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Aunque los más ortodoxos dicen que la Semana Santa es tiempo de abstinencia, la gula gana al ayuno y pocos se resisten a la tentación de probar los productos típicos de estas fechas. Precisamente, por los días de Pasión, como también ocurría en torno a la festividad de San José, es tradición en la localidad vallisoletana de Íscar degustar una de sus elaboraciones gastronómicas por excelencia, junto con la rosquilla ciega: el hornazo.
Se denomina así porque se prepara en el horno, con masa de pan engrasada, y está rellena de productos de carnicería, principalmente lomo, jamón y chorizo. Además, se suele comer o bien justo antes de Cuaresma, periodo en que no estaba permitido comer carne ni huevos, o bien inmediatamente después, al terminar la Pascua.
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Se trata, por tanto, de un tentador e irresistible producto que muchos continúan preparando con sus propias viandas, conservadas en ollas de la matanza del cerdo o en fresco. El hornazo tradicional iscariense es un gran bollo formado por dos tapas de medio kilogramo de masa de pan a la que se añade manteca de cerdo y un poco de leche. Tras su amasado sobre la mesa de forma manual, son rellenadas de lomo de cerdo asado y chorizo, el 'condumio', como se denomina de forma popular, que una vez unidas y entrelazadas por sus extremos y, posteriormente, cocidas en horno a más de 200 grados de temperatura.
Un bocado para comer a cualquier hora del día, a temperatura ambiente o un poco templado, que es especialmente popular durante la jornada del Lunes de Pascua de Resurrección con motivo de la celebración de la romería en honor a Cristo Rey y que pone fin a la Semana Santa.
Hasta hace unos años, el Jueves Santo, aunque también el Miércoles y Viernes, era el preferido por la mayoría de los vecinos para acudir previo aviso al obrador para prepararlo y elaborarlo. En turnos, los iscarienses iban pasando a la mesa de montaje, donde se les proporcionaba una porción de masa de pan engrasada, estirada con maestría por los panaderos, para ser rellenada al gusto con chorizos y tajadas de lomo de la olla, y otra masa para realizar el cierre con un remate enroscado, quedando ya listo para que el panadero lo introdujera en el horno para su cocción.
Como se metían por turnos en el horno, para reconocer los hornazos de cada vecino se asignaba a cada uno un número que era dibujado también en masa de pan sobre cada pieza. Pasadas unas horas, las elaboraciones, aún calientes, ya estaban listas para ser recogidas y pagar el precio que correspondía.
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Pedro Resina | Valladolid
Fermín Apezteguia y Josemi Benítez
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