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La Unidad de Trasplante Hepático que desde el Hospital Universitario Río Hortega atiende a pacientes de toda Castilla y León ha cruzado el umbral de ... los 800 injertos de hígado en un camino que empezó el 20 de noviembre de 2001, fecha en la que entró en quirófano el primer enfermo receptor. La actividad del equipo que dirige el doctor David Pacheco Sánchez, jefe del Servicio de Cirugía General del hospital vallisoletano y responsable de trasplantes hepáticos, atravesó un bache durante la pandemia, pero ha recuperado las cifras previas al coronavirus y que se traducen en entre 45 y 50 trasplantes anuales, con un escenario de futuro alcista.
«Lo esperable es que crezcan», precisa el doctor Pacheco, que fundamenta esa proyección ascendente del número de injertos en aspectos como una progresiva ampliación de perfiles de pacientes en los que está indicado un trasplante, en el incremento de donaciones al sumarse los donantes en parada cardiaca a las extracciones de órganos que tradicionalmente se han hecho en situación de muerte cerebral y a otra cuestión menos positiva, que es el incremento de personas con una obesidad que acaba desembocando en un hígado graso con evolución a cirrosis o tumores hepáticos por los que necesitan un nuevo órgano.
«Es una verdadera epidemia que nos va a venir. Hay que concienciar a la población para que dé importancia al hígado graso, que estamos viendo con el cambio de dieta en España y con la incidencia tan grande de la obesidad. En muchos estados de Estados Unidos la cirrosis por hígado graso y el cáncer hepático por hígado graso son ya la primera causa de trasplante hepático», explica el jefe del Servicio de Cirugía General del Río Hortega en una jornada de esta semana en la que los miembros de la Unidad de Trasplante Hepático estaban inmersos en la valoración previa a decidir si entraban en quirófano con un paciente en lista de espera.
Pacheco Sánchez subraya que el enfermo candidato a recibir un nuevo hígado, la mayor parte varones, debe llegar en buenas condiciones y superar estudios muy exhaustivos por parte de los profesionales sanitarios. «El trasplante hepático es una de las cirugías más agresivas que se le pueden hacer a un paciente, mucho más que un trasplante cardiaco, aunque parezca mentira, y más que un pulmonar o un renal», remarca el especialista. En el Río Hortega valoran algo más de un centenar de pacientes cada año (y hacen en torno a la mitad de intervenciones) que llegan a ese punto principalmente por cirrosis alcohólica, que es un factor oncogénico que hace que el hígado desarrolle cáncer hepático; por ese emergente contingente de pacientes obesos con hígado graso; por una enfermedad colestásica que hace que el órgano sea incapaz de vaciar la bilis o porque esa persona ha sufrido un fallo fulminante del hígado que obliga a sustituirlo con la máxima urgencia. Estos últimos pacientes tienen prioridad absoluta y se trasplantan en 24 o 48 horas.
A la par que suben los receptores que tienen en el hígado graso la espoleta del trasplante, bajan los que llegaban a ese deterioro por los virus de la hepatitis B y C, gracias al tratamiento farmacológico que empezó a aplicarse con éxito hace aproximadamente unos diez años.
El aviso de que hay un órgano compatible con un paciente (debe coincidir el grupo sanguíneo y ser de similar constitución física por el tamaño del hígado) pone en marcha una maquinaria de apróximadamente un centenar de profesionales, entre el hospital del donante y el del receptor, que funciona con sincronización milimétrica. El especialista del Río Hortega incide en que un programa de trasplante ejerce un efecto tractor en un hospital, no solo en los servicios directamente implicados (Hepatología, Cirugía, Anestesia, UCI...), también en otras áreas que son necesarias, como los de Medicina Interna, Microbiología, Radiología, Nutrición, Análisis Clínicos, Endoscopias, Banco de Sangre... «Para que funcione bien un programa de trasplante tiene que funcionar bien todo el hospital», precisa Pacheco.
