
El pueblo que vivió del mimbre
Peñaflor de Hornija fue el último pueblo de Valladolid en el que se cultivó el mimbre, un producto que durante siglos fue motor de la economía local
Desde la gran atalaya natural que es Peñaflor, se divisa la vista más hermosa del Valle del Hornija, con sus pronunciados tesos, sus verdes praderas y amplios campos de cereal. Su paisaje está salpicado también del colorido de otros cultivos, como el girasol y la colza y también de las lentejas y guisantes. Pero hasta hace algunos años, había un cultivo muy ligado a la historia de este pueblo que, durante siglos, tiñó su paisaje de púrpuras y que supuso una importante fuente de ingresos para varias generaciones de peñaflorinos. Un cultivo del que hoy sólo queda algún rastro silvestre. El mimbre. Se trata de un material ligero y fuerte, que se obtiene de un arbusto de la familia del sauce y que se utiliza para tejer cestos, muebles, bolsos y otros enseres. Hoy, el 90% del mimbre que se cultiva en España, proviene de Cañamares (Cuenca), pero hace años, la calidad del cultivado en Peñaflor de Hornija, era muy especial, lo que le convertía en un recurso único, que fue motor de la economía local.
En la provincia de Valladolid, existieron varias plantaciones, como por ejemplo, en Castromonte. La más importante de todas y la última en desaparecer, fue la del señor Santos Sánchez, de Peñaflor de Hornija, quien cultivaba las especies 'bero', que es francesa, y la 'americana', muy codiciadas por los cesteros de todo el país. «El mimbre se ha cultivado desde siempre en Peñaflor. En el Catastro del Marqués de la Ensenada, de 1751, ya se refleja la importancia de estos cultivos en nuestro pueblo. Hay documentos muy anteriores a esa fecha, que están en el archivo diocesano de la catedral de Palencia, pero de los que no tengo copia», explica José Cirilo Real, un vecino de la localidad que se ha preocupado por investigar el tema. «En aquella época, los mimbreros se cultivaban en sitios frescos de valle. La superficie plantada era de 20 cargas clasificadas como de primera y que daban una producción estimada de unos 40 haces en un año normal, 10 cargas de segunda categoría y que producían 25 haces y 10 cargas de tercera, que producían 15 haces. Cada carga eran 4 fanegas. El precio era de real y medio cada haz. El mimbre era muy necesario para fabricar todo tipo de enseres en una sociedad en la que había que autoabastecerse y en la que no existían otros materiales como, por ejemplo, el plástico. Las necesidades entonces eran muy distintas a las de ahora y éste y otros cultivos industriales se han ido perdiendo porque tampoco ha habido interés por conservarlos», prosigue este vecino.
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Los descendientes de aquel empresario peñaflorino del mimbre, Antonino y Jesús Sánchez todavía recuerdan cómo era aquel duro oficio, que dio trabajo a más de 70 vecinos del municipio, la mayoría, mujeres. «Nuestra familia ha vivido siempre de esto», dicen estos hermanos. «Era un trabajo muy laborioso, en el que todo se hacía manualmente», prosiguen.
El cultivo del mimbre se realizaba por estaquillas de 20 centímetros, que se empezaban a recolectar a partir del segundo año y durante unos 40 años. El de mejor calidad es el que se producía entre los 5 y los 10 años. Una vez recolectado, había que tener en cuenta el destino que se le va a dar. El mimbre podía utilizarse «negro» (con corteza), «blanco» (empozado y pelado), rojo (cocido y pelado) y escaldado.
Un cultivo que generaba empleo
La recolección de las varas de mimbre se hacía a partir del mes de enero, y se prolongaba hasta marzo. Primeramente, se cortaba el sauce casi a ras del suelo y se dejaban algunas varas en el arbusto para garantizar las próximas cosechas. El siguiente paso era pelar el mimbre con una mordaza. «Mi abuelo ha empezó con el oficio y luego continuaron con él mi padre y mi tío. Entre los meses de abril a octubre, aquí venían a trabajar unas 70 mujeres del pueblo y unos 10 ó 12 hombres. Corría el año 1960 y yo, con 10 años, era el encargado de controlar la llegada y salida de los trabajadores. Recuerdo verles a todos pelar las varas en la era», cuenta Antonino, el hermano mayor. «Una vez peladas, se dejaba secar en el exterior durante varios días con el objetivo de que los hongos no afectaran al producto. Se agrupaban las ramas por tamaño y se hervían para que la corteza de fuera desprendiera», añade Jesús.
Se separaban las diferentes partes del producto. Por un lado, la viruta, que se utilizaba para elaborar canastas y cestos de mimbre. Por otro, la esterilla, que se empleaba en trabajos más finos y delicados. «Era muy importante que los cesteros volvieran a remojar el mimbre para poder trabajarlo. De esta manera ganaba flexibilidad y se evitaba que se rompiera al doblarlo», explican los hermanos Sánchez, que tenían clientes en Galicia, Cataluña y País Vasco, principalmente. También enviaban camiones cargados de producto hasta Alicante y Pozoblanco (Córdoba). «Gran parte de nuestra mimbre se empleaba en la fabricación de cestas para jugar a un deporte típicamente vasco, el cesta punta. Ese material nos lo pagaban al doble que el resto, pero tenía un desperdicio enorme y tenía que ser un tipo de mimbre casi salvaje y que se trabajaba peor, porque era mucho más dura, y no tenía tanta caña como el americano. También enviábamos pedidos con destino a Venezuela», dice Antonino.
Juan Carlos Pérez era uno de los trabajadores habituales de esta plantación familiar. Empezó, junto con alguno de sus hermanos, muy joven en el oficio. «Yo venía a temporadas y me encargaba de cortar el mimbre. Lo atábamos en manojos con medidas desde los 0,80 centímetros a los 2,20 metros. A partir de esa medida ya se consideraban fuera de talla. Los metíamos en pilones con agua para que volvieran a brotar. Una vez cocido o brotado, había que pelar el mimbre con una mordaza y se dejaba secar al sol formando pequeños chozos y ya se ponían a la venta», señala este antiguo trabajador, quien guarda grandes recuerdos de aquella época.
Cuando el mimbre iba cocido, había que introducirlo en una caldera que todavía hoy sigue en pie en la era que un día fue del señor Santos. «Como combustible para la lumbre usábamos la cáscara seca y otros restos del mimbre y leña. Tenía que estar unas 4 horas hasta que cogía calor y luego manteníamos el mimbre hirviendo entre 8 y 9 horas. Al terminar de cocer, se sumergía en agua fría. Cada año se vendían entre 25.000 y 30.000 kilos de género. En 2005 dejamos el oficio porque hacía falta mucha mano de obra y ya no era rentable. Los últimos años lo vendíamos tallado en seco y lo se utilizaba principalmente para hacer cercas para chalets. Peñaflor fue el último pueblo de la provincia donde se cultivó el mimbre», remata Jesús, echando de menos aquellos años en los que imperaba este cultivo que hoy está arrinconado por la proliferación de los plásticos y de la competencia del mimbre chino.
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