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Dos mujeres corren asustadas de madrugada por las calles de Medina del Campo. Acaban de escapar de su casa, de su propio hogar, y gritan (con las fuerzas que les quedan, con la dignidad que les mantiene en pie) para que los vecinos se enteren, para que todo el mundo sepa lo que ha pasado bajo ese techo que hace unos instantes se convirtió en horror. Corren y piden auxilio. Huyen y reclaman ayuda. Hay medinenses que, al oír los gritos, se levantan asustados de la cama, abren intrigados los postigos, miran con sorpresa a María Gutiérrez de Ávila y a su hija Catalina, sus vecinas, dos mujeres que acaban de ser violadas en su casa, a las que han arrastrado por el suelo, han mordido, han golpeado en piernas y manos, han maltratado hasta casi morir.
Es madrugada en Medina del Campo. A finales del siglo XV. Hace unos minutos, Diego García de Castro y Bartolomé Moro, «sin temor de dios y menosprecio de la justicia» entraron en la casa de María y Catalina con intención de deshonrarlas. Y lo lograron. Quitaron las puertas de la calle, se metieron en la cámara donde dormían, las sacaron de la cama. Y después, las violaron.
Hoy, más de 500 años después, conocemos su historia porque las víctimas no se callaron, porque al día siguiente, María y Catalina denunciaron a sus violadores ante los alcaldes de la villa, porque hubo un juicio, porque sus testimonios quedaron documentados. El 10 de enero de 1491. Y su caso, en este 25-N, día internacional contra la violencia hacia las mujeres, es un valioso testimonio de todas aquellas que, a finales del siglo XV, alzaron su voz contra el maltrato en Valladolid.
Las historias de María y de Catalina, pero también las de Teresa, Mencía o Isabel, forman parte de 'Violencia contra las mujeres en la Castilla del final de la Edad Media', una tesis doctoral defendida por María Sabina Álvarez Besos en la Universidad de Valladolid que ofrece un retrato histórico y social sobre una lacra que aún pervive medio milenio después. «Las mujeres durante la Baja Edad Media no fueron solo víctimas pasivas del maltrato por parte de los hombres, sino también protagonistas activas en defensa de sí mismas», escribe Álvarez Besos en su tesis.
Para su trabajo, ha investigado en archivos (como el de Simancas o la Chancillería) donde se conservan los pleitos, los procesos, los pasos judiciales que permiten reconstruir los casos de esas mujeres valientes que plantaron cara a sus maltratadores. «Fueron mujeres que supieron luchar por sí mismas en defensa de su dignidad, amparándose y apoyándose en la legislación vigente en ese momento para protegerse, en la medida de lo posible, de las vejaciones y malos tratos recibidos», cuenta Álvarez Besos en su trabajo. E incide en el importante papel que jugaron los amigos y familiares de las víctimas, que con sus testimonios facilitaron la condena de los agresores.
«Las mujeres eran mucho más litigantes de lo que en principio cabría esperar», se expone en esta tesis doctoral que recuerda que el maltrato se producía tanto en las familias más pudientes y acomodadas como en las más sencillas. «Aunque ellas dependían, en la mayoría de los casos, de los hombres para acudir a la justicia y necesitaban su autorización para ello, entre las excepciones que admitía la ley se encontraban precisamente los malos tratos, en las que se les permitía acceder directamente a la justicia», resume.
La legislación de los Reyes Católicos era «mucho menos permisiva» con el maltrato femenino que la foral, expone la investigación universitaria, que explica cómo si el hombre era declarado culpable «podía ver secuestrados sus bienes». «Pagaría las costas y, cuando la sentencia era definitiva, sería desterrado, condenado a galeras o incluso, en no pocas ocasiones, a la pena de muerte», añade Álvarez Besos, quien en su tesis presenta varios casos rescatados del olvido gracias a los archivos.
Como el de María y Catalina. A la mañana siguiente de aquella noche en que las violaron, presentaron una denuncia. Las autoridades fueron a su casa. Comprobaron que las puertas estaban abiertas y desquiciadas, la cama revuelta, varios adornos y paramentos quemados. A pesar de todas las pruebas, los dos acusados quedaron libres. Eran hidalgos. El corregidor de la villa, Francisco de Luzón, no vio causa posible. Pero cuando los Reyes Católicos se enteraron del caso, encargaron a una persona de su confianza, el licenciado San Fagún, que estudiara las diligencias. Encargó un nuevo reconocimiento físico. Recogió testimonios. Y pidió que se hiciera justicia: si los hombres eran condenados por violación, la ley los condenaría a muerte y sus bienes pasarían a ser propiedad de la mujer agraviada.
Desgraciadamente, aunque en muchas ocasiones conocemos los casos y declaraciones, no siempre se conserva el documento final con la sentencia.
Es lo que ocurre con la denuncia que Mencía de la Vega, señora de Tordehumos, interpuso contra su cuarto marido, el infante Fernando de Granada. El pleito está fechado entre 1511 y 1512. Él murió ese año y quizá por eso nunca fue necesaria una sentencia definitiva. Pero todo el proceso está perfectamente documento y Álvarez Besos lo consigna en su investigación. Los testigos del marido declararon en defensa de él y lo presentaron como un hombre «cariñoso» que trataba muy bien a su esposa. Los testigos de ella destrozaron esa supuesta buena imagen. Fray Alonso de Bustillo, prior del monasterio de San Pablo, definió a Fernando como un hombre «muy mal hablado», que insultaba, pegaba y maltrataba a su mujer. Y dio fe de una agresión en la que Fernando destrozó un dedo de Mencía.
