Bañera de una sola pieza que aún se conserva en la mansión de los Rivas Cherif. alberto mingueza

La muerte de uno de sus familiares dificulta salvar el legado de Manuel Azaña en Valladolid

Se cumple el centenario de la primera estancia del presidente de la Segunda República en la casa de la familia Rivas Cherif en Villalba de los Alcores

Antonio Corbillón

Valladolid

Sábado, 20 de marzo 2021, 07:44

Alguien colocó una bandera republicana sobre el féretro de Enrique de Rivas Ibáñez en sus honras fúnebres celebradas en Ciudad de México el pasado 3 de enero. Sobrino de Manuel Azaña e hijo del dramaturgo Cipriano de Rivas Cherif, el alzheimer había borrado ... de su mente una parte de su basta cultura en seis idiomas. Pero no los recuerdos más antiguos de este poeta y también traductor, en especial de su querida casa y su castillo de Villalba de los Alcores. «En los últimos tiempos decía que quería irse a vivir a España a un castillo que había heredado la familia, aunque hay quien decía que el tal castillo no eran más que unas ruinas», comentó en el sepelio Fernando Serrano, otro veterano del exilio español.

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Todo era cierto. Sus recuerdos. Y la ruina que queda de ellos. Enrique, que murió con 89 años, había llegado a tierras aztecas con 10 en 1941, al año siguiente de la muerte de Azaña en Montauban (Francia). El homenaje sobre la tumba del último presidente de la Segunda República que le han dispensado el lunes pasado los presidentes español, Pedro Sánchez, y francés, Emmanuel Macron, permite recordar los vínculos afectivos de Manuel Azaña con Valladolid. De hecho, coincide con el centenario de su primera estancia en la casa de la familia Rivas Cherif en Villalba de los Alcores.

Por entonces, Cipriano de Rivas Cherif despuntaba como el dramaturgo más innovador de su tiempo. La admiración mutua llevó a Azaña a intimar con la familia y, en especial, con Lola, hermana pequeña de Cipriano, con la que se acabó casando en 1929. Fue una década de visitas y estancias que llevaron al pueblo a otros insignes de la intelectualidad como Valle-Inclán o el escritor y periodista Ramón Pérez de Ayala, cuyo padre era oriundo de Tierra de Campos.

El caserón conserva los efectos de la ocupación falangista posterior a la Guerra Civil. Tiene acceso al castillo a través de un patio de armas que Enrique de Rivas quiso convertir en un pequeño teatro. Alberto Mingueza

Un nexo que se cortó en 1931, aunque algo tuvo que ver Azaña en que el singular castillo del siglo XII sea monumento nacional desde ese mismo año. Hoy figura en la Lista Roja (Asociación Hispania Nostra) de piezas en peligro de desaparición.

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El exilio familiar tras la Guerra Civil cortó los lazos con la inmensa propiedad de los Rivas Cherif en Villalba. Un legado compuesto por el entonces ya asolado castillo, una gran finca de recreo (La Esperanza), la iglesia románica de Santa María y la casona junto a la plaza donde se fraguó el noviazgo del futuro presidente español.

A caballo entre México y Roma, donde trabajaba de traductor en la FAO, Enrique no olvidó sus orígenes. Su interés se agudizó después de que Emiliano Rico, alcalde de Villalba en la primera década del siglo XXI, le invitara a dar un pregón de las fiestas. Desde entonces aumentaron sus visitas y sus sueños de recuperar el patrimonio familiar.

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Pero Enrique ha fallecido sin hacer realidad su sueño. La casa de sus recuerdos es hoy un enorme caserón abandonado. Y el castillo, que promovió la orden de San Juan de Jerusalén, esta casi todo en ruinas.

Castillo sin fortuna

«Un trozo de la historia de España está aquí», insiste Emiliano, hoy convertido en amo de llaves de la propiedad. «Siempre ha tenido mala suerte este castillo. No ha habido manera de cuajar ningún proyecto», lamenta el exregidor, que recuerda que en su etapa de alcalde (1999-2011) la Fundación Patrimonio llegó a ofrecerle tres millones de euros para su rehabilitación. «Pero estaba ocupado por unos inquilinos que usaban la bodega como secadero de sus quesos y no pudimos hacer nada».

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Fue un tren que pasó de largo unos años antes de los planes del intelectual exiliado, que tuvo que litigar duro con los ocupantes para recuperar la propiedad. Su sueño era «convertir la casa en un centro cultural sobre el exilio». Un proyecto que ha encontrado eco, entre otros, en Manuel Escarda, presidente de la Comisión de Cultura del Senado, que ya ha realizado varias visitas y se plantea llevar su rescate a la Cámara Alta. «Es un proyecto ilusionante recuperar la documentación de Cipriano y lo poco que hay de Azaña», insiste el también secretario provincial del PSOE vallisoletano.

Lo poco que hay de Azaña y todo lo que hay de su cuñado dramaturgo, así como todos los documentos que fue trayendo su hijo Enrique de México, está guardado y protegido con un candado en una de las habitaciones de la mansión. Es el único espacio en el que Emiliano prefiere ser discreto para preservar su seguridad. «Son un montón de cajas, con libros y papeles. Algún día vendrá alguien de algún archivo para datarlo todo», espera Rico. Lo confirma Manuel Escarda, que cuenta con «una visita para valorarlo todo» a cargo de la Secretaría de Estado de la Memoria Histórica.

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¡Déjalo estar!

La casona es una gran propiedad de tres alturas, de interiores casi desnudos. De los lujosos muebles de época que un día disfrutó la familia Rivas y el propio Azaña no queda apenas nada. Eran una saga de posibles desde generaciones atrás. El abuelo Rivas, secretario del sello privado de la reina Isabel II, le compró todo el complejo al conde de Castilnovo (Leopoldo de Hohezollern Sigmarin) en 1862.

Tras la guerra, llegó el expolio. Hoy las tres plantas del inmueble lucen desconchones, goteras y suelos levantados. En la segunda planta, la que ocupaban los propietarios y sus visitas, entre la desnudez de estancias y paredes destaca un bien conservado fresco que resume una época: un yugo y unas flechas con el inevitable 'Arriba España'.

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No sin pudor, Emiliano Rico explica que fue la estancia utilizada por el jefe de Falange del pueblo. «Cuando lo vio Enrique mandó dejarlo estar como una muestra más de la historia». Así debía ser la visión conciliadora de la vida de este exiliado que dedicó la suya (nunca se casó ni tuvo hijos) a la cultura y la creación literaria.

En la misma planta se conserva un retrete («probablemente el primero que hubo en el pueblo»), adornado por una pieza de mortero en una balda. En la habitación contigua una bañera de mármol de una sola pieza. «¡Aquí se bañaba el último presidente de la República!», exclama Emiliano.

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La casa da acceso al castillo a través de un pasadizo que comunica con un patio de armas y las bodegas, lo mejor conservado de la fortaleza. Enrique soñaba con ese patio para «arreglarlo y montar un teatro para representar las obras de su padre Cipriano». Pero, diez años después de que recuperara la propiedad y ahora que ha muerto, el sueño no tiene visos de saltar a la realidad.

Difícil futuro

En abril hará diez años que Enrique de Rivas recuperó para el apellido el legado que se asienta en Villalba. Antes hubo intentos de convertirlo en Parador Nacional (con el ministro Fraga Iribarne) y un inversor ruso quiso hacer un hotel. Pero no se ha movido ni una piedra. Salvo para llevárselas. La muerte de Enrique de Rivas ha roto los puentes. Quedan 14 herederos indirectos en México que apenas intuyen el valor simbólico del lugar.

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