Llegó a ser la imagen del 'por fin', la que puso final a ocho años de obras en el Hospital Río Hortega. Conchita Peláez Nicolás había llegado en ambulancia sobre las nueve menos cuarto y posaba para este diario con media sonrisa aquel lunes 17 de noviembre de 2008 ... con su hija y una prima en los pasillos del novísimo centro sanitario que iba a inaugurar como primera paciente. «Es estupendo, fantástico, tiene mucho espacio; el sitio, desde luego, es enorme, está tan limpio, todo tan perfecto y moderno...». Así resumía entonces sus sensaciones como pionera en ser atendida en el moderno complejo hospitalario vallisoletano. Conchita, fallecía el pasado domingo a los 82 años.
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Había acudido para una revisión de cadera aquel primer día del hospital que tomó el relevo de las vetustas instalaciones de la antigua residencia de la Rondilla. En los larguísimos pasillos se iba recibiendo a los 31 usuarios de Traumatología citados ese día mientras un centenar de sanitarios se hacían al tránsito por dependencias que olían a nuevo. Conchita se mostraba en una entrevista tan «encantada» de que al vivir en el Paseo de Zorrilla no le hubieran cambiado de hospital y pudiera «seguir en el Río Hortega» como de que la hubiera intervenido el doctor García Alonso en la que había sido su cuarta operación de cadera.
Desde que se cayó en su tienda de la calle Cánovas del Castillo, la cadera siempre le dio guerra a esta ama de casa con cuatro hijos, que en 1980 se lanzó a abrir una perfumería en la céntrica calle del casco histórico. Se había hecho con el traspaso de la droguería La Rosaleda y decidió montar su propio negocio poco después de que la empresa constructora de su marido diera en quiebra. «Fue una perfumería muy moderna, se inclinó por ese tipo de comercio porque le encantaba la cosmética, aunque era un mundo muy cerrado, en el que no se podían vender las marcas exclusivas», reseña su hija Amalia Cedrón. «La perfumería es lo que nos sostuvo económicamente a la familia hasta que se jubiló mi madre».
Por el mostrador de la perfumería Arlequín –así nombrada en recuerdo a una tienda familiar de antigüedades de Ponferrada– desfiló con el paso de los años una nutrida y fiel clientela, en su mayoría femenina en busca de la última crema o del aroma llegados al mercado. «Fue la primera en introducir la marca Clinique que rechazaban perfumerías de toda la vida porque era demasiado moderna, lo mismo que los productos de maquillaje La Prairie... la tienda se hizo cierto nombre por traer muchos complementos y cosas especiales», rememora Amalia, quien compartió mostrador junto a su madre durante muchos años.
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En la esquela publicada tras el fallecimiento de Conchita Peláez Nicolás sus familiares expresaban su malestar «ante este injusto final debido a la negación por parte del sistema a su derecho a la eutanasia y a morir dignamente».
El 11 de septiembre de 2019 Conchita ingresó en una residencia con un diagnóstico de Alzheimer recién valorado y firmó un testamento vital que remitió al registro de instrucciones previas de la Junta de Castilla y León. Su estado de salud empeoró progresivamente, agravado el 16 de octubre de este año por un ictus que la dejó en silla de ruedas y con la mitad del cuerpo paralizado.
El 4 de noviembre la familia realizó la solicitud de eutanasia firmada por un representante de Conchita, que finalmente falleció el pasado 27 de noviembre . «Mi madre murió sin respuesta a su deseo de morir dignamente», se lamenta Amalia Cedrón.
Aficionada desde la infancia a la cultura francesa, fueron frecuentes los viajes de Conchita al país vecino, donde llegó a cursar un año literatura francesa en la Universidad de Burdeos. Su dominio del francés lo aprovechó para viajar a París y comprar jabones de Marsella así como otros productos que después vendía en su tienda de Cánovas del Castillo. A sus escaparates llegaban en su última época como perfumera todo tipo de complementos, bolsos, bikinis... hasta que la perfumería bajó la persiana en 2006 por jubilación, en una época, recuerda Amalia Cedrón, «en la que el negocio empezó a resentirse porque la gente ya no gastaba tanto en cuidados».
La música era otra de las aficiones de quien fue durante años abonada de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León y conocía personalmente a muchos de los músicos. Tocaba el piano y hasta que su salud se lo permitió no se solía perder ningún concierto en el Auditorio Miguel Delibes. «Era una mujer aventurera, disfrutaba de todo y todo le gustaba, no le ponía pegas a nada, vivió una vida buena aún habiendo nacido en 1940», rememora su hija
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