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Quien piense que 'lo había dejado' cuando no renovó su acta de senador, hace diez años, se equivocaba. Solo hacía falta pasar por la Plaza Mayor de Valladolid a la hora del vermú para comprobar la energía con la que defendía sus opiniones frente a sus contertulios en alguna terraza. El debate, la confrontación de ideas, la expectación cuando escuchaba, como si descubriera matices nuevos en el discurso del de enfrente, seguían siendo su pasión. O eso transmitía. Pero la determinación con la que lo hacía no estaba reñida con un rostro que recibía con una sonrisa. Seguía, sin hacer ruido, pendiente de lo que ocurría en su entorno. Probablemente porque no podía hacer otra cosa. Había vivido tanto tiempo implicado con todo lo que fuera vallisoletano que no debía de ser fácil desengancharse. Últimamente era, también, un recurso para el recuerdo, para la valoración del desarrollo de una ciudad que él había contribuido a impulsar de forma definitiva. Y se dejaba, porque rara vez daba plantón a quienes le proponían analizar el desarrollo de lo que había puesto en marcha a lo largo de 16 años como alcalde de Valladolid. No entró al trapo, en su día, del proyecto de unas memorias que fijaran, negro sobre blanco, las claves de un periodo cuyos hechos se reinterpretan según lo que interese en cada momento. Lo cierto es que despreció el trabajo que supondría o, sencillamente, no quería molestar, remover asuntos, que los hubo, en los que también su entorno más querido salió malparado. Tomás Rodrígez Bolaños se había convertido en un agradable sabio, por la experiencia, que no se había ido de la política, como creían algunos. Sin embargo, se ha ido de forma definitiva. Y prematura.
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