El sonido de sus bocinas y megáfonos les precede. Se levantan a horas intempestivas para recorrer decenas de kilómetros al día y surtir a nuestros pueblos de pan, pescado, carne, frutas y congelados. Son pregoneros de sus productos y una valiosa tabla de salvación para ... las pequeñas localidades sin comercio. Nos referimos a los vendedores ambulantes que, con sus tiendas móviles, hacen que los habitantes del medio rural puedan tener acceso a productos de primera necesidad en la puerta de sus casas.
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Sus mejores bazas son el producto de calidad y la confianza con el cliente. Sus mayores amenazas, la despoblación, el desbocado precio del combustible, el intrusismo y la falta de relevo generacional. ¿Está el oficio de la venta ambulante en peligro de extinción? Acompañamos a estos profesionales en un día de faena por los pueblos de la comarca de Torozos.
«Tengo la mejor clientela del mundo», dice Toño González desde lo alto de su furgoneta abierta de par en par. La lleva cargada de todo tipo de frutas y verduras. Es primera hora de la mañana y cuando regresa a casa por la tarde, lo hace con ella vacía y con la satisfacción de saber que el suyo es un trabajo muy necesario para los pueblos a los que sirve fruta, Torrelobatón, Castrodeza, Wamba y Gallegos de Hornija, pueblo, este último, donde hoy se encuentra.
Sobre las 04:30 horas empieza la liturgia de un oficio que aprendió de su padre, que también fue frutero ambulante y transportaba el género en carro. «Tengo 68 años y llevo toda mi vida en esto. Yo ya debería estar jubilado, pero de momento, no tengo intención de hacerlo. Me debo a mi clientela y seguiré hasta que pueda». Dice este frutero. «Ahora el gasoil nos cuesta entre 30 y 40 euros más al mes que antes. Las bolsas… ¡Ufff! ¡Están de miedo de caras! Aunque la mayor dificultad que tenemos, es que los pueblos se están quedando en nada. Cada año se nota como van mermando. Reconozco que a mí no me va mal, pero, los pueblos van a menos», continúa.
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Lleva toda su vida en la carretera y dice que a lo largo de tanto tiempo, se ha encontrado con numerosos baches que ha sabido superar, el más complicado fue la pandemia. «Éste es un trabajo duro, de muchas horas, muchos kilómetros y a veces, también frío. Pero como me gusta, aquí sigo, al pie del cañón. Yo creo que está más que demostrado que mi servicio es esencial, aunque eso lo deberían decir mis clientas, no yo. Durante el confinamiento, por ejemplo, si no llega a ser porque yo vengo a los pueblos, muchas clientas se hubieran visto sin nada. Me hacían los pedidos por teléfono o me lo pedían desde la ventana», recuerda.
Dejamos Gallegos de Hornija y llegamos hasta Wamba. Son las 10:00 de la mañana y a lo lejos se escucha una bocina insistente que anuncia la llegada del carnicero. Álvaro Cebrián tiene 40 años, es natural de Villabrágima y desde hace un año y medio acude puntual, todos los martes y viernes a su cita con su clientela wambeña. Allí, las vecinas, le esperan con bolsa y cartera en mano. Aparca su furgoneta en el lugar habitual y sube el portón. Entonces descubrimos una carnicería móvil full equip, que él mismo se ha tuneado. «Yo llevo trabajando como carnicero más de 20 años. Siempre he estado en supermercados, y llegó un momento en que me cansé de tener jefes y pensé en trabajar por mi cuenta. No quería tener a nadie que me mandara. Me animaron unos amigos que trabajan como pescaderos ambulantes e incluso me ayudaron a preparar el vehículo. Con este negocio yo me impongo mis reglas y soy muy feliz. Lo mío es una carnicería al uso, pero sobre cuatro ruedas. Ofrezco el mismo servicio. Lo único que no hago, es picar carne en el momento, porque ya la traigo picada. El resto, todo igual. No es por presumir, pero no he visto ninguna carnicería móvil, tan equipada como la mía», añade mientras filetea unas pechugas.
