No siempre hay un féretro, una esquela, una corona de flores, un ataúd. Ni siquiera un cadáver, un cuerpo sin vida, un ser querido que se marchó. «El duelo es algo que vivimos continuamente, solo que no somos conscientes de ello», dice Ana Caramanzana (Valladolid, ... 1970) antes de empezar la explicación.
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«El duelo surge ante la pérdida de algo que era importante para ti. Cuando dejamos un trabajo, ante una relación rota, cuando un amigo se despide o cambiamos de casa o de país». Todas esas pérdidas implican un duelo, una necesidad de aceptar la situación, de recomponerse y de nuevo caminar. «El duelo es algo natural». Pero ninguno, claro, tan profundo y determinante como cuando se muere un ser querido... o es uno mismo quien se prepara para su adiós. «Asusta, sí, porque la gente tiene mucho miedo a la muerte. Es un tema tabú. Y eso genera mucho sufrimiento. Suscita emociones tóxicas –como la angustia, la ansiedad, la tristeza, la incertidumbre– que, si no son reconducidas, pueden enquistarse y causar mucho mal».
Ana sabe de lo que habla. Vivió de cerca una pérdida traumática de la que al final algo aprendió. «Solo cuando han sanado las heridas te puedes empezar a curar», dice. Y hoy acompaña en esa delicada travesía («soy una sanadora herida») a personas que se hallan inmersas en tan difícil situación, cuando la muerte muestra sus garras o ha dado ya su zarpazo definitivo. Gestión del duelo, lo llama.
«Mi trabajo consiste en reconducir todas esas emociones y ayudar a la persona que las están viviendo a gestionarlas de un modo sano», cuenta Ana, quien ha cursado un postgrado de pastoral de la salud (con estudios de bioética, antropología médica o teología de la salud) y una especialidad en gestión terapéutica del duelo. Desde hace años acompaña, «con empatía, escucha y una mano amiga», a familiares que sufren por el adiós de un ser querido, a personas que se asoman al final de sus días.
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«Conseguir que alguien que se está muriendo lo acepte es un camino largo. No es fácil.Pero una vez que se consigue, esa persona puede despedirse y vivir su muerte como un momento de paz, de serenidad, en el que aparece la palabra agradecimiento», cuenta Ana, convencida de que el objetivo es que ese ser humano muera «con dignidad». «Una muerte digna es saber que uno es digno de ser amado, respetado y acogido hasta el final, independientemente de cómo se encuentre. Es morir acompañado, sabiendo que tu vida ha tenido sentido, que dejas una huella en los demás». En esos últimos pasos de la vida, cuando uno es consciente de que esto se acaba, surgen irremediablemente unas preguntas.«Y son comunes a todos los hombres, sean creyentes o no. Si esa personas tiene fe, también la acompaño en su dimensión religiosa. Pero si no, hay cuestiones que siempre aparecen:¿Quién soy o he sido?¿Por qué me pasa esto a mí?¿Tiene sentido lo que me está ocurriendo?¿He dado en todo momento lo mejor de mí? «Cuando una persona vive el duelo de su propia muerte, también necesita que le ayuden a reconciliarse consigo mismo, con los demás y, si además es creyente, con Dios».
Un paso fundamental para esa paz final es «resolver temas pendientes».«Todos pensamos que vamos a tener suficiente tiempo para despedirnos, para arreglar las cosas, para hacer las preguntas necesarias o contestar a las dudas de nuestros seres queridos», dice Ana. Y añade: «El error más grande es no hablar de la muerte». «Cuando el que tienes enfrente te escucha sin juzgarte y te acompaña para buscar respuestas es sanador. Porque de esa pérdida, si lo gestionas, sales fortalecido».
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«A veces te encuentras con que los familiares te comentan: 'No le digas nada, que no se entere que se está muriendo'. Y eso no es sano. Tiene derecho a saberlo. Necesita saberlo porque a lo mejor tiene temas que cerrar, tiene que reconciliarse con algo. El mayor error es no hablar con sencillez de algo por lo que todos vamos a pasar. No hay nadie que venga a la vida sabiendo que se va a quedar para siempre. Cuando la muerte y el duelo se viven de modo abierto, acogiendo las preguntas, perdonando, ayudando a reconciliar, diciéndole a la persona tú eres digna de ser amada hasta el final, el proceso de morir humaniza a los que le están cuidando y acompañando».
¿Y cuando la muerte es repentina, súbita, inesperada?«Cuando una persona que has querido fallece, deja un vacío tremendo, muchas preguntas abiertas, emociones que son difíciles de gestionar: ¿Y si le hubiera dicho esto? ¿Y si hubiéramos ido antes al médico? ¿Y si...? Y te obliga a plantearte la vida de otra manera. Eso es un reto que exige mucho de ti:tienes que encarar tu vida sin esa persona y sin que haya sentido de culpabilidad». También en estos casos es importante la palabra y la escucha. «Lo que no permite vivir bien el duelo es el silencio, negar la muerte, esconderla». «Cuando uno pone en voz alta recuerdos y vivencias, empieza a vivir el duelo de un modo positivo, porque toma conciencia de que esa persona ya no está. Cuando hablo de esa persona y traigo a mi memoria esas vivencias que he tenido con ella y se las cuento a alguien que me escucha de un modo pleno, sin juzgar, eso se vuelve terapéutico».
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Esta lucha contra el silencio se hace especialmente complicada cuando hay niños de por medio. «Depende de la edad, pero no ayuda eso de protegerlos, alejarlos para que no sufran.En algún momento el niño se va a encontrar con un duelo más o menos grande, va a tener que comprender que estamos de paso, que nuestra vida no es eterna. Y está bien que sea así.Lo que da profundidad y plenitud a nuestra vida es saber que estaremos aquí solo unos años. Si fuéramos infinitos, nuestra vida no tendría sentido. Los temas esenciales e importantes los dejaríamos sin resolver porque si nuestro tiempo es para siempre...».
Frente al luto como manifestación (a veces imposición) social está el duelo. «No hay un tiempo determinado. Cada persona tiene su ritmo y es bueno que sea así. Además, no hay dos duelos iguales. Depende de quién se ha muerto, en qué momento de la vida, qué situación familiar deja».El duelo es algo natural, pero que, si no se gestiona bien, puede derivar en algo patológico.«Imagina que ha pasado un año y sigues con una tristeza increíble, no has retomado tu vida, sigues apegado a cosas materiales de esa persona (su ropa, su habitación sin tocar). En esos casos, aconsejo a la persona que vaya a hablar con un psicólogo o psiquiatra».
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¿Y cómo acercarse a alguien que ha sufrido esa pérdida, por ejemplo en un tanatorio? «Nunca hay que decirle al otro cómo sentirse. Si quiere llorar, que llore. Está en su derecho. Y hay que huir de las frases hechas. La presencia, con silencio, puede ser suficiente», asegura Ana, quien ofrece además, a través de Alba-Gestión del Duelo, despedidas a un ser querido «cuidando la dimensión espiritual, relacional y, si es creyente, religiosa».
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