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Vidas en negro. Vestidas siempre de luto. El duelo permanente de realidades hipotecadas por la violencia (en sus diferentes formas) y la guerra fratricida. Los hombres lucharon en el frente, mientras las mujeres pagaban la factura en la retaguardia. Pero esa negrura de vida ... y ropajes no aplacaron aleaciones de acero para sacar adelante familias e hijos.
Las mujeres que hoy son le deben mucho a las que las antecedieron. Sobrevivieron a los convulsos años de la Guerra Civil y a la triste sociedad color sepia de la posguerra. Más allá de la Historia con mayúsculas, quedan por contar miles de microhistorias. Quien tenga cerca mayores octogenarios o de más edad sabe qué significa. Y el coronavirus ya nos está demostrando lo rápido que se borra una generación entera.
El 8 de marzo de 2018 aún no sabíamos nada de la covid-19, pero sí de una manifestación del Día de la Mujer que marcó un antes y un después. Parte de la génesis de aquel día fue el colectivo Las Periodistas Páramos, que decidieron recuperar del olvido las historias de sus abuelas.
Mujeres que no significaron nada para esa Historia con mayúsculas pero que lo fueron todo para sus familias. El destino las colocó en el bando perdedor, pero se levantaron una y mil veces.
Diez mujeres periodistas llevan estos días a las librerías 'Nietas de la memoria' (Editorial Bala Perdida), con el relato de sus abuelas. La pandemia paralizó la difusión de un proyecto que 'desescalará' en breve su presentación editorial por media España.
Como dice la veterana periodista y activista de TVE Carmen Sarmiento, en el prólogo, «¡Qué dolorosas y parecidas las historias de nuestras abuelas!». Cuatro de esos relatos los protagonizan abuelas que lucharon hasta el límite de sus fuerzas en tierras de Castilla y León.
Sus autoras han reconstruido el espejo roto de sus vidas personales para reflejar, siempre en primera persona, una imagen lo más fiel posible de lo que supusieron sus vidas.
La periodista madrileña Carolina Pecharromán, ya había contado la historia de su abuela en su novela '8 caballos, 40 hombres'. Así que apostó por la de Juana, abuela de Pilar, una amiga suya, y cuya vida le fascinó siempre. «Me pareció siempre una heroína con mayúsculas».
Con el estigma añadido de hospiciana, a Juana la parieron y abandonaron en Burgos. La crió una familia de Barbadillo del Mercado. Condenada a ser chica de servicio, decidió casarse y marchar a Madrid, donde le pilló el alzamiento franquista.
Su marido ugetista murió pronto en la batalla. Ella, embarazada de su cuarto hijo, corría hacia los refugios antiaéreos mientras decidía cómo salvar a su prole. Finalmente puso a los dos niños mayores en manos de la República. Se arrepintió toda su vida porque a uno no volvería a verlo. Con el otro tardó un cuarto de siglo y tuvo que viajar al extranjero. Y la que estaba por nacer, moriría con poco tiempo de vida,
Con el fin de la guerra, Juana se enfrentó a la condena social, porque «al ser mujer de vencido, aunque no tuvieras ideología, se te atribuía la del marido», recuerda Pecharromán. Viuda y derrotada siguió adelante para dar un futuro a Ricardo y Fausto, los vástagos que quedaron a su lado. El regreso a Burgos, orgullosa capital de vencedores, la condenó a una vida de miedo, atrincherada en las barreras invisibles que ella misma se había creado para sobrevivir.
Allí pidió cuando hizo falta, pero trabajó y no dejó de buscar a sus dos hijos en paradero desconocido. La Cruz Roja encontró a José María, el mayor, en Bruselas, cuando ya tenía 26 años. El relato acaba con un abrazo madre-hijo en la estación belga. Un final de película. «La vida de Juana tenía una película y una novela, ¿cómo no iba a tener un relato?», se pregunta su autora.
La periodista zamorana Concha San Francisco relata en 'Nietas de la memoria' la historia de su abuela Juliana, la hija del chocolatero de Casaseca de las Chanas. «En esa misma casa nací yo», explica Concha. Su abuela vino al mundo en el año de la debacle colonial de 1898. Por entonces, en el pueblo vivían 1.200 almas.
Por el relato crece una niña que trabajó «desde que tengo memoria», pero disfrutó de una infancia feliz con sueños alimentados con el olor del cacao. La mayoría de edad le trajo su boda con Prudencio 'el Margallo', el mozo «mejor plantado» del pueblo, que intentó las Américas dos veces sin éxito. La segunda vez dejó a Juana al cargo de sus cinco hijos.