María Velázquez, criada de la infanta, dijo que su señora estuvo un mes en cama después de que él le propinara «coces». Violante de Guzmán, de 18 años, contó episodios terribles que había presenciado en los siete años que llevaba al servicio de doña Mencía. Ante el tribunal dijo que en cierta ocasión «la arrastró de un lado para otro, tirándola del cabello, razón por la cual le sobrevino un dolor de costado y la tuvieron que sangrar». Que otro día, cuando el matrimonio estaba en Tordehumos, el esposo llegó a las cuatro de la madrugada a casa, tiró la puerta del dormitorio y golpeó a su mujer. Que en una ocasión le amenazó con puñal y espada. Y explicó que el tipo tenía dos mancebas (Isabel de Salcedo en Villafrechós, una tal Inés en Valladolid).
Álvarez Besos cuenta cómo había muchos casos similares en la época, con hombres que maltrataban a sus mujeres para forzar la anulación del matrimonio (las acusaban a ellas de adúlteras) y así poder convivir con sus mancebas u otras mujeres.
Por ejemplo, esa acusación de adúltera la recibió Mencía de Guzmán, marquesa de Denia. Estamos en julio de 1492. Él quería volver a casarse. Le ofreció a ella lo que quisiera a cambio de su libertad. Ella se negó y al poco le acusó de malos tratos, que era la vía que su esposo utilizaba para amedrentarla y que le diera vía libre para hacer lo que quisiera. Ante esta situación, Mencía de Guzmán huyó del hogar y buscó cobijo en el monasterio de Santa Catalina de Siena. Escribió a los Reyes Católicos para que fuesen ellos (y no la Iglesia) quienes hicieran justicia.
Como primera medida, se acordó que el marido debía pagar todo lo necesario para el mantenimiento de su esposa mientras durara el juicio. Él, Diego Gómez de Rojas y Sandoval, primer marqués de Denia y conde de Lerma, no solo no lo hizo, sino que además tampoco se presentó a testificar cuando fue requerido por la justicia real. Fue declarado culpable en rebeldía y perdió el juicio.
La sentencia (que se encuentra en el Archivo de la Real Chancillería de Valladolid) obligaba a pagar a su mujer lo necesario para vivir de acuerdo a su rango de por vida. Ella hizo testamento el 15 de mayo de 1503 y entre sus últimas voluntades estaba el deseo de construir un monasterio, en el barrio de San Esteban, con el nombre de Santa María de Belén.
Hay más casos documentados. Muchos más. Y están también aquellos silenciados por la historia. Casi siempre, porque las víctimas no denunciaron. «Posiblemente muchas no lo hicieron por imposibilidad personal (no tuvieron la fuerza suficiente), por falta de apoyo en su contexto próximo, por carecer de recursos, o por otros motivos», cuenta Álvarez Besos, quien recuerda que tampoco los jueces dictaminaban siempre a su favor.
«La existencia de estas leyes que regulaban la protección de las mujeres hace pensar que, si bien exitían graves delitos contra su libertad, estos no parecían estar socialmente tan aceptados como muchas veces se ha podido creer», explica la investigadora en su tesis.
De hecho, había un instrumento similar a la actual orden de alejamiento. Se llamaba carta de seguro. «Con frecuencia, las mujeres recurrían a esta vía para solicitar la protección de los reyes frente a sus agresores. Y para que esta situación de amparo se conociera (y nadie pudiera aducir ignorancia de la decisión regia) se pregonaba públicamente por las plazas y mercados, cercanos a la zona de residencia de la mujer en peligro».
Isabel Muñosa consiguió una de estas medidas de protección (para ella y sus dos hijos, Jorge y Juan) en febrero de 1488, frente a «algunos caballeros y personas injustas», hombres de su entorno cercano, que les querían hacer daño. ¿Por qué? Se desconocen las razones exactas, pero quizá el origen estaba en que Isabel, viuda del regidor Juan de Herrera, tenía varias propiedades que muchos pretendían.
Estas situaciones de malos tratos afectaban tanto a las clases más pudientes (María Pimentel) como a los más bajos estamentos (Teresa Pérez).
María se casó en 1473 con Bernardino Sarmiento, conde de Ribadavia (fallecido en Valladolid). Ella le denunció por malos tratos y por haber estado retenida en una fortaleza de su propiedad. Dijo que el objetivo de él era amedrentar a Pimentel para que declarara a favor de la nulidad del matrimonio, con la presentación conjunta de un pleito de divorcio que dejara claro que él ya se había desposado por palabras de presente, antes de casarse con ella, con Teresa de Estúñiga. Al final, la iglesia de Palencia les concedió el divorcio en 1487.
Y una historia más, la de Teresa Pérez, vecina de Medina del Campo, viuda de Juan de Burgos, quien se casó en segundas nupcias con Pedro de Medina. En 1492, ella abandonó el hogar después de acusar a su marido de adulterio. Él intentó a la fuerza que ella volviera. El corregidor de la villa dictó una sentencia en primera instancia en la que se requería a la mujer que volviera con su maltratador. Ella apeló. En su declaración dijo que era una mujer «de buena fama y honesta conversación», que no se había ido de casa para cometer adulterio ni para deshonrar a su segundo esposo (como él pretendía hacer creer), sino porque él era un hombre «soberbio y cruel» que le maltrataba porque no quería vender la herencia que había recibido de su anterior marido, para que él se la gastara en vicios.
Es uno más de esos procedimientos cuyos expedientes se guardan en el Archivo General de Simancas, en la Real Chancillería de Valladolid, y que permiten rastrear (con la investigación doctoral de María Sabina Álvarez Besós) la voz de aquellas mujeres valientes que a finales del siglo XV se rebelaron en Valladolid contra los malos tratos.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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