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La escalera era negra, oscurísima, de luto en un lugar en el que debería reinar la esperanza. Tres pisos de barandillas, barrotes y escalones negrísimos como el tizón. Ante un panorama así, Luis Álvarez (Valladolid, 2002), estudiante de Ingeniería Agrícola, decidió tomar cartas en el ... asunto. Se acercó a una ferretería de Tánger. Allí compró brochas, pintura y durante varios días le puso luz (con una nueva capa clara como la nieve) a las instalaciones de la residencia para personas con discapacidad que los Franciscanos de la Cruz Blanca tienen en la ciudad marroquí.
Luis es uno de los 25 jóvenes de Salamanca y Valladolid que durante diez días de julio han participado en un programa de voluntariado organizado por la ONG Cooperación Internacional. Su objetivo, echar una mano en la conservación y reparación de dos centros de atención a los más desfavorecidos, en el cuidado de niños de la calle, en el reparto de alimentos a madres solteras (repudiadas por sus familias) y en la compañía de personas con discapacidad.
El reto, que jóvenes con el Bachillerato recién terminado (y la EBAU ya superada) «abran los ojos a otras realidades y den un primer paso en proyectos de voluntariado en otros países». Así lo explica Begoña Rodríguez, profesora del Colegio Montessori de Salamanca, quien durante cinco veranos (tres previos a la pandemia, dos después de la covid) acompaña a jóvenes que deciden regalar tiempo de sus vacaciones en la ayuda a los demás. «Les supone una experiencia muy enriquecedora», cuenta Rodríguez.
»El verano es muy largo y da tiempo para todo», asegura Luis, uno de los veteranos de la expedición, quien explica que el grueso de su actividad voluntaria tenía lugar por la mañana, durante cuatro horas, tanto en la residencia de los Franciscanos de la Cruz Blanca como en el orfanato de las Misioneras de la Caridad. Por la tarde, se acercaban hasta una empresa de atención telefónica para ayudar a sus trabajadores en el aprendizaje del español.
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«Vas con la idea de prestar ayuda, de colaborar con una base católica, de caridad y solidaridad, y vuelves con la seguridad de que tienes que romper la burbuja en la que vives y conocer otras situaciones», cuenta Luis. Su labor se ha centrado en esa Casa Familiar Nazaré, que atienden los hermanos franciscanos de la Cruz Blanca, una orden que se instaló en Tánger hace más de medio siglo y que contó con el impulso del riosecano Carlos Amigo cuando fue obispo de esta ciudad al norte de Marruecos.
Allí, mantienen una residencia para personas con discapacidad, a quienes los voluntarios de Castilla y León acompañan con paseos por la ciudad. «La mayor parte de ellos viven durante el año metidos en la residencia, sin apenas salir. Como mucho a la terraza. La situación es todavía más complicada para quienes están en sillas de ruedas, porque estas son muy viejas y apenas se pueden usar, porque la ciudad esta llena de cuestas», explican desde Cooperación Internacional.
Muy cerquita de esta residencia, en el centro de Tánger, está el centro que atienden las Misioneras de la Caridad, de Santa Teresa de Calcuta. Son apenas cuatro hermanas (algunas nacidas en Francia y la India) que disponen de treinta camas y cunas en las que acogen a mujeres solteras que han sido repudiadas por sus familias. «Les han echado de casa y no tienen dónde quedarse. Allí les ofrecen cobijo hasta que encuentran un trabajo y pueden vivir por su cuenta», explica Begoña.
Antes de la covid, estas religiosas mantenían una guardería en la que cuidaban a los niños y bebés mientras las madres estaban en su puesto de trabajo. «Tuvo que cerrar por la pandemia, pero su intención es volverla a abrir». Los voluntarios castellanos y leoneses han echado una mano en la limpieza de las instalaciones. También en la preparación de las cestas de víveres que se entregan a estas mujeres (con harina, aceite y cuscús).
«Nos coincidió con la fiesta del cordero, y organizamos un encuentro para que estas madres, que han sido rechazadas por sus familias, tuvieran un lugar donde poderlo celebrar». Una de las acciones que más les impactó, aseguran, es el cuidado de los niños de la calle, chavales sin hogar que una vez a la familia acuden al centro de las Hijas de la Caridad, ubicado muy cerca del zoco, para asearse y ducharse. «En muchos casos, hay también que quitar los piojos», apuntan los voluntarios de un proyecto en el que también han colaborado con el reparto de desayunos a menores en situación de vulnerabilidad.
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