Saben que su profesión agoniza, pero son los últimos de su especie y 365 días al año en el campo, pasando calor, lluvias, nieblas o frío, no puede con ellos. Tampoco la soledad. Su único objetivo es cuidar su rebaño y su llamada es ... un sonido en peligro de extinción. Nuestros campos pierden pastores y la cabaña ovina cae en picado por la crisis, la falta de ayudas y de relevo. Fernando Díez, de Matilla de los Caños y Eugenio Rodríguez, de Robladillo, son pastores y herederos de un legado sensorial que hay que tratar de conservar. Las chitas de sus ovejas al caminar, los balidos, el sonido de los cencerros y sus silbidos y llamadas, antaño jalonaban el extraordinario paisaje sonoro de nuestro medio rural. Un paisaje sonoro que cada vez tiene menos notas y texturas.
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Eugenio, conocido como 'El pastor de Robladillo' tuerce el morro, usa sus dedos, sopla y a la tercera intentona consigue un silbido agudo y certero. Dice que ha perdido la costumbre. Ya no tiene ovejas que llevar al campo, ha tenido que venderlas, pero asegura que de joven «silbaba como los vaqueros del Oeste». Aprendió de niño con sus mayores y lo considera todo un arte. «Algunos, incluso, con el silbido hacían canciones. Yo eso no lo he conseguido nunca, pero silbaba fuerte, ¿eh? Silbaba de aquí a las cuestas y me oían. Antes ibas por el campo y era una maravilla escucharnos a todos. Ahora ya no silba nadie. Los últimos años del campo han sido muy tristes y los hemos pasado gracias a la radio y al móvil», prosigue.
Recuerda que sus predecesores tenían muchas maneras de silbar. «Lo menos veinte», dice. Pero eso se está perdiendo. «¡Cagüen la mar!, si es que ya no quedan pastores de los de antes. Por aquí ya solo quedo yo de reliquia», lamenta este veterano del zurrón. «Silbábamos de una manera si el ganado se alejaba y de otra para que fuera más despacio en careo. Si estaba cerca, se silbaba flojo y se quedaban quietas, pero si se alargaban, entonces ya había que silbar recio. A mí se me oía a medio kilómetro, pero ahora con la dentadura… me cuesta. También chiflábamos a los perros para que vinieran o para que fueran a por el ganado y nos hacíamos silbatos con azulejos o con el hueso de los albérchigos», recuerda.
Los silbidos antaño eran una conversación recurrente en el campo y motivo de apuestas entre compañeros de profesión. «Nos jugábamos dos o tres duros, que era un dineral, a que, aunque las ovejas estuviesen muy alejadas de mí, podía hacer que viniesen como yo quisiese, despacio o corriendo. Y siempre ganaba», se ríe.
Cada pastor tiene su forma de comunicarse con su ganado. Además de los silbidos, hay otros tipos de llamada. «Brrrrrrrrrrr, bey, bey», demuestra Eugenio. «Si estaban de culo a mí, con decirles: 'vuelve, vuelve, bey, vuelve, vuelve', ya se volvían. A los perros, en cambio, les mandaba más con la cabeza o con la cayada. Sólo con un movimiento ya obedecían, pero si estaban cabezotas, con decirles 'salte pa'llá fuera' ya volvían a las ovejas. Para manejar bien el ganado, hay que llevar al menos dos perros y que cada uno vigile una orilla», dice.
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A unos kilómetros de Robladillo está Matilla de los Caños. En su término pasta todos los días el rebaño cruce de assaf de Fernando Díez. Es el único pastor del pueblo. Tiene 58 años y es el último eslabón de una larga estirpe de ganaderos. Ha cambiado el morral por la mochila, pero la manta zamorana al hombro siempre le acompaña para protegerle del frío y de la humedad del campo. Es una costumbre. «Cuando era pequeño, llegaba de la escuela, tiraba la cartera y corría para meterme entre las ovejas. Desde entonces estoy con ellas, día a día y sin descanso. Yo no sé silbar, pero las llamo de una forma especial que aprendí de mi familia», deja caer Fernando antes de hacer una exhibición de este lenguaje que sólo entienden él y sus ovejas. «Yo les digo: Bey, toma bey, bey, be. Bey, toma bey, bey, be. Ellas cuando lo oyen, levantan la cabeza y ya vienen, aunque siempre hay alguna dominanta», dice mientras señala con la cayada.
Fernando es feliz entre balidos y el carillón de los cencerros. Linda es su fiel escudera. Una perrilla blanca a la que ha enseñado bien para que no deje arrimar las ovejas a los sembrados. Le acompañan también dos grandes mastines. «Las ovejas son muy amantes de estos perros y donde ellos tiran, ellas van. En estos días de aire tan áspero, las cuesta obedecer, pero los perros están muy pendientes. Ellos saben más que nosotros. Mi padre también utilizaba la honda para dirigir al rebaño. Yo prefiero tirar la piedra con la mano, cuando no quiero que se vuelvan todas de golpe», cuenta Fernando. «Da igual las horas que esté con el rebaño, que yo no me canso. Teniendo buenos perros y siendo un poco hábil, este oficio no es difícil, pero es duro y poco rentable. Es una pena. El pienso ha subido mucho, pero la leche no la suben. Las ovejas se comen tanto como dan y menos mal que salgo a pastar al campo, si lo tuviera en casa, sería imposible», dice.
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Aunque algunos expertos consideren el silbo gomero o el silbo herrero como una forma primitiva de comunicación, según el etnógrafo Joaquín Díaz, el silbido con el que los pastores dan las órdenes a sus perros, no es un lenguaje en sí mismo. «Es más bien, un criptolenguaje ya que no se producen fonemas y una interlocución, sino una forma de mutualismo en el que una parte, (el pastor) crea unos signos o sonidos, que sólo la otra parte (el perro), entiende, pero que no sirven para otro perro, pues no son universales», explica y además añade que el silbido «debe ser muy preciso y muy claro, ya que un error en la comunicación puede desbaratar un rebaño o producir una desgracia con pérdida de cabezas de ganado».
Hay tantas formas de silbar como pastores. La forma de colocar la boca, los dedos y la lengua, hacen que el silbido sea más o menos eficaz y audible. «La soledad de los pastores ha sido una ayuda para practicar las diferentes formas personales de silbar y hacerse entender de los perros. Éstos son mejores o peores en la medida en que comprenden, al cabo de un período de entrenamiento, lo que el pastor le pide. El límite de esa forma de expresión es que se da entre dos seres vivos una especie de mutualismo que requiere una interacción más que una interlocución», concluye el etnógrafo.
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