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Alejandro Talavante y Enrique Ponce salen a hombros de la plaza de toros del Paseo de Zorrilla. Carlos Espeso
Toros

Enrique Ponce se despide de Valladolid con una luminosa y magistral faena

Talavante borda el toreo ante el bravo Batatero, al que se le negó la vuelta al ruedo, en una tarde de entrega de Roca Rey. Ambos espadas obtuvieron una oreja, que hubieran sido dos de no haber fallado con el acero

Viernes, 6 de septiembre 2024, 23:20

Saber decir adiós no es tarea fácil. Supone adentrarse en unos terrenos pantanosos, cercanos a las tablas de la nostalgia, o en el peligro de caer en la tentación de ubicarse en los comprometidos medios para querer evocar épocas pretéritas de esplendor. Pero la única ... voz para una despedida es la que permite descubrir el timbre irrepetible de las palabras más hermosas, las que reconcilian el pasado con el ahora. Y Enrique Ponce, ante Manisero, el negro toro de Victoriano del Río que le correspondió como segundo de su lote, puso fin a su paso por Valladolid del mejor modo posible: sin mentirse, sin mentir a nadie. Con la verdad de un magisterio reposado, evocación de miles de toros anteriores, que a la vez son uno solo. El toro del misterio y de la luz. Del gozo templado que encauzan unas astas que persiguen el imposible sueño de la eternidad. Para ofrecer al torero, y a su inmenso coro que son los tendidos, la evanescente sensación de superar el vértigo de la existencia.

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Los datos de la tarde

  • Plaza: Valladolid, 6 de septiembre. Tercera corrida del abono.

  • Toreros: Enrique Ponce (ovación y dos orejas), Alejandro Talavante (oreja y oreja) y Roca Rey (Oreja y ovación).

  • Ganadería: Victoriano del Río. Notable juego de la corrida en su conjunto. El segundo, Baratero, de extraordinaria bravura y calidad, debió ser premiado con la vuelta al ruedo. Correctos de presentación.

  • Entrada: Casi lleno.

Y, Enrique Ponce, se despidió con un despliegue de tauromaquia sincronizada con ese toro, Manisero, y con la emoción que desprendía su rostro. Ante su primero, Jugador, que abrió plaza, no se encontró cómodo el valenciano. Nada sucedió con el capote, porque el animal se desentendió. Y nadie puso remedio a esa evasión. No era un toro fácil, que obedeciera por automatismos, pero en modo alguno ofrecía obstáculos insalvables. En algún momento el animal, por el pitón izquierdo, mostró la intención de seguir los vuelos de la muleta en modo aerolínea, pero el toreo de Ponce no terminó de despegar. No era un toro con calidad en la embestida, pero su avance nunca fue arpío. La torre de control emitió mensajes de precaución, y cada pase se ejecutaba desde una colocación cauta. Pese a la falta de equilibrio de la faena, su tarea fue ovacionada tras enterrar el estoque, ligeramente atravesado.

Volvamos al cuarto. A ese honesto modo de mostrar la maestría, sin querer vencer ni convencer, con el único ánimo de expresar una identidad. Una personalidad. Y, de paso, una trayectoria que es una tauromaquia tan personal como universal. Tras un castigo medido, pero no leve, Ponce ejecutó con el lucimiento dinámico de una frescura no calculada un alegre y vistoso quite por chicuelinas, en el que pudo observarse, siquiera de modo indiciario, que el toro iba a ser su toro. Ese desplazamiento rítmico. Desde las tablas, ya con la muleta, genuflexo, los pases se empapaban de un rumor de astas, oleaje de cadenciosa intensidad. Un fluir de singladuras acuáticas que hacían de cada lance un torrente de temple. De exquisito temple.

La quietud ceremoniosa otorgaba un carácter de sagrada ceremonia a cada tanda, ligadas con la derecha, decantadas en unidades al natural. Genuflexo, Ponce ofrecía, parsimonioso, la muleta por su espalda, iniciaba el pase, cambiaba el engaño de mano, y continuaba un trazado límpido, que circunvalaba su anatomía hasta cerrar un círculo de estética inmejorable. La faena gozaba de un sabor añejo, decantado, en sintonía con un ritmo contemporáneo. Una sinfonía íntima y, a la vez, solidaria con los tendidos.

