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El control de entrada con el 'kit covid' (una mesita con mascarillas, hidrogel alcohólico, firmas y toma de temperatura) recibe a los visitantes del segundo turno, el de las doce, en la residencia de Cardenal Marcelo. Mientras Xoan, el animador, da las instrucciones a los familiares –vamos a mantener las distancias, les dice–, Paco Hernández, de 84 años, salmantino de cuna «pero vengo de Pedrosa del Rey», se arranca un poco más allá por Farina, modulando bien y a pleno pulmón, con la mascarilla puesta. En fila india, los familiares parecen un grupo de turistas detrás de la guía por el camino marcado de flechas verdes, si no fuera porque quien les conduce hasta las instalaciones, en lugar de llevar uniforme y paraguas llamativo está cubierta con un equipo de protección personal de la cabeza a los pies.
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En los amplios jardines de la residencia de la Diputación, los abuelos tienen una hora diaria para disfrutar del sol, después de casi tres meses de confinamiento en sus habitaciones. Lo que han vivido, asilados en sus habitaciones, les ha pasado factura mental y física, reconoce el coordinador del equipo técnico de quince personas, Juan José Zancada, que también está al frente del grupo directivo de Doctor Villacián desde la catástrofe detectada el 7 de abril por los PCR: de 193 residentes de Cardenal Marcelo, 188 dieron positivo. Hasta el mes de mayo han contabilizado 17 fallecidos por covid o con síntomas compatibles en este geriátrico y otros 15 en Doctor Villacián.
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A día de hoy quedan 168 abuelos en el complejo de las Contiendas y después del susto por el rebrote del pasado fin de semana (una paciente hospitalizada, que volvió a dar positivo y por ese motivo se han repetido pruebas a negativos y se le han realizado PCR a todas las personas que tuvieron contacto con ella), se ha decidido continuar con el plan de desescalada y abrir el centro a las visitas de familiares, que entran en dos turnos, de seis en seis. Para este fin se ha reconvertido la cafetería en locutorio y habilitado la terraza, que ayer estrenaron Carmen Martín y su madre Ana María Cacho, de 76 años. No saben que hacer, ríen nerviosas, porque apenas pueden aguantar las ganas de abrazarse, aunque consiguen contenerse. «Lo primero que se te pasa por la cabeza, es el institinto de abrazarla. Da mucha alegría después de casi cinco meses sin vernos, hemos estado toda la noche sin dormir«, indica su hija.
Roberto Arranz Bustamante, que se dice fiel lector de El Norte de Castilla tiene 93 años. «Ha sido positivo asintomático. Ha creado anticuerpos», explica su hijo Alberto, quien bromea con que a su padre por fin le cortaron el pelo la víspera de la visita después de cien días de encierro. «Se ha hecho muy largo, aburrido, te encuentras muy solo y te cansas», manifiesta este nonagenario a propósito de su experiencia en el confinamiento. Nacido en la calle Mantería, se ha salvado de la Guerra Civil y de dos epidemias: el tifus, cuando contaba 8 años, y del coronavirus. Y solo tiene un riñón, porque el otro se lo donó a una hija, ya fallecida.
Aprovecha el residente, no sin cierta guasa que se le trasluce en los ojos, para preguntar por «el cocodrilo» y si «lo hemos encontrado». Su hijo Alberto señala que al principio, «cuando pasó todo había mucha incertidumbre, el encierro fue de un día para otro y tratas de calmarle. Después, con las videoconferencias la cosa se tranquilizó».
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Para Carmen Bombín, de 97 años y natural de San Llorente, la visita de su hija, que llegó desde Peñafiel, fue un verdadero mal trago. La anciana, en un mar de emociones y muy ofuscada, no paró prácticamente de llorar. «Encuentro que ella está bien físicamente, pero lo que quiere es marcharse a su pueblo», se lamentaba Conchi, que trataba de distraer a su madre enseñándole las fotos de los biznietos. «Que no quiero estar aquí ni en ningún sitio», protestaba la residente.
Agustina Salgado, de 84 años y con alzheimer recibió la visita de su hijo. Se armó un pequeño revuelo para parar el abrazo, fue derecha a ello. «Pasó la covid y ha estado con oxígeno pero ahora está muy bien», indica el hombre. Carmen Niño, de 83 años, natural de Traspinedo, también ha sido una contagiada asintomática. «¿No se puede achuchar a nadie? ¡Pues anda, menuda pepla!», dice a su hija Mari Carmen.
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Una de las auxiliares de enfermería que se ocupó de supervisar el encuentro cuenta que entró en diciembre a trabajar y que se ha «tragado toda la pandemia». La experiencia, señala, «ha sido muy dura, porque cuando se muere uno de ellos es como si fuera un familiar nuestro, estamos todo el día con ellos. Pero también hemos aprendido mucho de esto».
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