«Cualquiera que conociese a Isidoro diría que era un hombre de campo y bueno. Así lo definían sus paisanos en 2012, cuando se realizó una investigación sobre las palabras perdidas en tres generaciones de portillanos y portillanas y mi abuelo fue la persona que más vocablos conocía sobre el campo y los aperos de labranza»
Ruth de Frutos
Martes, 20 de octubre 2020, 14:16
Cierro los ojos y recuerdo a mi abuelo leyendo El Norte de Castilla tras unas gafas bifocales. Sentado en el sofá de la cocina de su casa, al calor de la lumbre de invierno; en el corral mientras la primera brisa refresca los septiembres de las fiestas de Portillo, el pueblo donde pasó toda su vida; o en el hospital, porque algunas enfermeras cuentan que lo pedía incluso cuando estaba ingresado. Hoy mi abuelo se ha ido. Demasiado tute para Isidoro García Pineda (Portillo, 1934), un agricultor de ochenta y seis años que ha dedicado toda su vida al campo y a su familia. Cualquiera que conociese a Isidoro diría que era un hombre de campo y bueno. Así lo definían sus paisanos en 2012, cuando se realizó una investigación sobre las palabras perdidas en tres generaciones de portillanos y portillanas y mi abuelo fue la persona que más vocablos conocía sobre el campo y los aperos de labranza. Mi madre, la menor de sus cuatro hijos, era la que más acervo poseía de su quinta y yo, por desgracia, la que menos de la mía.
«La tierra no se estudia, se trabaja», sentenciaba Isidoro, parco y sonriente. El ascensor social que significó en mi familia la educación superior de los más jóvenes también supuso un alejamiento del arraigo sociocultural, que se observaba en mi poco conocimiento de los usos y costumbres.
Hace dos o tres veranos jugamos a averiguar en una charla familiar quiénes eran nuestros ancestros. Entre tíos, padres y abuelos llegaron, sin esforzarse, a la mitad del siglo XIX en un árbol genealógico con nombres, fechas y muchas, muchas discusiones entre vermú y queso, como a mi abuelo le gustaba celebrar el ratito homónimo, antes de la comida de los domingos. Todas esas personas a las que se refirieron residieron en el mismo municipio de Tierra de Pinares la mayor parte de su vida. Todas menos yo, que supe que tenía que volver del confinamiento porteño en el que pasé cinco meses el día que mi yayo, como siempre le he llamado, no me reconoció por teléfono.
Mi abuelo no necesitaba hablar para decir. Su hija lo recuerda el día en el que Isidoro ha decidido irse mientras le daba la mano. El protocolo integral de actuaciones específicas de gravedad, últimos días y fallecimiento en la crisis del Covid-19, que puso en funcionamiento la Consejería de Sanidad de la Junta de Castilla y León y la Gerencia Regional de Salud, y que cuida con esmero el personal sanitario del Hospital Clínico de Valladolid, nos ha permitido acompañar a mi abuelo desde el cariño en estos tiempos de incertidumbre.
Poco importa dónde se contagió de coronavirus, desde que ingresó en la planta novena sur, mi abuelo ha recibido el mejor trato de enfermeras, celadoras, médicas, limpiadoras y de todas aquellas profesionales invisibles que luchan día a día contra la precariedad, la desinformación, la falta de coordinación, el cansancio y el miedo.
Me demostraba que continuaba luchando todos los días con gestos, en las visitas autorizadas dado su empeoramiento clínico, en las que me despedía de él tarde tras tarde. Cuando le cantaba la nana con la que mi madre me dormía de pequeña, a veces hacía un leve movimiento con los ojos. Otras, le acariciaba la oreja, como tantas veces hizo su mujer, de la que no se separó desde que tenían 12 y 13 años, respectivamente
«Ddesde que ingresó en la planta novena sur, mi abuelo ha recibido el mejor trato de enfermeras, celadoras, médicas, limpiadoras y de todas aquellas profesionales invisibles que luchan día a día contra la precariedad, la desinformación, la falta de coordinación, el cansancio y el miedo»
«Guapazo», así le respondía siempre cuando él me llamaba de la misma manera. Daba igual si era una videoconferencia, una cena familiar o una tónica en el bar del pueblo en el que jugó a la brisca hasta que sus dedos se lo permitieron y al que sus piernas, que ya no caminaban, le llevaban en bicicleta de manera religiosa.
Hoy se va el mejor lector de El Norte de Castilla, mi abuelo, por el que estudié Periodismo. Casi conmemorando el centenario del nacimiento del director más célebre del diario decano, Miguel Delibes, con el que compartía su pasión por el campo, la bicicleta, las palabras justas y el periódico. Ten buen viaje, yayo, y saluda a Don Miguel.
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