Lo que sí cuajó fue el dulce negocio que la abuela y su hermano Baltasar heredaron de sus padres. Pero la familia «laica y republicana» pagó un alto precio al llegar el conflicto. Su hermano fue detenido y fusilado a las primeras de cambio. «Nunca más volvería a vestir de otro color que no fuera el negro», relata San Francisco.
Además, la familia soportó un continuo hostigamiento de detenciones y asaltos a su casa. Otra mujer pagando la factura política de sus varones. Prudencio acabó en prisión cuatro veces entre el fin de la guerra y 1945. Al menos, salvó la vida. Los hijos continuaron con la chocolatería. Y Juliana murió en Salamanca el día de la República (14 de abril) de 1977. «No podía haber elegido un día más simbólico para ella y su familia, siempre aplastados por la marca de sus ideas. Un estigma que llegó hasta nosotros», lamenta Concha San Francisco.
La periodista burgalesa María Grijelmo recrea las vicisitudes de su abuela María, nacida en Madrid en 1908 (su madre murió en el parto), pero criada y vivida en Castilla. «Mi única fuente de información directa eran los recuerdos de mi madre con ocho años –explica Grijelmo–, así que he tenido que documentar y recrear cómo fue su vida».
María abuela, huérfana total al año de vida, acabó en Aguilar de Campoo (Palencia), donde creció y se ennovió con Julián, un vendedor ambulante de Santibáñez de Zarzamuda (localidad también palentina) que le daría siete hijos.
Llegaron a Burgos en 1932 para «encontrar mejor vida». Allí aparcaron el negocio ambulante y regentaron Ambos Mundos, una fonda-restaurante cruzando el río Arlanzón y enfrente de la Catedral. En el recuerdo aún de muchos burgaleses. Fue un escenario que hizo honor a su nombre. «Acudían gentes de derechas e izquierdas, guardias civiles o curas...», cuenta María Grijelmo.
Pero bastaba un comentario para caer en desgracia. En noviembre de 1936, se llevaron preso a Julián. Y, poco después, a la propia María, que acabó en la cárcel de mujeres de Pamplona, mientras los cinco hijos que le quedaban y el negocio pasaban a manos de una asistenta.
Por una vez, la fortuna hizo un requiebro a la desgracia. La condena de ambos a la pena de muerte llegó a oídos de un oficial franquista que en tiempos prebélicos llegó a su fonda enfermo y sin blanca. No le cobraron nada y el militar les pagó con creces su generosidad.
La periodista vascoleonesa Marian Álvarez apuesta por un «relato coral», con las muchas ideas y venidas de sus abuelas Lorenza y María Luz, que acabaron emigrando a Bilbao y alrededores. Se recuerda de niña «sentada en la mesa camilla para escuchar a su abuela». No sabía cuál de las dos elegir y apostó por no dejar a ninguna fuera.
Lorenza era analfabeta. Nació en 1913 en Villarabines, en la comarca de Valencia de Don Juan (León). Huérfana temprana, acabó acogida por unos tíos molineros. No necesitó muñecas. «Vestía, acunaba, cambiaba los picos (pañales) y las gasas... daba la papilla y velaba los sueños de críos de verdad», relata Álvarez.
Casada con Julio, que regentaba una fábrica de tejas, la dureza extrema de la vida, unida a los conflictos de la guerra, situaron muchas veces al límite de la resistencia a esta familia republicana. Cuando murió una de sus hijas, el médico le advirtió: «Ten paciencia, hija, que tú te quedas sin los tres hijos como yo me he quedado sin los cuatro». No fue así y una de ellas, Angelines –madre de la propia Marian Álvarez–, amplió la saga leonesa en su destino final en Bilbao.
Luz fue una de los 16 hijos de una mujer que tuvo que enterrar a doce, y de un padre de buena posición que se echó a perder con la muerte de su mujer. Ella se convirtió en la hermana matriarca que atendió al padre y los hermanos. «Ya llevaba muchas alforjas encima con 21 años», afirma.
Fue capaz y tenaz para enfrentarse a un padre y unos hermanos en caída libre que iban camino de arruinar la herencia familiar. Por entonces una mujer no tenía «voz ni voto en ningún sitio», dice su nieta.
Y tan moderna que no quiso sufrir como su madre y supo parar su cuenta de hijos con el sexto, después de aprender con su marido el método anticonceptivo más biológico: el ogino. Tras sobrevivir a la guerra con el asumible precio de incautaciones y falta de libertades, no le importó ponerse de rodillas ante los falangistas para implorar por la vida de alguno de sus hermanos.
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