El Hospital Río Hortega ha incorporado al proceso el empleo de una bomba que mantiene el hígado que se va a trasplantar oxigenado desde la extracción hasta el momento del injerto. El sistema mejora considerablemente las opciones frente a la conservación básica, en frío de nevera, de un órgano que dura fuera del cuerpo entre ocho y doce horas y que va deteriorándose a medida que avanza el reloj con el riesgo de que se eche a perder. La bomba inyecta una solución de preservación enriquecida con oxígeno que circula por el hígado ayudando mantener vivas las células.
La aplicación de esta técnica de conservación previene además complicaciones que se producen en uno de los momentos críticos del proceso, cuando una vez implantado el órgano entra por primera vez la sangre del receptor. Mientras el hígado ha estado fuera del cuerpo del donante ha ido acumulando tóxicos y al conectarlo al riego sanguíneo ese acumulado entra en el cuerpo del trasplantado y puede llegar a provocar hasta paradas cardiacas. «Con la bomba eso, prácticamente, ha desaparecido», afirma el jefe de Cirugía General del Río Hortega.
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Hígados se donaron en 2024 en Castilla y León, de los que la unidad de referencia regional del Río Hortega implantó 45
El escenario que se abre para los trasplantes hepáticos es de más injertos y también con mayores complicaciones. Se donan más órganos y se amplía el perfil de los receptores. «Cuando yo empecé a formarme, era difícil abordar un donante mayor de 50 años. Ahora hemos trasplantado con donante de más de 90 años», refiere el doctor Pacheco. Lo mismo ocurre con quienes lo reciben. Antes había una restricción de edad a los 60 años, que pasó a los 65 y ahora está a los 70, con excepciones muy puntuales de pacientes mayores en los que hay garantías de que puedan afrontar la agresiva intervención quirúrgica que implica el cambio de hígado.
La ampliación de perfiles de enfermos y la entrada en quirófano de personas de edad más avanzada y con obesidad conlleva un trabajo quirúrgico más exigente para los profesionales que operan en un tipo de trasplante cuya supervivencia óptima se sitúa en el 80% a los 5 años. Esos resultados dependen del punto de partida del receptor. David Pacheco explica que la supervivencia debe valorarse paciente a paciente, que baja en el caso de personas con cáncer o de más edad.
En esa esperanza de vida influyen los hábitos de las personas trasplantadas. Para entrar en quirófano se exige una abstinencia en el consumo de alcohol de un mínimo de seis meses y la dieta y el ejercicio físico son claves para no recaer en la enfermedad del hígado graso. Los pacientes que hayan fumado o fumen tienen riesgo elevado de -con el tratamiento para bajar las defensas y que así el cuerpo no reaccione contra el nuevo hígado- desarrollar tumores, sobre todo vegiga, pulmón y laringe. El contacto con el tabaco (pasado o presente) en estos trasplantados es una papeleta importante para optar a un cáncer cutáneo, por lo que el cuidado frente al sol debe ser exquisito.
El paso por el quirófano oscila entre las 5 horas de un paciente sin complicaciones añadidas y las 10 que puede alargarse un retrasplante. El recién operado irá directamente a Cuidados Intensivos y luego a una planta de cuidados intermedios, donde estará aislado en una zona con un sistema de ventilación distinto, incluso con presión positiva en la habitación para que no entre aire de fuera cuando se abre la puerta y evitar así infecciones cruzadas a un paciente muy vulnerable, con el sistema inmunológico deprimido para evitar rechazos.
«Cuando se van del hospital, los primeros años son de muchas revisiones. Luego llevan una viva muy normal, con cuidados que tienen que tener en cuenta para siempre», remarca Pacheco Sánchez antes de volver a la tarea, que en ese momento eran los preparativos ante un posible nuevo injerto en un hospital que acaba de cruzar el umbral de los 800 trasplantes de hígado.
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