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Quiso matar recibiendo. Primero hubo una tentativa. Y después la consumación del toricidio. Cayó baja la espada. Y los tendidos se ensabanaron al unísono. Un pañuelo, primero. Y otro. Las dos orejas. Quizá el presidente, pienso, aprovechando que cuando escribo esta crónica tengo a mano el Código Civil, aplicó su artículo 3. Que dice que las normas han de aplicarse teniendo en cuenta «la realidad social del tiempo en el que han de ser aplicadas». Y había llegado el tiempo de Enrique Ponce. Su último y luminoso tiempo.

Y qué decir de Batatero y Alejandro Talavante. El extremeño, que tiene que despedirse, pero debe hacerlo de su injustificada irregularidad, construyó una compacta y sólida faena ante un magnífico ejemplar, en bravura y calidad en la embestida de Victoriano del Río. Era el segundo de la tarde. Desde el capote ya marcó, con el positivo agravante de la reincidencia, una tendencia favorable en el modo de coger los vuelos del percal, de colocar la cara ante el engaño. Y esa calificación provisional, la elevó a definitiva, y con mejoría, con la muleta. Recibió solo un puyazo, pero de doble valor, por la certera colocación al echar el palo el varilarguero, y por la intensidad, sostenida, al hundirse la pirámide metálica en el plano subcutáneo.

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La faena fue creciendo en intensidad, ante la repetidora y enclasada embestida de Batatero, siempre humillada. Deslizando sus astas por el aire, planeando en un vuelo que buscaba capturar la muleta de Talavante. De hinojos había comenzado el extremeño su labor, sabedor de la fiabilidad de esa embestida, confiando en su mando consentidor y generoso. De no haber pinchado hubiera cortado las dos orejas. Una se le concedió. Y al toro, ante la mirada agradecida de su criador desde el tendido, no se le rindió el tributo merecido de la vuelta al ruedo. Quizá sus herederos intervengan.

Con el quinto, que era otro tipo de toro, estrecho de sienes, Talavante mostró capacidad lidiadora e inteligencia. Dosificado el esfuerzo, pues las embestidas no eran una donación de prodigalidad inacabable. Algún natural de calidad, solvencia y mando para concluir con una estocada tras pinchazo hondo. Oreja.

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El peruano Roca Rey aportó su entrega generosa ante sus dos oponentes. Pero mientras con el primero la intensidad del juego del astado otorgó a su valor una condición épica, que fue premiada con una oreja, ante el sexto (bis), la sosería del astado impidió que su faena alcanzara un nivel emocional de conexión mínima con los tendidos. Ni el encimismo cambió una inercia irrevocable. Fue ovacionado y la corrida cobró firmeza.

Ponce y la mirada de María

María estaba en primera fila de tendido. Con su madre y su padre a cada uno de sus lados. En el tendido 6. Encima del burladero donde se suelen ubicar tres agentes del Cuerpo Nacional de Policía. Donde yo estaba, fuera, apoyado para tomar unas notas sobre la faena que Enrique Ponce acababa de ejecutar, con singular y sentida maestría al cuarto toro de la tarde. Dos orejas recibió como recompensa por su entrega. Paseaba el matador ambos apéndices con orgullo, en un estado de emocionalidad elevado. Las mostraba con orgullo. No eran dos orejas normales. Eran las conseguidas tras una tarea que, a su vez, resumía todas las ejecutadas en ese ruedo.

Y, de repente, Enrique Ponce se detuvo. Decenas de manos, de gritos, reclamaban que les lanzara una oreja. Su mirada estaba fija. Las manos se agitaban cada vez con mayor intensidad, y los gritos subían de decibelios. Pero no. Ponce no cambiaba el objetivo hacia el que enfocaban sus ojos. Había visto a María.

Había visto a María. Aunque María, apenas una niña, no podía verlo.

Y le entregó la oreja a María, para que acariciara la textura de su triunfo. Para que compartiera la gloria de vencer el riesgo y convertirlo en ofrenda y agradecimiento.

María, que todo hay que decirlo, a la que le encanta Roca Rey, había podido acercarse a Enrique Ponce en el patio de cuadrillas antes de que se iniciara la corrida. Un saludo cariñoso y una emoción compartida.

Dos horas después volvieron a cruzarse las miradas. Porque mirar con los ojos cerrados puede ser la premonición de una claridad futura. Y Enrique Ponce supo que su triunfo, el triunfo de todos los toreros, es arrojar esperanzas en quienes, también con una mirada cargada de futuro, confían en volver a recobrar la luz y la magia de los días.

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