Desde 2018 sin cantina

Adiós a la vida social tras el cierre del único bar

Los habitantes de Moraleja de las Panaderas lamentan la pérdida del establecimiento y confían en que alguien reabra el negocio para poder recuperar sus costumbres

Berta Pontes

Valladolid

Martes, 28 de septiembre 2021

«Sin bar el pueblo está muerto». Así de contundente es Maite Domínguez, teniente de alcalde del municipio vallisoletano de Moraleja de las Panaderas. De sus 43 empadronados no todos residen en la localidad, pero los que lo hacen han visto «mermada» su calidad ... de vida tras el cierre del bar. Sus vecinos coinciden en que era el punto de reunión y donde coincidían para jugar la partida, tomarse un café y charlar; en definitiva, el epicentro de la vida social de un pueblo cuya población es mayor y su actividad diaria se ha visto reducida drásticamente. El local utilizado como bar se cerró en septiembre de 2018 y, desde entonces, nadie ha vuelto a pujar por su alquiler temporal.

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Vídeo.

Café y chupito a diario

Con las llaves del local en la mano, Maite Domínguez explica que los últimos en gestionarlo fueron unos chavales jóvenes. Durante ese verano el pueblo estuvo repleto de gente. «Ellos traían a sus amigos a tomar el vermú, café e incluso copas por la noche. Fue un año muy bueno para el pueblo porque la gente estaba animada y el bar daba mucha alegría», comenta. Una barra con cafetera y cámaras frigoríficas vacías muestran ahora la desolación que vive el bar de Moraleja de las Panaderas. El único uso que se le da es de aula de gimnasia, donde cinco vecinas acuden para no tener que dar la clase de pilates o aeróbic en la calle. «Tenemos el material aquí y venimos para no pasar frío haciendo deporte fuera ahora que viene el invierno», explica Maite. Cinco pelotas y cinco esterillas esperan apiladas sobre una mesa de billar –ahora sin uso– la siguiente clase.

Los datos

  • Dónde está Entre los paisajes de campiñas del sur del Duero y Tierra de Pinares, a nueve kilómetros de Medina del Campo.

  • Datos curiosos Fue el último pueblo de la provincia en recibir agua en cada casa y el alumbrado era de candil de aceite.

Pero el de gimnasio no es el único uso que se le da a este espacio. Tres vecinos ya jubilados acuden algunas mañanas a tomar café y «a echar la parlada». Ellos mismos preparan la bebida con una cafetera automática y, los días que hace bueno, sacan una mesa a la calle para «disfrutar del aire fresco». Uno de ellos es Marcelo Heras, quien reside en el municipio y lamenta que se haya cerrado el local hostelero porque «era lo que daba vida al pueblo». Su actividad diaria, cuando el bar estaba activo, se concentraba alrededor de este. El café de media mañana con su chupito, el de después de comer y la partida de cartas por la noche completaban un día a día que ahora echa de menos. «Ha cambiado todo mucho. Antes, cuando era joven, veníamos todos los días y estábamos encantados», reconoce. Ahora, acceder al local y tomar un café con dos vecinos forma parte de su rutina. Según sus palabras, es el «momento de relax de las mañanas».

¿Cómo es vivir en un pueblo de Valladolid?

El Norte aborda desde el domingo y durante toda la semana la complejidad de vivir en la Castilla rural, donde la despoblación es el enemigo común a combatir, aunque la acusada pérdida de servicios no facilita la batalla. La serie refleja no solo lo que supone –en la práctica– carecer de médico, farmacia, misa, bares, tiendas, coches de línea, bancos o colegio, sino la dimensión que adquiere para sus vecinos la desaparición progresiva de servicios, lo que les limita y aísla aún más. Viven con una sensación continua de espera, de que alguien se asentará en sus pueblos, aunque estos carezcan de una red mínima de asistencia.

El reto de vivir en un pueblo lo conoce bien Mila Martín, cuya única actividad diaria ahora se reduce a caminar por las tardes. Las partidas de chinchón y «tener algo de vida social» es lo que más echa de menos esta vecina. Recuerda también que «la mejor época» del bar fue cuando lo regentaron unos chicos jóvenes que traían a sus amigos y «daban mucha alegría al pueblo». La soledad fustiga a quienes habitan este pueblo en invierno. Una de sus vecinas es Adelina Nieto. Su perro ladra sin cesar ante el paso de gente frente a su puerta «porque no está acostumbrado». Ella, por el contrario, sí tenía costumbre de acudir al bar y está «deseando que vuelva a abrir». Reconoce haberlo pasado «bastante mal» durante el primer año que permaneció clausurado, aunque asegura haberse «hecho a la idea». Su vida transcurre «tranquila y sin sobresaltos» en Moraleja y, para ella, «el bar era la alegría e ilusión del pueblo».

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Una casa más allá vive Sagrario González, vecina que también echa de menos el bar y explica que «la partida era el mejor momento del día, lo pasábamos muy bien», aunque confía en su reapertura para «volver a compartir tardes enteras» con sus vecinas.

Sin sangría poblacional

En los últimos años Moraleja de las Panaderas ha conseguido que su cifra de residentes no decrezca. A principios de siglo, en el 2000, contaba con un padrón de 32 habitantes. En 2012 el número se elevó a 41 y, en la actualidad, son 43 los empadronados en el municipio. Cuando más población perdió fue en la década de los sesenta, que pasó de 133 a 49 habitantes en apenas diez años.

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Un ejemplo de este aumento de población en Moraleja de las Panaderas es la pareja formada por Beatriz Bello y Eduardo Sobrino. Estos jóvenes decidieron mudarse al pueblo hace quince años y aseguran que fue «la mejor decisión de su vida». A apenas 9 kilómetros está Medina del Campo, donde pueden encontrar todos los servicios necesarios para el día a día. Pero ellos también echan en falta el bar y recuerdan que cuando llegaron al pueblo estaba abierto y solían ir «a tomar café y alguna cerveza». Para Beatriz, es «el lugar de reunión, el punto de encuentro de un pueblo que sin ese local parece que está más vacío y con menos vida». Además, en Moraleja hay tradición de reunirse en el bar y ahora «cada familia sale con sus sillas y sus hijos a la puerta de su casa, cuando antes nos reuníamos todos allí».

Ahora, esta localidad busca a alguien que vuelva a pujar por él y lo reabra en un pueblo que se niega a «desaparecer del mapa», en palabras de sus vecinos, que mantienen la esperanza de que alguien retome el negocio. «Sería el modo de devolver la vida que teníamos antes», claman.

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Maite Dominguez, teniente alcalde

«El bar está disponible para cualquiera que desee venir y regentarlo, solo pedimos responsabilidad y que cuiden las cosas»

Marcelo Heras, vecino

Adelina Nieto, vecina

«El bar es media vida del pueblo; sin él no tenemos la ilusión de reunirnos y encontrarnos los pocos vecinos que quedamos»

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