El trampantojo es una foto nocturna de Nueva York, el mural de un vergel con cataratas, dibujos infantiles donde se han pintado árboles con frutas, casas con desván, niños con cuarto propio y un oasis de juguetes. Las paredes de esta guardería de Miyec, en pleno desierto del Sahara, en el corazón de los campos de refugiados que sobreviven a unos kilómetros de Tinduf, están forradas con papeles de colores y trocitos de cartulina: maquillaje para camuflar, en fin, lo que en realidad hay ahí detrás. Porque si se levanta el dibujito de un globo, se verán las grietas. Porque si se retira el papel de regalo colgado en la pared, aparecerán los desconchones.Porque si se mira hacia el techo de metal, de donde cuelgan cadenetas de folios pintados, se descubrirán los avisos de gotera. Porque si se enrollan las alfombras, se destaparán los suelos de tierra, los baches en el firme que hacen que tantas sillas cojeen.
«Esto necesita una rehabilitación integral, los niños casi no pueden entrar aquí», dice Fatma Mahmud, la directora de un centro construido en 1986, que acoge a 312 alumnos de entre tres y seis años, y que en esta calurosa mañana de octubre recibe a los integrantes de una delegación castellano y leonesa, de visita institucional en los campos de refugiados saharauis.
Azucena Pérez y Pilar Ituero, delegadas de UGT, no dejan de hacer fotos con su teléfono móvil. El sindicato en Castilla y León ha reservado una partida de 8.000 euros para financiar labores de rehabilitación en esta guardería. Van a sufragar la colocación de once puertas y 22 nuevas ventanas. Van a colaborar en la adquisición de un depósito de dos toneladas de agua y la reparación también de las tuberías.
«UGT en la comunidad colabora activamente con la causa saharaui desde hace tres años. Hay un acuerdo económico con un presupuesto que se invierte aquí», explica Ituero. El primer año reformaron un colegio. El segundo, con la colaboración de Iveco, llenaron un camión con ayuda humanitaria. El tercero, se han implicado en la mejora de esta guardería de Miyec, con unas obras que comenzarán en breve. Es la que está en peores condiciones de Auserd (donde viven 37.000 personas). «A veces, cuando hay viento o llueve, no tenemos otra alternativa que, por seguridad, mandar a los niños a su casa», explica Mahmud, directora de un centro con quince educadores y otros cinco trabajadores más (entre otros, vigilante y secretario).
«Nuestro objetivo es que cuando los niños entren al colegio no vean los defectos que tiene, sino que estudien en las mejores condiciones posibles». Por eso, junto a los escasos arbolitos (secos) hay plantas de mentira dibujadas en la pared. Por eso, para evitar que los niños sufran heridas en unos destrozados balancines de metal, salen a jugar a la calle.
«En esta primera etapa –obligatoria y gratuita– el objetivo es que aprendan las letras, los números, los colores, pero también normas de convivencia, cómo sentarse, cómo comer», añade. En zonas de escasez, con miles de familias dependientes de la ayuda humanitaria, hay un cartel descolorido que, en español, colgado en una de esas puertas que tiene los días contados, subraya la importancia de una buena dieta. «Aliméntate bien para crecer bien», dice. Y el mensaje es como uno de esos murales de rascacielos que esconden grietas:el deseo frente a la realidad.
«Nuestros mayores problemas son el estado de los edificios y la carencia de libros y de material escolar», afirma Buchraya Beyun, ministro de Educación saharaui, quien recuerda que su presupuesto depende de la ayuda internacional y que esta suele prestar más atención a las emergencias sanitarias y alimentarias que a las necesidades educativas. «Y eso, cuando la educación es tan importante, porque se trata de la mejor vacuna contra el radicalismo y el extremismo. Estamos cerca del Sahel, de Mali, de zonas donde es fácil reclutar a los chavales si estos están todo el día en la calle y no reciben educación».
Las dotaciones en pinturas, en cuadernos, en sacapuntas o lapiceros depende de la solidaridad internacional. Y los niños, que madrugan para recorrer a pie kilómetros de camino al cole, reciben como una fiesta cada nueva cartulina, cada rotulador de estreno. Su horario, en este primer ciclo educativo, es de 8:00 a 11:30 horas en verano y de 9:00 a 12:40 horas en invierno.
El modelo saharaui, obligatorio desde los 3 a los 17 años, con cerca de dos mil docentes en los campos de refugiados, replica la estructura que hace treinta años importaron desde Austria, donde se imprimían libros de texto en español «en los que la ñ no tenía tilde». Ahora, pese a las dificultades en dotaciones y a la fuga de profesores («nuestros maestros se marchan a otros países, donde cobran más»), aseguran que el 96% de la población (con 173.600 personas en cinco campamentos) está alfabetizada. Y su camino educativo comienza en guarderías como esta, de patios de tierra y clases forradas con murales de colores para que, detrás de las selvas de rascacielos y los murales con cascadas de juguetes, no se vean las cicatrices de la pared (o sea, de la vida real).
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