venta ambulante. Al terminar Secundaria le dije a mi padre que quería seguir con los estudios, pero me decían que para qué, si a los gitanos no nos iba a contratar nadie. Que era una batalla perdida«. Y Josué no se rindió: »Yo quería lograr un empleo digno«. Se empezó a formar. »Hice cursos, eché currículos, tuve entrevistas«. Consiguió un empleo como reponedor en un hipermercado. »Tuve que sufrir algunos comentarios de mofa hacia los gitanos y, a las dos semanas, me dijeron que no había superado el periodo de prueba«, se lamenta. Pero, asegura que, lejos de hundirse, decidió seguir formándose.
«Estuve una temporada en la venta ambulante, pero era imposible pagar las facturas con el mercadillo. Me comían las deudas. Tenía que buscar otra cosa». Después de nuevos cursos, regresó a ese hipermercado en el que una vez trabajo. «Hoy tengo dos empleos, como dependiente en una tienda textil y como auxiliar administrativo en una agencia que trabaja con varias ONG», explica, al tiempo que quiere para sus hijas un futuro sin etiquetas ni estereotipos, donde menda la empatía.
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