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Los lunes prepara el trabajo de toda la semana en el obrador que tiene en Medina de Rioseco y de martes a viernes recorre un total de 14 pueblos. Unos 120 kilómetros diarios. «Ahora mismo nuestro principal inconveniente es la enorme subida del combustible y de la electricidad. Antes, me gastaba unos 80 euros en gasolina a la semana y ahora me gasto entre 130 y 140 euros. En la electricidad del obrador, también he notado una subida de unos 40 euros mensuales», informa.
La despoblación es otro gran hándicap para estos profesionales del volante. «Si no hay gente, es complicado vender. Sin ir más lejos, esta semana, han fallecido dos clientas habituales. El futuro lo veo un poco negro. Tiene toda la pinta de que los pueblos van a desaparecer». Otro inconveniente con el que tienen que lidiar, son las averías del vehículo. «Mi furgoneta ahora mismo tiene una avería que, de momento, me deja funcionar, pero me va a tocar parar una semana y no sé cuándo la cogeré», dice.
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Begoña es una de sus clientas habituales y es la primera en comprar. «Quiero ocho filetes de lomo», pide a su carnicero de confianza. «Nos viene fenomenal este servicio a la puerta de casa. Nos evita muchos viajes a Zaratán y a Valladolid. Sobre todo, para la gente mayor, es muy cómodo», dice al tiempo que abona su compra.
De repente otra bocina interrumpe la conversación. Llega Alberto Villa con su pescadería móvil. Él tiene 30 años y lleva 10 en este oficio, al que también se dedican su madre y su hermana. «Esto es una lucha diaria. Los gastos son muy altos. El gasoil está muy caro, igual que las bolsas. Trabajamos con mucho menos margen que hace unos años. Habremos perdido entre un 10 y un 15% en este último año. Hago unos 180 kilómetros diarios. En combustible antes me gastaba 500 euros y ahora gasto unos 900 euros mensuales. Los autónomos cada vez lo tenemos peor. Tenemos menos ayudas, más impuestos y la cuota que pagamos es cada vez más elevada», dice Alberto. «Me gusta mucho mi trabajo. No lo cambio por nada. Me encanta despachar e ir a comprar. Lo peor son los días de lluvia, de aire, el frío y las averías. Los vendedores ambulantes damos un servicio fundamental, pero nuestro futuro está jodido porque cada vez los pueblos están más vacíos. Aguantamos, aunque no sé por cuánto tiempo», explica.
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Rocío González conoce bien el sonido de su furgoneta sale en cuanto la escucha. «Soy clienta fija. Aquí compramos todo en la calle. Es una manera de encontrarnos los vecinos y echar la parlada», dice mientras espera a que Alberto le limpie unas sardinas. «Hoy no quiero nada más. Como vuelves el viernes, ya te cogeré más», le adelanta.
Nos acercamos hasta Peñaflor de Hornija, y en la Plaza Mayor, nos encontramos a Adela Jiménez, quien lleva 35 años dedicándose a la venta ambulante, los mismos que lleva casada con su marido Pedro. Ella vende artículos de lencería y calcetines por los pueblos de la provincia. Madruga mucho para montar su puesto a primera hora de la mañana. «Nosotros toda la vida nos hemos dedicado al calzado, teníamos una tienda en Valladolid, pero cuando empezó mi marido a trabajar, decidí dedicarme a la lencería, porque para mí era mucho más sencillo y fácil de manejar. En invierno hay muy poca venta, por lo tanto, hago pocos pueblos. A Peñaflor vengo una vez al mes, a la Cistérniga los miércoles, porque hay mercado, a Villanubla los jueves y a Tudela los sábados», dice Adela, a la que cada vez le cuesta más vender sus productos.
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En su sector, los precios también han aumentado y eso le influye en las ventas. «Las señoras no compran porque todo ha subido mucho. El género antes era mucho más barato. Muchas van al mercadillo, pero claro, nosotros recorremos muchos kilómetros y tenemos que ponerlo un poquito más caro. Antes, con 20 euros de gasolina podíamos pasar 4 ó 5 mercados. Ahora hacemos dos y no nos llega para más. También están las tasas que nos cobran en muchos pueblos por poner el puesto. Afortunadamente, desde la pandemia muchos ya no nos la cobran. Vendemos poco. Sacamos sólo para comer. Nuestro producto estrella son los calcetines y últimamente también los pijamas, porque mucha gente no pone la calefacción por estar tan cara, pero quiere dormir abrigada», concluye.
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