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Aquellos bares de mesas de mármol y salones de baileEl tiempo se detuvo a mitad del siglo pasado en una casa de Cuenca de Campos. El viajero al visitar este histórico municipio, al pasar por la calle Cantarranas, es posible que detenga su mirada en unos pequeños soportales de gusto muy tradicional y característico de esta localidad. Sin embargo, no reparará en la casa que hay al otro lado de la calle con fachada de ladrillos caravista que no da la impresión de ser muy antigua. Sin embargo, al traspasar la puerta de entrada, y subir al primer piso por una estrecha escalera de madera, se entra en una gran sala en la que, de repente, como si se tratara de una máquina del tiempo, se viaja a decenas de años como si el reloj se hubiera detenido.
Es el amplio y popular bar de Teodoro Martín, que en su momento fue sala de baile, que se ha conservado como el último día que cerró la puerta en los años 80 después de más de cuatro décadas de dar servicio a los vecinos de Cuenca. Al entrar, la vista, sorprendida, no tarda en ir posándose en todo lo que hay en ese lugar de gran nostalgia: la barra con la antigua máquina de hacer cafés, las grandes puertas de la nevera, el suelo de madera ajado por las miles de pisadas, el banco corrido en una de las paredes y por encima las barras de madera para poner las prendas de abrigo, el televisor en blanco y negro como uno de los primeros que hubo en el pueblo, el futbolín con palas, las mesas rectangulares de hierro con mármol en la que aún resuenan los golpes de las fichas del dominó, las mesas cuadradas de madera para jugar al mus o al subastado, en las que son visibles las huellas dejadas por los cigarros o puros.
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Teodoro Martín hizo el servicio militar durante la guerra civil como chófer. Cuando regresó se casó con Adela Mañueco y montó el bar en una casa de su padre, Gaudencio Martín, con quien aprendió el oficio en el Café del Centro, bajo los soportales que hay frente al actual restaurante La Tata. Su establecimiento tuvo en un principio bar y un amplio salón de baile, el cual, más tarde hizo las veces de bar «cuando ya no hubo tanta gente en el pueblo». Además, también tenía fábrica de gaseosa, que elaboraban con una maquina sus hijas, Luisa y Chelo, junto a dos trabajadores, y que Teodoro repartía, además de cerveza y vino, por los pueblos cercanos, como Moral de la Reina, Aguilar, Bolaños, Castroverde o Villalón, en un carro tirado por una mula en un trabajo que iniciaba muy de madrugada, cuando el sol todavía no había salido. Después se compró un camión pequeño y tuvo un ayudante.
Por si fuera poco, Teodoro también hacía los populares pirulís, aquellos caramelos rodeados de obleas a los que sus hijas les ponían los palos, y que tantos y tantos niños chuparon hasta hacerse delgadísimos. Sabrosos sabores de los que también disfrutaron los vecinos de Cuenca y de los pueblos cercanos cuando Teodoro hacía en épocas determinadas como las fiestas sabrosos pasteles en un horno de leña de la poda de las encinas de los Montes Torozos, sin que faltasen rosquillas, bollos bañados o magdalenas. Chelo señala que «nos hemos criado en el negocio».
Sentadas en una de las mesas de mármol, Luisa y Chelo Martín, junto a su sobrina Marina, recuerdan con emoción y nostalgia que ayudaban a la hora del café y el domingo a la hora del vermú, en el que eran muy populares las anchoas en vinagre, además de aceitunas y banderillas de pepinillo o champiñón. Los domingos también era el baile con el ambigú, con la asistencia de mucha gente con una sesión después de la misa mayor, de 12 a 14 horas, y otra por la tarde hasta las diez de la noche. A poco que vuele la memoria todavía resuenan aquellas canciones que salían del tocadiscos y que tanto hicieron bailar a los jóvenes novios de generaciones pasadas. Por eso, en el recuerdo queda lo atento que siempre fueron Teodoro y su esposa con todo el mundo, hasta tal punto que «nunca salieron de vacaciones por no cerrar el bar». Ahora, aquel lugar cerrado, con todo su mobiliario, es la emotiva reliquia de las vidas de muchos vecinos de Cuenca de Campos.
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