Bar La Gruta, junto al estanque del Campo Grande. Tomabe-Morencia

Valladolid

Cuando la gruta del Campo Grande fue el templo de las sardinas

El proyecto del Ayuntamiento para recuperar el atractivo espacio del parque histórico rescata la historia del bar municipal que la familia Morencia gestionó con gran éxito durante una década

J. Asua

Valladolid

Domingo, 31 de marzo 2024, 00:01

Fíjense bien en la foto que encabeza este reportaje y que lo inspira. Podría ser un chiringuito 'chill-out', con un punto algo 'retro', en un cala paradisíaca de una isla del Pacífico. Pero es Valladolid. Que sí. La escena es cautivadora, diferente. El reciente anuncio del Ayuntamiento para rescatar el proyecto de rehabilitación de la gruta del Campo Grande -en un cajón desde 2018 tras desistir la empresa adjudicataria- devuelve a la memoria de los más veteranos este espacio. Es Manolo Soler, expresidente de la patronal provincial, el que pone en la pista a El Norte enviando una instantánea con un mensaje: «Esas plantas colgantes, la cascada… traslabadan la imagen de un espacio exótico en los grises 60». Él fue uno de los muchos vallisoletanos, entonces mozalbete, que pudieron disfrutar de este establecimiento de propiedad municipal, que durante diez años dio servicio en la atractiva y enigmática oquedad junto al estanque del jardín histórico, un montaje artificial que fue inaugurado en 1880 tras la reforma que impulsó el entonces alcalde Miguel Íscar.

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La foto activa una búsqueda. La de la familia hostelera que durante una década llevó el bar La Gruta. El Facebook del siglo XXI ayuda a localizarla. Y ahí aparece Mercedes Morencia, la niña que se crió bajo esa cueva con estalactitas traídas del yacimiento de Atapuerca sobre su cabecita, patos nadando a sus pies y una infancia feliz, con puesto de privilegio en la barca 'El Catarro' y acompañando en sus misiones a los guardeses del Campo Grande, unos abuelos más con cantidad de planes que ofrecerle en ese oasis de meseta.

Arriba, Merche, con su hermano y otros familiares y amigos. Postal que se hizo del bar y que no se llegó a circular. En blanco y negro, otra foto de los Morencia.

Es Merche, ya no tan niña, pero con el mismo espíritu jovial, la memoria histórica de este negocio que llevaron sus padres, Julián Morencia y Julia Calvo. «Estuvo abierto desde 1961 hasta 1971; mi padre intentó seguir, porque se trabajaba muy bien, pero ya no hubo manera», explica esta vallisoletana afincada ahora en León. Antes de aquel bar, cuenta, había una gran pecera que los chavales de entonces reventaron a pedradas.

El Consistorio decidió así habilitar este quiosco hostelero para tapar el hueco y como un reclamo más del que es el parque de Valladolid con mayúsculas. Ella tenía un año cuando su padre, un confitero de Palacios, que compaginaba su trabajo en el obrador con el reparto de vino dadas sus grandes dotes comerciales, se hizo con el local. Y Julián, tipo avispado y forjado en el necesario pluriempleo de los 60, pronto encontró su filón: las sardinas. «La Gruta se abría de Virgen a Virgen, entre mayo y octubre aproximadamente y se hizo famosa por las sardinas asadas; era impresionante, cada día entre 20 y 30 kilos; ¡y en aquella cocina, que era como un agujero, ni salida de humos tenía!», rememora con un sonrisa nostálgica.

Los aperitivos eran memorables. «Se ponía a tope, porque también venían muchas excursiones; no sé cuántas tortillas de patata se podían despachar, aceitunas, patatas…» Cinco mesas con cuatro sillas cada una y una pequeña barra con dos camareros -en ocasiones especiales con chaquetilla y corbata- conformaban un lugar con mucho encanto, que funcionaba como un tiro. «No sé lo que pagaban al Ayuntamiento, pero no era mucho».

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Merche era una cría, pero en aquellos tiempos todas las manos eran necesarias. «A mi hermano José Mari lo pusieron a atender las mesas siendo un chaval y a mí, en cuanto llegué a la pila subida en una caja de Coca-Cola, me pusieron a fregar; si esto pasa ahora, a mis padres les hubieran quitado a los hijos por maltrato infantil», bromea. Pero ella no tiene sensación de niña explotada. Todo lo contrario. «Mi infancia ha sido muy feliz; aquel era un chalé de verano divino», asegura.

Pero los tiempos avanzaban y los requerimientos municipales también. Y llegó un importante cambio en la receta de La Gruta. «Vinieron los de Ayuntamiento a decirnos que teníamos que dejar de asar sardinas, porque olía todo el Campo Grande y más allá», recuerda. Y Julián Morencia y su esposa Julia, siempre atentos, le dieron otra vuelta al pescado. «Comenzamos a servirlas crudas, con sal, aceite y limón». Nuevo éxito. Las raciones no dejaban de salir de aquella cocinilla en la que su madre y ella limpiaban kilos y kilos sin parar. «Entonces no se congelaban y aquí seguimos», acota.

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Fue en 1971 cuando aquel sueño infantil tocó a su fin. El Consistorio decidió aquel año acabar con la concesión. «Dijeron que iban a poner una biblioteca, pero luego se echaron para atrás, porque había mucha humedad y se estropeaban los libros», aclara. Ofrecieron a los Morencia el bar de la Pérgola. Estuvieron un año explotándolo, pero a Julián no le convencía demasiado, porque atender una terraza tan grande obligaba a contar con más personal y el suyo era un negocio forjado en familia. Todo quedaba en casa, excepto por el jornal de un camarero que les ayudaba en temporada. El hostelero decidió entonces aprovechar la fama ganada en el Campo Grande para llevarse La Gruta a La Rubia, donde logró atraer a cientos de fieles clientes durante muchos años más.

«El bar del Campo Grande lo dejaron cerrado; creo que uno o dos años más hasta que lo derribaron». La sima ornamental entró entonces en una doble decadencia. Por un lado, comenzó a deteriorarse por falta de mantenimiento y por otro se convirtió en refugio de los adictos a la heroína, según recuerdan compañeros periodistas que hacían información en la década de los 80, en la que el caballo hacía estragos entre una juventud que tenía el Poblado a mano. Fue a principios de los años 90 cuando se decidió cerrarla al público. Hasta hoy.

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El concejal de Medio Ambiente anunciaba esta pasada semana la intención de acometer una intervención, valorada en unos 400.000 euros, para resucitar este escenario de cuento. Ya no habrá bar, pero los más pequeños tendrán la oportunidad de disfrutar de un enclave mágico, que, además, se habilitará como espacio expositivo para elementos que se puedan mostrar a la intemperie. ¿Cuándo estará listo? Se estima que la próxima primavera. Hasta entonces, la foto que abre este reportaje sirve a los más jóvenes para redescubrir un tesoro que pronto podrán ver cerca.

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