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Esta es la crónica de un «espanto» anunciado, como así lo califican los nombres que comparecen bajo estas líneas. Noviembre de 1945. La construcción del ... pantano de Villameca, en León, forzó el 'exilio' de los habitantes del pequeño municipio de Oliegos. El pueblo quedó anegado y 38 familias se vieron abocadas a empezar de cero. A forjar una nueva vida lejos de sus orígenes. Su «querida» tierra. Adiós al valle que les vio nacer. El 28 de noviembre de aquel año, cerca de 150 personas se subieron a un «tren especial diseñado para la ocasión» cargados con enseres, aperos y algunas de las tallas más importantes que atesoraba la iglesia de Oliegos, como San Antonio, San José, San Pedro y la patrona, la Virgen de las Angustias, en busca de una segunda oportunidad. Incluso las campanas que entonces repicaban en este valle leonés lucen desde 1950 en el campanario de la iglesia de San Pedro, en Foncastín.
«Aquí –en referencia a la localidad vallisoletana– no había campanas, y dijimos: 'Pues como se va todo el pueblo, nos la llevamos con nosotros'. Y así fue. Luego nos las reclamó la Diócesis, pero les dijimos que si las querían que vinieran a por ellas, y hasta hoy». Quien habla es Cele Mayo, una vecina de esta pedanía de Rueda que vivió en primera persona el desalojo. Tenía tan solo cinco años. Hoy, 74 años después de aquel «fatídico» día, su voz aún suena temblorosa al echar la vista atrás. Resquebrajada. Le cuesta mantener la entereza. Tiene los ojos vidriosos. Está a punto de romper a llorar. Se contiene. Toma aire y confiesa que le resulta «inevitable» emocionarse. El llanto de su madre al montarse en aquel tren es el único recuerdo que conserva. «Tengo la imagen de ver a mi madre llorar desconsoladamente; yo era tan solo una niña, pero me enteraba de todo. Al ver los carros, el equipaje, que nos llevábamos todo, supe que nos íbamos para no volver más, fue espantoso», recuerda Cele mientras cruza los brazos para refugiarse del frío en su bata morada.
Su corazón se quedó junto al antiguo cementerio, donde quedaron enterrados tres hermanos y sus abuelos maternos. Durante la salida de Oliegos, el tren hizo una pequeña parada frente al camposanto para que los familiares rezaran unas últimas palabras que quedarían inundadas junto a sus seres más queridos. «Fue sin duda lo peor de irnos de allí. No solo dejamos atrás una vida, sino que además tuvimos que despedirnos de esa forma de nuestros seres queridos», lamenta Mayo, hoy con 79 años.
«Nadie nos explicó nada, fue un viaje muy complicado, teníamos que marcharnos sí o sí». Lo cuenta José Antonio Suárez, exalcalde de Foncastín y otro de los pobladores en origen de la pedanía. Desde entonces, aquel 30 de noviembre –el viaje duró dos días, pues hicieron escala en varias zonas como León, para comer, o Valladolid, para pernoctar–, Foncastín rezuma historia. Huele a nostalgia. A tierra de nadie. A la añoranza de lo ausente. Nadie en este municipio puede olvidar su pasado. Tampoco quieren. No se resignan a caer en el olvido. La llegada a tierras vallisoletanas –se barajaron otras opciones como Zaragoza, Huesca o Salamanca– no fue «nada fácil».
Los olegarios compraron la finca al Marqués de las Conquistas por cuatro millones y medio de pesetas. No había ni rastro del pueblo tal y como se le conoce hoy en día. Tan solo había una decena de casas para el centenar y medio de personas que demandaba un hogar. «La mayoría de lo que hoy es Foncastín era la hacienda del Marqués; hasta que se construyó el pueblo como tal, las casas, tuvimos que vivir reagrupados», comenta Suárez, de 82 años.
La adaptación fue «muy lenta». El contraste entre ambas poblaciones era «muy grande». Oliegos, enclavado en la comarca de La Cepeda, estaba asentado sobre terreno montañoso. El paisaje, relata el exregidor, era «bonito». Los árboles frutales aliñaban el entorno y las viviendas estaban fabricadas con piedra y tejados de paja y pizarra.
Foncastín, la antítesis. Prácticamente no tenía casas y el dominio estaba desierto. «Era triste; no había prácticamente nada, tuvieron que construir el pueblo desde cero, fueron unos inicios muy complejos», asevera Suárez. Poco tiempo después, el Instituto Nacional de Colonización construyó el pueblo. Tantas casas como familias llegaron.
Almudena Vallinas, de 70 años, no llegó a conocer Oliegos, pero habla de este pueblo leonés como si se hubiera criado allí. Sus padres, que montaron en aquel tren en 1945, le hablaron «muchísimo de lo que pasó». «Tengo muchísimo cariño a Oliegos, siempre que puedo voy para allá, para mí es el no va más, aunque también digo que como Foncastín no hay ninguno», explica mientras repasa las imágenes del pueblo leonés que decoran el único bar Foncastín, El Rincón de Oliegos.
A Elvinda Magaz, de 88 años, otras de las pobladoras de origen, su padre le ahorró el mal trago de la despedida. Tres meses antes de la partida, en agosto de 1945, acompañó a la «caravana» de hombres que se desplazó hasta Foncastín para sembrar y dejar «todo preparado» para cuando llegara el resto del pueblo. Precisamente por eso, porque no vio la salida, la marcha de Oliegos fue «menos dolorosa». «Mis hermanas, la mayor y dos pequeñas, se quedaron allí con mi madre, vinieron en el tren, pero yo, cuando me fui con mi padre, creo que no era consciente de que nos íbamos para no volver», relata.
«Echan de menos» Oliegos. Sus orígenes. Tienen el corazón «dividido». Aún hoy, 74 años después de que tanto ellos como sus familiares dejaran todo atrás, se sienten leoneses. Es un sentimiento imperecedero transmitido de generación en generación. Resulta misión imposible encontrar a alguien en Foncastín que desconozca los orígenes del pueblo. Lo exhiben con orgullo para «no olvidar» de dónde proceden.
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