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Soledad Gil, detrás del mostrador de su comercio, en Villavicencio de los Caballeros. ALBERTO MINGUEZA

La penúltima compra en casa de Sole

El adiós a un comercio rural ·

El 1 de enero echará el cerrojo la tienda de Villavicencio de los Caballeros con la jubilación de su dueña, Soledad Gil, a los 83 años

Víctor Vela

Valladolid

Domingo, 6 de diciembre 2020, 08:36

El vestíbulo en casa de Soledad Gil (Villavicencio de los Caballeros, 1937) no tiene espejos, lamparitas, un mueble cuco sobre el que dejar las llaves nada más llegar. Aquel que entre en casa de Sole –y entran, sí, entran muchos al cabo del día– se encontrará en su lugar con una colección de palos de escoba, un montoncito de cubos azules, un paredón de papel higiénico aloe vera, una pila de paquetes wipp exprés.

Hay un cartel de principios de siglo (de este siglo) que dice 'El euro, nuestra moneda' y, a la izquierda, una vitrina de mediados del XX (del siglo XX) donde por un poco de espacio se pelean horquillas, pintauñas y peines, tubos de laca, sogas y cuerdas, correas sin reloj, botes de colonia Brummel, Agatha Ruiz de la Prada, también.

Suena una campanilla cada vez que alguien –una visita que es a la vez cliente– atraviesa la puerta en casa de Sole (en el umbral, una estampita del Corazón de Jesús). Y ese vestíbulo, que en otro hogar cualquiera sería felpudo antes de llegar al dormitorio o al salón, se convierte en vía de paso hacia la tienda. Hacia esta tienda dentro de la casa, esta tienda que José Gil, el padre de Sole, abrió el 1 de marzo de 1938 y que el próximo 1 de enero, más de 82 años después, colgará el cartel de cerrado.

Villavicencio (245 habitantes) se quedará con el nuevo año sin «comercio rural mixto». Como antes Ceinos, Urones, Becilla, La Unión. El adiós de un establecimiento que fue gran almacén en el medio rural. Pijamas y telas, dulces y vajillas, regalos y cuadernos, el pan nuestro de cada día. Sole, después de cumplir 83 años, se jubila en apenas semanas. Pero este mes de diciembre, todavía atiende detrás de la mampara (colocada en este virulento 2020) y de un mostrador de nogal que lleva aquí «toda la vida».

Soledad Gil, con su padre, de jovencita en el comercio. EL NORTE

«Mi familia tenía comercio por las dos partes», dice Soledad. La rama paterna, con la abuela Rosalina, se dedicaba a los tejidos. La materna, con el abuelo José, a comestibles. Las dos en el barrio de San Pedro. En 1938, el hijo de unos, José, y la hija de los otros, Clementa, una vez casados, decidieron abrir su propio negocio en la otra punta del pueblo. Compraron la casa (esta casa), reservaron unas habitaciones de la planta baja para tienda y comenzaron así su actividad. Para los suministros había que ir en carro, con mulas, hasta Valderas a por vino, hasta Rioseco para el racionamiento. La tienda (y la labranza como apoyo) fueron el sustento para José, Clementa y sus cinco hijos. La segunda fue Sole, quien desde jovencita echó una mano a despachar.

«Mi padre estuvo aquí en la tienda, todos los días, hasta que murió. No se quitó nunca de esa silla». Y señala Sole una silla de madera bañada por el sol de la mañana. Hace 38 años que el negocio pasó a su nombre. «Al quedar yo viuda muy joven, fue la forma de sacar adelante a la familia».

«Con 23 años me casé, jovencita, como nos casábamos antes todos». El novio era Jaime Foces, un mozo del pueblo a quien conocía desde la escuela, con el que llevaba «más de diez años de novios» y que había entrado como secretario en el Ayuntamiento. Para la boda eligieron la capital, la iglesia de las Angustias, y el banquete luego en el hotel Roma. Un día tan feliz que el recuerdo duele por lo que vino después. En abril de 1963, con un crío de nueve meses y un embarazo recién anunciado, Soledad comenzó a vestir el luto que tantos años después no ha levantado. Su marido, que pasaba ese día con amigos, en una despedida a unos misioneros, tuvo un accidente en moto camino de Villalón. La «curva de la muerte», la llamaban con razón. Sole enviudó muy joven.«Mi padre me ayudó a sacar adelante a la familia», cuenta. Pero trabajo no ha escatimado Sole, nunca, para que hubiera calor, comida y estudios para sus hijos.

Soledad atiende a Ana María, una clienta, en la tienda. ALBERTO MINGUEZA

«Me levanto todos los días a las siete. La tienda no la abro hasta las nueve y media, cuando viene el panadero que me trae el pan de Castroverde. Es tontería abrir antes. La gente no madruga. Levantarse pronto es gastar luz y lumbre», afirma Sole. Pero ella sí, ella no aguanta al amanecer.

A las siete está con los ojos abiertos y, hasta hace tan solo unos meses, unos minutos después ya iba camino del cementerio. A pie. A visitar la tumba de su marido y rezar allí el rosario.Todos los días. De buena mañana.Para empezar la jornada. Después, volvía a casa y abría la tienda. «Ahora lo he dejado de hacer. Tengo miedo a coger un catarro. Y con el coronavirus rondando... Además, que ya me empiezo a cansar. Son 83 años. Eso sí, la cabeza la conservo. No sé la de calculadoras que tengo, pero las cuentas las hago a mano». Con boli. En unos papelitos alargados, de libreta, recortados para la ocasión.

No hace falta marcar el precio de los productos porque los tiene todos en mente. «Y sé dónde los tengo». A primera vista, parece misión imposible acordarse de si los hilos están al lado del champú, los yogures junto a los calcetines. La tienda de Sole es un retablo de las maravillas, el barroco hecho comercio. De las vigas del techo emergen unos clavos grandes, enormes, de los que cuelgan –con cuerdas naranjas– fuelles, pulseras, collares, mopas, rodillos para pintar. «Antes también tenía ahí sartenes y cazuelas», explica mientras agarra un palo con gancho, extiende el brazo, y pesca en el aire uno de los paquetes, que puede ser lima de uñas, abrelatas, tubo de loctite.

Soledad ya ha empezado a empaquetar parte del género para donarlo a Cáritas. Se empieza a despedir de una tienda que va a dejar huérfanos a los vecinos de Villavicencio. «Las ventas han cambiado mucho. Casi toda la gente hacer ahora la compra grande en el supermercado. Y aquí viene a por las faltas. A por el litro de leche cuando se les ha acabado, a por el paquete de macarrones cuando se ha encendido la cocina y te das cuentas de que hoy no tienes nada para comer. Eso sí que se va a echar de menos», dice Sole, ahora que el pueblo será solo abastecido por las furgonetas de vendedores ambulantes. El 1 de enero, Sole se retira. Con 83 años. «Espero no echarlo mucho de menos, porque esto ha sido toda mi vida. Yo nunca he tenido idea de jubilarme. Pero creo que ha llegado el momento», cuenta desde este mostrador de nogal, desde esta tienda para todo que está a punto de despachar su última barra de pan.

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